"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Diario de un soldado: los caras verdes



En el año 2004 y durante mi primera misión junto a las Fuerzas Especiales, fui enviado al norte del Perú, a una base de entrenamiento en plena selva amazónica donde se adiestraban soldados para un estilo de guerra llamada "no convencional". 
Los militares la denominan "Guerra irregular" o "Contrainsurgencia", aunque este tipo de lucha se conoce mas usualmente con el nombre de "Guerrilla".
Antes de que me dieran ese boleto gratis rumbo a unas "vacaciones” al sur de Colombia, pasé lo mejor que pude el entrenamiento de combate simulando la guerra. Nos hacían vivir en una situación de guerra permanente, con el objetivo final del adiestramiento.
En la jungla transcurrían nuestras jornadas practicando técnicas de patrulla, marchando durante todo el día con un calor aproximado a los 40 grados de temperatura, una humedad del 90 % y una mochila de 25 kg a la espalda.
Pasábamos algunas noches avanzando bajo el hostigamiento de un enemigo fantasma, invisible, que golpeaba con fuego real sobre nuestras cabezas y se desvanecía luego sin dejar rastro, igual que un fantasma que tomaba la forma de helechos gigantes y de enormes árboles de caucho, para esfumarse luego entre la niebla.
Algunas mañanas amanecíamos hundidos hasta el cuello en ciénagas apestosas, intentando respirar entre miles de insectos que devoraban nuestros rostros.
La lluvia y la humedad no nos dejaban dormir secos. Caían incesantemente sobre nosotros como un látigo de cañas, de día y de noche. Dormir colgados y mojados en una hamaca de lona, era una actividad más parecida a la tortura que al descanso.

El entrenamiento se llamaba “líder de la jungla”, y consistía en enseñarnos a conservar la calma, y a concentrarnos bajo situaciones extremas o de máxima tensión. En dos semanas ya habíamos perdido entre 7 y 8 kg de peso corporal, a medida que la mochila aumentaba de peso, empapada por la lluvia caprichosa.
La base de entrenamiento estaba ubicada en una zona geográfica muy particular, hundida en la espesura de la selva fronteriza con Colombia. 
Era un sitio en donde tropas de otros países ya habían entrenado antes, lo cual le daba al lugar una reputación espartana y brutal.
El campamento pertenecía a la Infantería de Marina del Perú, con apoyo logístico y equipamiento provisto por Estados Unidos.
Era un campamento similar al que posee la Legión Extranjera francesa en la región del Camopí, en Guyana.
Lo que sigue es un fragmento del diario de campaña que escribí durante mi estadía en aquel lugar, entre mediados de mayo y fines de julio de 2004.

Julio 5. Miércoles.
Salimos a las cinco de la madrugada, la hora previa al comienzo de la claridad. Seguimos caminando por la margen del arroyo. Llovió mucho. El calor agobiante de la bóveda selvática dio paso a un viento fresco que nos alivió fugazmente el agotamiento. La deshidratación se sintió en el cuerpo. Estábamos cansados y empapados.
No logramos mantener limpios los mecanismos del fusil. La recámara del arma se ensucia muy a menudo por una especie de pasta que se forma con el barro y la humedad. Hay que limpiarla todo el tiempo. Todo transpira, hasta el metal. Es increíble, no había visto esto antes. Al caer la noche, a eso de las seis, llegamos al linde de unas chozas e hicimos un reconocimiento. Al ver que estaba vacía encendimos allí un fuego, para evitar enfermarnos por el frío de la mojadura. Hemos dejado atrás el arroyo por donde veníamos.

Julio 8. Sábado.
Pasamos el día caminando por una especie de manglar mezclado con pantano, nuevamente con espinas que nos desgarran la ropa y la carne. Infernal. No hay como cortarla, porque además tiene raíces. Al chocar con las raíces, el machete puede saltar y cortarte.
Sólo el sargento Mateo y Tari, probados macheteros, se atreven a abrir sendas en ese infierno terrenal.

¡Que estupidez! Y los curas nos quieren meter miedo con el otro infierno allá en el cielo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Diario de un soldado: historias mínimas


Hace muchos años un niño soñaba con ser un guerrero. 
Parado en la vereda de su casa, su placer era mirar a los grandes y valientes soldados volver de sus maniobras de guerra. Sus rostros cansados y sus ropas sucias y rotas por la fajina bélica, le hacían pensar en lo duro de sus vidas. Pasaron los años y este niño creció.
Sus brazos eran fuertes, su espalda era ancha y sus pies bien firmes, y entonces, marcho a servir a su patria. Se transformó en soldado persiguiendo el sueño y el idealismo de su niñez. Era feliz con su vida de cuartel, cumpliendo las ordenes del sargento, compartiendo la rutina con sus camaradas, vestía con orgullo su uniforme y cuando apoyaba su cabeza en la almohada cada noche, sentía que su patria lo miraba y lo arropaba bajo un trozo de bandera. La felicidad de pertenecer a la milicia era todo para él y la nostalgia de la lejanía de su tierra materna se compensaba con compañerismo y trabajo duro.  Fueron muchas las pruebas que superó: el sacrificio y la voluntad de vencer, el dolor, la fatiga, el hambre, el frío y el calor extremo, pero nada le importaba con tal de lograr su objetivo. Estaba en juego su hombría, su voluntad, la capacidad viril de sentirse plenamente un hombre. Y lo logró.
Un día despertó en un lugar muy lejano. Todo era selva, río, colores verdes y marrones. Conoció nuevas culturas y hasta logró hacer amigos pero pronto volvió a irse. 
Caminó por valles, escaló montañas, se deshidrató en desiertos, corrió por campos, aprendió a sobrevivir y a ser leal. Pero de repente, casi sin darse cuenta, se sumergió en la guerra. El idealismo de sus primeros tiempos estalló en mil pedazos cuando la primera bomba hizo trizas esa casa. Ya no era todo hermoso como él se imaginaba. Ya no lucían elegantes las botas lustradas y por el pantalón roto  se filtraban el frío y la suciedad. El camuflado se mezclaba entre el barro de la trinchera y la sangre de sus camaradas.
Algo le afligía en su corazón. Volvió a ver a los mismos soldados de su niñez, algunos ya viejos por cierto, sin embargo tan valientes y guerreros como antes. Pero no había rostros felices y recién afeitados. De pronto, sus ojos quedaron asombrados por lo amplio del paisaje que tenía por delante. Su corazón latía muy rápido a causa de lo nuevo, y se atrevió a caminar el único camino que delante suyo había, mientras leía un cartel de bienvenida que decía: “bienvenido soldado a la tierra por poseer, aquí nada sera tuyo si no peleas por tenerlo”
Un viejo de ese pueblo destrozado, que estaba parado bajo el portal de una casa aplastada por las bombas, vio al soldado sentarse sobre su casco, muy cansado, mientras comía de su lata de ración y le dijo:  “solamente esfuérzate y se muy valiente, porque desde los días de Jesús, los cielos sufren violencia y los violentos lo arrebatan. Deseo que en este tiempo puedas llegar donde antes no habías llegado, hacer lo que antes no lograste, vencer donde has sido derrotado, reírte de lo que te hizo llorar y aplastar lo que te hizo desmayar"
Entonces el joven soldado, con incontables preguntas en su corazón y con la incertidumbre de lo desconocido, se quitó el correaje, las municiones que llevaba colgadas en bandolera,  y dejó a un lado su fusil, para comenzar a caminar la senda que solo los pies valientes caminaron. 
Decidió ser un hombre diferente. Uno de esos hombres a los que el mundo llama, pioneros.