"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 8 de enero de 2012

Charlando con William Brown


Quiero contarle, señor, como fue que me intrigó su vida. Ocurrió en una travesía de kayak, frente a las costas del Uruguay.
Habíamos dejado atrás las últimas luces del embarcadero de Escobar, en las riberas del Paraná Guazú. La noche lo tragaba todo. Frío y soledad.
Remábamos a pulso firme pero relajado. No habíamos obtenido el permiso de la Prefectura Naval para navegar de noche, de manera que lo hacíamos despacio, sin ruidos, como al acecho.
A eso de las doce, Gaston encendió la radio, una radio chiquita, de esas que usan los vigilantes para sentirse acompañados. Nosotros también lo hicimos, escuchamos la radio. Nos sentíamos cuidadores de esa noche, cuidadores del río, sabe?
Llegando a la boca del Río de la plata, cambió el viento y las aguas se pusieron bravas.  Eran como las cuatro de la mañana y veníamos dándole duro a la remada. Se movía mucho el bote y entonces decidimos dormir un rato en el monte. Dormimos como duermen los carpinchos: sobre la tierra húmeda y cubierta de hojas y ramas.
Yo sentía frío, un frío que me calaba hasta los huesos. Esa noche no prendimos fuego. Saqué mi cuchillo y comí de una lata de conserva. Sentí vergüenza de tener frío. A esas alturas yo no podía mostrar debilidad, entonces me callé la boca y pensé en una mujer, porque a mi, mujer que veo, mujer que me dan ganas de ponerla horizontal y meterme adentro. Es por esa cosa del calorcito ¿sabe?, usted me entiende señor.
Con las primeras luces del amanecer iniciamos nuevamente la remada. Ahora si cruzábamos el gran Río-mar de color marrón y aguas traicioneras. El río de La Plata nos recibió dándonos una paliza, como si nos dijera "si me molestan, se las devuelvo". 
Y entonces nos metimos nomas en el agua brava, de cabeza, proa al este, desafiando al viento y a las olas espumosas que hundían la punta del bote.
Yo sentía que me transformaba en un pirata, en uno de esos viejos soldados que llegaron en galeones de madera oscura, hace tantos años, y que eran hábiles con la baraja y el cuchillo. Por un instante me creí un pobre marinero que luchaba contra el agua y la incertidumbre de no saber cuando naufragaría. Pero en realidad no sentía miedo, confiaba mas en mi compañero remador y en mi pulso sobre la pala.
En poco mas de dos horas cruzamos las aguas marrones, y llegamos a una isla apurados por un frente de tormenta que metía miedo. Un letrero indicaba que habíamos llegado al Uruguay.
Cargando los kayaks al hombro nos metimos caminando en una picada del monte. Y allí estaba; el cartel que nos daba la bienvenida a su isla, la isla que usted eligió como base para defendernos, para liberarnos de esos piratas españoles en 1814.
Yo estaba impresionado, y a pesar de la sed brutal que sentía, decidí primero recorrer un poco el viejo casco y los cañones grises que apuntaban hacia el agua. Todo era historia y leyendas que esperaban ser descubiertas. La inquietud histórica pudo más que la sed.
Al pasar caminando por la plaza de armas de la antigua fortaleza, pude ver su imagen. 
Ahí estaba usted, con la vista altiva y su plexo de bronce brillando bajo los rayos del sol. Yo ya lo había visto antes en cuarteles y en regimientos pero esa vez, lo vi de otra manera. Creo que fue la primera vez que me detuve a contemplar su imagen.
Usted, que en los años de esa lucha tenía el grado de teniente coronel, se ganó una página gloriosa de la historia por haber combatido en esa isla, en ese preciso lugar donde yo caminaba ahora, casi 200 años después.
Quiero que sepa, señor almirante, que yo había ido a buscar otras historias a esa isla, tal vez historias de aventuras o saqueos de piratas, de libertad o  del nacimiento de mi patria. Pero al pararme frente a su imagen, su figura marcial y segura me inspiró respeto y me despertó la inquietud de descubrir más acerca de su intrigante vida.
El día que contemplé su estatua por primera vez yo estaba todavía en el servicio activo en la marina. Era cabo, ¿sabe?, un simple y humilde suboficial subalterno, un soldado. 
En los batallones de la infantería de marina siempre me habían hablado mucho de usted, de sus hazañas y aventuras por el mundo. 
Allí supe que usted había nacido en Irlanda, en un pequeño pueblito llamado Mayo, en el condado de Foxford, en el año 1777.
Yo, por distraído que soy no le había prestado mucha atención. Sólo decía que si para complacer a mi sargento. Después de todo, nunca me gustó estudiar historia a la fuerza. Pero esta vez era distinto, porque estaba descubriendo la historia por mi mismo. Estaba escribiendo mi propia historia en esa isla.
Caminaba por las ruinas de las antiguas construcciones de ladrillo y adobe cuando me dieron ganas de mear. Utilicé un árbol como quien se esconde de las viejas feligresas un domingo rumbo a misa, para que no lo vean ni critiquen. A mis espaldas estaba la antigua cárcel, donde se alojaron a los prisioneros de guerra españoles capturados por las fuerzas patriotas en la batalla por el dominio de esta isla, Martín García.
El combate de Martín García se libró entre los días 10 y 15 de marzo de 1814 entre las fuerzas de las Provincias Unidas del Río de la Plata a su mando, (entonces teniente coronel Guillermo Brown) y las realistas españolas que, bajo el mando del capitán de fragata Jacinto de Romarate, defendían la plaza.
Usted y sus tropas tomaron por asalto la isla obligando a la escuadra contraria a retirarse.
La victoria dividió las fuerzas enemigas, y aseguró para las Provincias Unidas el control del acceso a los ríos interiores y posibilitó su posterior e inmediato avance sobre Montevideo. Con ello, cerrar por mar el bloqueo al que esa ciudad era sometida por tierra, forzando finalmente así su rendición. Era, paradójicamente, el inicio de la independencia militar de España, pero el comienzo de la dependencia económica de Inglaterra. Una de cal y una de arena, sabe?
Conocer esa isla perdida en medio del marrón del río fue una experiencia inolvidable. Dos siglos de historia se paralizaron ante mis ojos regalándome leyendas y sucesos intrigantes. Era como estar viviendo dentro de una gran novela.
Pasamos cuatro días con sus noches durmiendo en una carpa y comiendo guisos en una olla de aluminio que me traje de Bolivia, de otra aventura mía que no vale la pena contar ahora. Eramos tres deportistas jóvenes y entusiastas en busca de nuevas aventuras. Descubrimos una historia increíble. Conocimos más de la Argentina, escribimos nuestra propia historia remando a bordo de un kayak.
Creo que ha llegado el momento de la despedida, señor almirante. Sólo quería contarle lo que sentí en esa isla, su isla, la que usted cuida y vigila día y noche.
Hoy ya quedó atrás esa tierra, ya ni siquiera vivo en mi país. Soy hijo adoptivo de una nueva nación que me cobija bajo su paño. Un país tan lejano y a la vez tan hermano de nuestro continente, del continente con el cual usted colaboró.
Le agradezco por haber consagrado su vida en defensa de mi patria a pesar de que nació usted tan lejos. Ojalá pudiera encontrármelo algún día, en la cubierta de algún barco fumando de su pipa, y que me cuente sus historias, en una aventura por alguno de los siete mares de este planeta loco en que vivimos.
Ahora escucho un sonido de gaitas escocesas  llamando a su descanso. Resuena en mi cabeza la marcha SAINT PATRICK S DAY, como en los viejos tiempos de mi antiguo batallón.
Descanse señor almirante, que usted ya trabajó bastante.

Diario de un soldado: los duendes del Amazonas

(Fragmentos de mi diario de campaña en la frontera entre Perú y Colombia. Año 2004)

                                                       La base "Manití"
Junio 15. Martes.
A las 4 y 30 del domingo, nos llevaron en un camión hasta el aeropuerto de Lima. Un transporte militar C-130 nos estaba esperando. Nuestro equipo fue colocado dentro de unas bolsas similares a las marineras y después apilado sobre palets de madera. Caminamos hasta el avión llevando solamente nuestras armas. Nadie vino a despedirnos, ni siquiera el coronel. Cinco minutos más tarde, despegábamos. El gran aparato sobrevoló el Océano Pacífico y nos llevó durante dos horas por una ruta de circunvalación que conducía al norte del Perú.
Descendimos en una base aérea pequeña y polvorienta, ubicada entre los ríos Amazonas y Nanay, y que los infantes de marina usaban como punto de lanzamiento de las incursiones de sus fuerzas especiales en los territorios del norte. Atrajimos poca atención, había muchos estadounidenses en el lugar. Apilamos nuestro equipaje bajo un cobertizo tratando de pasar lo más inadvertidos que era posible, y esperamos un camión que nos llevó al puerto de Iquitos. 
Hoy temprano me senté sobre mi catre de lona y madera, debajo del mosquitero, y observé cómo la claridad del amanecer se extendía lentamente hacia el este. Era una claridad débil y azul, suficiente como para distinguir los árboles que se levantaban, imponentes, sobre el claro de la jungla. Llegamos ayer, en helicóptero.
Aspiré el humo de un cigarrillo ajeno y maldije el ambiente primitivo que me rodeaba y, como todos los hombres que estaban ahí, me pregunté porqué había venido a este pestilente y húmedo lugar del mundo.
Intenté analizar realmente mis sentimientos, y me dije que no podría vivir ahora mismo en ninguna otra parte, y desde luego no en Buenos Aires, ni siquiera en Argentina. Ahora mismo no soporto las ciudades, los ruidos, las normas y los impuestos. Odio el frío.
Como todos estos soldados, jóvenes o veteranos, amo y odio alternativamente esta jungla indómita y salvaje. Tengo 22 años y elegí esta vida por el momento, errante, impredecible, aventurera, llena de adrenalina. Aquí la aventura se inyecta en mis venas a cada paso en esta tierra fangosa y marrón.
Es mi primera experiencia real en contacto con este medio. Todavía estoy un poco débil por la deshidratación que me produjo la diarrea y el vómito. A todos nos ha hecho mal el agua. Hace mucho calor.

Junio 19. Sábado.
Los helicópteros llegaron esta mañana cuando amainó la lluvia. Aterrizaron en la explanada detrás de las barracas y cada uno de ellos produjo un huracán en miniatura. El artillero de puerta hizo señas a mi jefe de pelotón y éste nos indicó que corriéramos hacia el aparato. Corrimos doblados a la altura de la cintura, debajo del rotor y a través del polvo azotado por el viento. Subimos al helicóptero. El ruido era terrible y el viento nos obligaba a ver a través de nuestros ojos a penas entreabiertos, como si fuéramos chinos. Teníamos que gritar para oirnos entre nosotros. Ibamos sentados en dos filas de 4 soldados por cada banda, y pusimos nuestras mochilas entre las piernas, con el fusil apuntando hacia el vacío
Al despegar, el helicóptero pareció desinflarse un momento, y entonces subió hacia lo alto. Se me anundó el estómago cuando subimos tan de repente. Fue muy rápido, porque el aparato subió en vertical, siempre hacia arriba. Miré hacia abajo y vi que el resto de los hombres de la compañía eran cada vez mas pequeños.
Desde el aire la base se veía como un montón de casitas de juguete sobre un pedazo de terciopelo rojo, polvoriento, igual que esos fortines de plástico con los que jugaba cuando era chico, donde los indios atacaban con sus caballos. Estaba rodeada por una selva exuberante color verde brillante. Más allá de la alambrada, la tierra de nadie.
Volamos hacia el norte, siguiendo el curso del Nanay. La jungla se extendía hacia el este y el oeste, como una tela verde y parda, atravesada por la cinta color mostaza del río. Ese fue el primer viento fresco y constante dedesde mi llegada a la selva del Perú. Lo disfruté mucho. Me pareció maravilloso.

Junio 24. Jueves.
Los días son rutinarios. Nos levantamos a las 0600 hs, nos lavamos y preparamos para entrenar. Luego de un desayuno rápido en nuestros jarros de aluminio, corremos 10 km por un camino de tierra que une el campamento con la base, cinco km de ida y cinco km de vuelta.
Luego de la mañana de ejercicios físicos y prácticas de tiro, tragamos nuestras raciones “charlie”, sentados en el “comedor” que nosotros mismos hemos construido. Es una especie de pozo alargado en el cual caben seis soldados. Nos sentamos en un borde, y en el otro apoyamos la comida. Es un "lujo" de lugar.
Llevo, como únicas pertenencias, un fusil M16, un correaje con cincha para llevar municiones, mi uniforme camuflado y un par de botas para la jungla. La ropa se me pega al cuerpo por efecto de la transpiración. Estoy deshidratado y empapado por el calor. A causa de la humedad del ambiente la piel se lastima y las ampollas son frecuentes. Los pies duelen dentro de las botas de cuero y lona. Los hongos son huéspedes inesperados y molestos compañeros.
Por la tarde practicamos lucha cuerpo a cuerpo y técnicas de supervivencia. Algunas veces recibimos instrucción de cartografía, navegación terrestre y del uso de la brújula. Nos enseñan cómo atender una herida de bala, aplicar un torniquete a un compañero mutilado por una mina , intubar una vena, cruzar un arroyo o un río en la selva, cómo detectar una trampa, como construir refugios, camuflar armas y equipos, preparar una emboscada, y así estamos hasta que la noche cae como un telón negro sobre nuestros cuerpos agotados. Poco descanso, poca comida y mucha actividad.
He visto a hombres de excelente forma física arrastrarse por el agotamiento y la deshidratación. Nos dan unas pastillas contra la malaria que son una mierda, y que nos provoca una permanente sensación de náuseas. "Mefloquina" es el nombre de esa porquería que nos dan.
Hoy cumplo 25 días acá, y siento que esta selva se me mete bajo la piel, junto con el paludismo, la porquería del pantano y las picaduras de miles de insectos.