"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

jueves, 28 de enero de 2016

Crisis migratoria en Europa: la odisea de los sirios rumbo al norte


(Un guardia fronterizo camina rumbo al control de un tren en la estación suiza de Buchs, cerca de la frontera austriaca)

Sebastian Galarza-Corresponsal en Suiza.

La noche es fría, apenas dos grados.
Los guardias fronterizos acaban de detener a un hombre joven que viajaba escondido en un tren.
Está vestido con unos pantalones cortos, una camiseta azul de mangas largas y unas chancletas de plástico bajo sus pies descalzos.
"Una vez más", grita el hombre moreno, de cabellos rizados y aspecto africano que se escondía en uno de los baños del convoy. Sin resistencia se deja atrapar. Camina despacio por el andén con las manos esposadas detrás de la espalda, mientras dos enormes policías lo escoltan a cada lado.Su delito: ingresar en Suiza sin papeles.
Estamos en el pueblo de Buchs, sobre la línea que marca la frontera entre Suiza y Austria.
El reloj de la estación de trenes indica que son las dos y media de la mañana, y varios policías con perros montan guardia en el andén número 9, que es la única plataforma donde llegan los trenes que vienen desde Austria.
“¿De donde viene?”, pregunta en inglés un guardia de fronteras. “De Siria”, es la respuesta.
El hombre ha recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Saliendo desde Homs, su ciudad natal en Siria, esquivó a señores de la guerra, negoció con traficantes de personas y jugó a las escondidas con las bombas y con los francotiradores fanáticos. Hizo la misma ruta que elige la mayoría de los desplazados por la guerra en Siria: atravesando Turquía, Macedonia, Serbia, Hungría, y por último Austria, para llegar hasta esta estación de tren en Suiza donde ha sido detenido.
Burló a la muerte en varias ocasiones para intentar salvarse, y hasta ahora lo ha logrado. Le gustaría continuar por Francia rumbo a Gran Bretaña, donde tiene algunos familiares.
Pero por ahora, sin embargo, su viaje termina aquí, en este pequeño pueblo situado entre el Lago Constanza y los Alpes.
Aparte de una bolsa de plástico el hombre no tiene ningún equipaje. Su nombre es Abdel Azim y viaja prácticamente con lo puesto.
Este inmigrante es uno de los primeros detenidos esta noche por los guardias fronterizos. Al final del turno serán 42 adultos y un niño.
El tren cubre la ruta Viena- París y pasa también brevemente por Suiza, entre Buchs y Basel.
No hay paradas regulares, sólo un control técnico en Buchs, donde no se proporciona ningún suministro ni servicio.
Sin embargo, desde los últimos meses la Guardia de Fronteras de Suiza ha comenzado a recorrer los trenes en Buchs . Quién resulta atrapado en el viaje sin documentos de identidad, sin visado o sin permiso de residencia en Europa, es enviado esa misma noche de regreso a Austria, o al lugar de donde venga.
El mismo procedimiento de control se realiza ahora mismo en casi todos los países europeos, y los inmigrantes irregulares descubiertos son detenidos y reubicados en centros de acogida. Si se comprueba una necesidad real de asilo se los acomoda, pero los que no logran ese estatus son deportados inmediatamente, de manera cortés pero irreversible.
La situación de refugiados como Abdel Azim se ha transformado en una crisis gravísima, que demuestra una falta absoluta de control sobre esta inmensa marea humana que viene, en este caso desde Siria, y que pone en grave peligro el futuro de todo el continente europeo.
En Suiza generalmente no hay controles policiales en los trenes. No está permitido a causa de una ley de libre circulación de personas que el Tratado de la Comunidad Europea estipula. Sólo hay autorización para controles detallados, para sospechosos de terrorismo, por ejemplo. Pero, aunque sólo en Francia son activos, estos controles significan mucho trabajo adicional para la Guardia de Fronteras de Suiza.

“No hay intérprete que pueda comprender todos los dialectos que habla esta gente. Muchas veces son kurdos que se expresan en lenguas de la montaña, tan antiguas que no tienen siquiera traducción al idioma árabe. A todos se les coloca una banda de color con un número alrededor de la muñeca para evitar la confusión”, dice un oficial fronterizo que está parado tras un vidrio donde se amontonan los indocumentados.

Tal vez la vieja y cansada Europa esté comenzando a pagar sus deudas morales después de tantos siglos de colonialismos, opresiones y abusos a sus vecinos árabes y africanos.
Tal vez deba yo tomar conciencia de que en este momento soy testigo privilegiado de un nuevo éxodo. El mundo vive ahora mismo y una vez más, la brutal tragedia humana que producen las guerras.
El drama ha llegado esta noche al paraíso, y en las puertas de la apacible Suiza ya se sienten los golpes.
Realmente produce tristeza ver esto.



miércoles, 27 de enero de 2016

Retrato de un bravo

Me dispongo a narrar un relato muy viejo. 
Advierto que es un cuento que con el tiempo se ha transformado en leyenda, y que luego se ha olvidado mil veces.
No es mi intención profanar su sepultura en este acto, pero debo admitir que esta es la historia de un cadáver cuyo dueño fue un hombre libre pero sin suerte, y que resulta realmente muy atractiva de contar. La escribo porque creo indispensable rescatar la vida de este bravo, de entre todos esos muertos anónimos que yacen en la tierra convertidos en maleza, cuyas almas se amontonan deambulando por las noches, mientras vagan por los pasillos y las tumbas de un viejo cementerio de Buenos Aires, sin más virtudes que el recuerdo del buen manejo del cuchillo, y la certeza del coraje.
Dedico este texto a los pedantes defensores de la paz, santurrones e hipócritas, que escriben a veces en editoriales de papel prensa o en columnas de opinión, y que se jactan de eruditos al abrazar con absoluto fervor la veracidad única de la enciclopedia extranjera. Me refiero a los “progresistas” que desdeñan historias como esta, creadas sobre el imaginario popular de unos hombres anónimos llamados gauchos, que nacieron bajo un cielo interminable en el sur de todas las pampas del mundo. Que sepan ellos, ignorantes de etiqueta y pacotilla, chupamedias del Robin Hood y de todo lo sajón, que a través de estos relatos también se aprende cultura. Y, porque la violencia también educa, aquí les traigo la historia de este bravo argentino del siglo XIX.

Los que conocieron (y fueron muchos), la vida de nuestro hombre, destacan la influencia que tuvo la llanura sobre su formación. Pero este gaucho vivió, eso sí, una vida brutal y monótona. Al momento de su muerte, en 1874, de una puñalada feroz que le atravesó un pulmón, no había alcanzado a ver jamás una montaña, ni un pico nevado ni un barco de guerra. Tampoco había conocido el mar. El padre de nuestro personaje fue un individuo tenebroso y criminal que terminó ajusticiado por las tropas del ejército, y su madre una mujer campesina y analfabeta que intentó criar a su hijo lo mejor que pudo. Nada más se sabe de ellos.
Nuestro gaucho nació en 1829 en el partido bonaerense de San José de Flores, a unas 20 leguas del pueblo viejo de Lobos. Fue el año del ataque francés a la escuadra argentina, y tiempos en que las huestes del General Lavalle se replegaban, cabalgando desordenadamente rumbo al abrigo de la Pampa, hostigados ya por Rosas que asumía el poder.
Llevó este hombre una vida tranquila durante casi treinta años, alejado del alcohol, de las pulperías y de los altercados entre los troperos. Individuo taciturno, sus días transcurrían durmiendo sobre un catre, mateando desde temprano y recogiéndose a la oración. Dedicaba su tiempo, generalmente, al trabajo rural desde el alba hasta el poniente, y aplicado a esas labores consiguió rancho propio, unas cabezas de ganado y algunas hectáreas de tierra aptas para labrar.
Era un hombre alto y fuerte, de barba negra y cerrada, de melena irregular color castaño y el rostro enrojecido picado de viruela. Una noche feliz en un fogón le reveló habilidades para la guitarra y el canto. Enseguida ganó fama de mujeriego pero se enamoró de una hembra apodada “la Vicenta”, con quien se casó. Y es allí donde se inician todas sus desgracias porque,  “la Vicenta”,  era también pretendida por el Teniente Alcalde de la zona, quien comenzó a perseguir a nuestro gaucho acusándole delitos injustificables.
En su furtiva y valerosa vida abundan los actos de arrojo, pero no es intención de este cronista contarlos a todos en este relato. Sería muy largo. De todas aquellas jornadas de desventuras nos interesa solo una noche; la jornada de su muerte y el día en que se inició la leyenda. Los acontecimientos ocurrieron más o menos así:
A mediados del mes de abril de 1874, nuestro hombre venía huyendo al galope por las vastedades del campo bonaerense entre Navarro y Lobos, escapando de la autoridad después de haber sido acusado de asesinar de cinco puñaladas a un fulano de apellido Sardetti en un almacén. En su defensa el gaucho alegó que el muerto le debía cinco mil pesos, y que por eso lo había tendido de cinco puntazos a la altura del plexo. En el camino se había trabado en combates desiguales de los que siempre salió airoso, luchando salvajemente contra malones de indios y partidas policiales, agazapado y abriéndose paso entre los pajonales y las neblinas indescifrables como si fuera un animal. Ya había soportado golpizas y malos tratos por parte de los cabos que lo alcanzaban cada tanto en alguna población o puesto aislado, y de quienes permanentemente volvía a evadirse. Se había escapado varias veces de aquellas miserias, porque prefería perder la vida antes que su libertad. Era el tiempo de una existencia errante de vastos amaneceres, y de jornadas que tenían el olor del caballo. A esas alturas ya se había enviciado en la práctica habitual de matar, y hay quienes dicen que fue uno de los primeros asesinos seriales del país.
El veinte de abril del mismo año, y por orden del Gobernador de Buenos Aires, se envía una partida policial de 25 hombres para detener al infractor. Lo rodean en el pueblo bonaerense de Lobos, dentro de un almacén y pulpería de nombre “La Estrella”, donde había parado a descansar.
Ninguno de los policías allí presentes se animaba a entrar para buscarlo, y los minutos transcurrían lentamente transformándose en horas. De pronto, en mitad de aquella noche, el criminal salió de su guarida para pelearlos.
Entonces el cabo Eulogio Varela lo entrevé en la penumbra: es él, con la melena crecida y la barba negra y cerrada que parece comerle la cara. Nuestro gaucho comienza en el acto a encarnizarse con los policías que tiene más a mano, apuñalando a mansalva. Siente como la sangre le corre entre los dedos, y el palpitar de los pequeños manantiales escarlata que brotan de los cuerpos tras cada puntazo metálico. Apila muertos y heridos en un pasillo, aullando con ojos de loco, mientras busca la salida. Aprieta los dientes cada vez que granizan las puñaladas. Intenta luego afirmarse contra una pared para cubrirse la espalda, pero es herido por la bayoneta del sargento Chirino que le perfora el pulmón izquierdo. Cayó pero pudo levantarse para disparar un trabuco, dejar ciego a un perseguidor de un impacto en un ojo, y luego cortarle a otro cuatro dedos de una mano con el golpe de su propio sable. Después de dos vómitos de sangre quedó tendido para siempre en el suelo, con las dos piernas apuntando hacia el campo.
Y así fue como murió, atropellando la muerte, en aquella pelea desesperada por la supervivencia, después de mucho matar, con las barbas empapadas, el cuchillo entre los dientes y el escapulario de la virgen chorreando sangre propia y ajena.

Pocas pertenencias se le reconocieron tras su muerte: un caballo colorado, un pequeño perro llamado “cacique”, un poncho de vicuña y un enorme cuchillo de 63 centímetros de hoja que le había obsequiado un tal Adolfo Alsina. Su herencia fue un hijo del mismo nombre, y una mujer apodada “la Vicenta”
En el libro de muertos de la parroquia del pueblo se asentó el deceso de este hombre, producto de múltiples puñaladas y de una gran herida corto punzante en la cabeza. Y así, partido el cráneo por un sable de las guerras del Brasil, ingresó nuestro héroe al firmamento de las leyendas.

Su nombre era Juan Moreira, y fue un gaucho libre que murió peleando.

domingo, 24 de enero de 2016

Lobo


Del hierro nació este filo que tiene por nombre "Lobo"
Es una hermosa herramienta que cargo siempre a la mano, regalo de un gran amigo de profesión forjador, que se llama Andres Mayol y es un herrero escondido. Él fue el buen trabajador que fabricó mi cuchillo.
Es un fierro duro y ágil, como un buen soldado quiere, para andar al aire libre, por el campo, por la selva, o por montañas desiertas.
Herramienta indispensable en menesteres camperos, pa llevarlo en la mochila, a la cintura o al viento, o para ser documento si la pelea es muy cruenta.
"Si sale, sale cortando", dicen los viejos del campo, pero este amigo de fierro que acompaña ahora mis pasos, es instrumento ligero para todos mis trabajos.
Talismán para mi suerte, arma blanca en bajos fondos, relumbra con su arrogancia de aburguesado aristócrata, pero en su esencia está el brillo, de los sencillos troperos. 
Destaco en su construcción la finura de su temple, forjado a yunque y martillo en tierras rojas de selva. El influjo de Misiones, está plasmado en su cuerpo.
Rancho, mujer y perro son los anhelos del gaucho, pero si uno va andando por caminos muy lejanos, se reducen las opciones, de cosas que vas cargando.
Yo elegí a este bravo amigo, liviano y fornido fierro, para que sea mi Sancho en múltiples aventuras, y de ahora en adelante alejará a los malevos, cortará pan, carnes, pescados, o cuerdas del campamento. Hará fuego y otras cosas, útiles del momento, me librará de los males, y de cualquier otro tormento.
Lo llevo en las lejanías y en paisajes despoblados, pero también en ciudades y en calles de nuevos pagos, para que otros lo aprecien, y puedan ser inspirados.
Lobo escucha otros idiomas, nórdicos, alemanes, pero también lenguas indias, de nuestras comunidades, viajando siempre en mochila, aventura interesante.
Vamos suerte, vamos juntos, desde que juntos nacimos; y ya que juntos vivimos sin podernos dividir, yo abriré con mi cuchillo el camino pa seguir.

sábado, 23 de enero de 2016

La comarca de los Alpes y los lagos, o un país llamado Suiza


Como en todos los lugares del mundo, hay paisajes diversos, selvas y ríos, desiertos y campos, montañas y caminos. Todos son distintos, unos mas, y otros menos bonitos. 
Existen lugares donde la naturaleza envuelve tanto al ser humano, que no deja muchas palabras mas que observar y volar en ellos.
Existe en el centro de Europa un pequeño país, donde el paisaje se confunde con un sueño. 
Es el lugar donde conviven hombres de diversas estirpes, que profesan diferentes religiones y hablan diversos idiomas.
Ellos han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades. 
Los habitantes de esta tierra fueron primero soldados de la Confederación y después mercenarios, porque eran pobres y solo tenían el hábito de la guerra.
Con el tiempo, este pequeño país se ha transformado en una torre de razón y de firme fe, mucho mas que de poder económico.
Es un país en las tierras altas europeas, donde suenan al viento los sonidos de instrumentos realizados con extraños y largos cuernos, que se han convertido en el símbolo nacional.
Y allá arriba en las montañas, los rayos del sol se posan en una masa de brumas de la que emergen crestas negras. Son los Alpes.
Y a pocos minutos de contemplarlos, los vientos barren los copos de lana y los regueros de hollín que ensucian el cielo, entonces allá abajo relucen los bosques, como placas de óxido pegadas a los flancos de las montañas.
Y cuando el sol se pone, en lo alto se observan reflejos azules del acero, y abajo un bronce dorado que brilla. 
Este decorado metálico me ha conquistado, y siento la tierra como a mi propia patria. 
Te saludo con el respeto de los ojos forasteros, querida Confederación Helvética, la que para el resto del mundo, seguirá siendo siempre la pequeña Suiza.

Un crepúsculo en la montaña


Ocurrió en Suiza.
Aquella tarde, cuando bajaba de la montaña, pude contemplar nuevamente esa extraña belleza que me había atrapado desde el primer momento en que la vi.
Aquel atardecer pudo haber sido el mismo en cualquier otro lugar del planeta, pero creo que el contexto íntimo y personal de cada ser humano es lo que nos hace verlos distintos a cada uno de ellos.
Yo estaba parado en medio de aquellos picos que parecían infinitos, y entonces emergió frente a mi un paisaje vigoroso, violento y salvaje, cargado de piedras y de nieves intrincadas, y de vientos fríos que castigaban las alturas retozando limpiamente a través de un cielo azul ceniza. Era el invierno.
Desde arriba, las distancias que veía en ese abismo parecían imposibles de ser cubiertas por el paso de un hombre, porque los caminos retorcidos y los pequeños valles verdes se encontraban siempre interrumpidos por imponentes paredes de granito gris, que se elevaban sobre el campo a intervalos irregulares, y reposaban allá abajo con el aspecto de jorobados y eternos monjes penitentes.
Entonces, a través de la apertura de una nube, pude ver la vieja patria helvética que se dibujaba mas abajo.
Era un país de casitas rurales hechas de madera, con ventanas de persianas pintadas de colores, casas escondidas en el fondo de jardines, con amplios establos y graneros donde reposaban las cosechas, la leña y el ganado.
Pero arriba, en la montaña, el viento azotaba duramente las mejillas desnudas de los hombres, y el frío dolía en el alma.
La bandera roja y blanca de ese antiguo país se desplegó frente a mí, ondeando en la brisa con elegancia, prendida a un mástil metálico. 
Entonces contemplé aquellos picos devastados por el viento, y un viejo sentimiento de soledad militar me invadió nuevamente, por un momento pasajero. 
Era una visión como después de una batalla, ese instante cuando incluso el paisaje cae herido tras el paso de las tropas.
Allá, en el nuberío, descubrí catedrales, jardines de flores increíbles, monstruos, caballos al galope, aves de muchas alas, mares que estallaban, espumas que volaban y mujeres que ondulaban y en el viento se ofrecían y en el viento se iban.
Y así fui esa tarde un cazador de nubes, un simple perseguidor de esa belleza fugitiva.

viernes, 22 de enero de 2016

Francia: un voluntario en la Legión Extranjera

Era un sábado gris y frío. El sol tímido arrancaba las nubes del cielo como si fueran un vendaje, y exhibía su reflejo sobre las extrañas y marrones aguas del Sena.
Luego de recorrer París durante cinco días, me decidí por fin a iniciar la marcha rumbo a las afueras de la ciudad.
Salí de Les Halles y viajé en metro 4 estaciones hasta Fontenay Sous Bois, un pequeño pueblito con aspecto tranquilo, sembrado de pequeños cafés, panaderías y residencias familiares.
Los habitantes de aquel lugar comenzaban a sacudirse la modorra de un frío sábado por la mañana, y las panaderías desprendían desde sus chimeneas sabrosos aromas de croissants, baguettes y café. Una señora coqueta paseaba a un perrito ridículo con aspecto nervioso.
Bajé del tren en una estación desconocida y el viento helado me sacudió la cara de un cachetazo. Subí a un colectivo de la línea 124 que me llevó hasta Noguent sur Marne, y allí  vi el primer cartel que anunciaba mi destino. 
Caminé unas pocas cuadras por el Boulevard Strasbourg y giré a la izquierda. Estaba temblando.
Un nuevo cartel de reclutamiento anunciaba el rumbo del cuartel, mientras una extraña sensación me ganaba las piernas, que parecían de goma. 
Mientras caminaba me di cuenta de que un hombre me seguía fijamente con la mirada, desde una ventana, y con su taza de café en una mano .
En el camino hacia la guardia había un edificio de monobloques que se levantaba como un gran elefante color crema. Y entonces mi tiempo se detuvo.
Vi el acceso de la guardia con su reja de barrotes color negro, y en esa mañana gris llegué por fin al fuerte medieval. 
Era el Fort de Nogent, el cuartel de la Legión Extranjera Francesa en la ciudad de París.
Un soldado legionario estaba parado en la penumbra del acceso, y montaba guardia con su fusil "FAMAS" terciado al pecho. Me heló con la mirada cuando me presenté frente a él. Su impecable uniforme de camuflaje y el lustre de las botas, relucían bajo su impoluto quepis blanco.
Era el comienzo y el final de un largo camino de sueños y de alegrías, de penalidades y de euforias, de rechazos e ilusiones, de pasiones, de distancias e idealismo por la vida militar.
Había cruzado todo el mar y medio mundo para llegar hasta allí, a aquel último bastión del soldado internacional. Y de repente me encontré parado con mi mochila al hombro sobre mis piernas de goma, frente a la puerta donde miles de hombres de todo el mundo habían escrito sus historias, a veces fantásticas y gloriosas, otras veces oscuras y sombrías, pero todas ellas persiguiendo una misma causa: la de sentirse parte de aquel selecto club, admirados por todos donde iban y los primeros en partir en caso de conflicto. Le estaba viendo la cara a aquella vieja realidad por mucho tiempo soñada, pero a la vez despreciada.
Parado frente a las puertas de la mítica Legión Extranjera, recordé el manto de misterio que cubre la historia de esa vieja unidad de élite del Ejército francés, que fue creada en 1831 para proteger y extender el imperio colonial durante el siglo XIX. 
Era para mi el final de una alocada aventura militar de virilidad y fortaleza, pero también una alarma de soledad y lejanía, en pos de responder al llamado del guerrero. Detrás de aquella reja estaba la Legión, esa que ha sido cantada, filmada, pintada y escrita, y que ahora mismo recuerdo como un susurro doloroso en la voz de Edith Piaf.
Supe que los legionarios eran soldados venidos de todos los rincones del mundo, y que se reunían en ese regimiento para luchar por ellos mismos y no por una bandera, y que su lema era “Legio, patria, nostra”, o la Legión es nuestro hogar.
Durante muchos años había acunado la idea de unirme a ellos, porque soñaba con ser parte de aquel grupo de intrépidos aventureros. Ese día vi por fin la puerta de aquel mundo extraño, desconocido para mí a pesar de mi probada experiencia de soldado.
Aquello era distinto, porque un sentimiento de inquietud me invitaba a cruzar la reja, a experimentar la sensación de ser realmente anónimo, al menos por un tiempo, y a desentrañar la incógnita de si los legionarios eran en verdad héroes románticos, o unos simples mercenarios.
Aquel día sentí nuevamente el antiguo y fuerte deseo que creía haber superado: el de unirme a ese grupo heterogéneo de patriotas nacionalistas, de aristócratas, de criminales curtidos, de antifascistas y anarquistas, de creyentes, ateos y aventureros, todos reunidos buscando el refugio o la acción bajo el famoso quepis blanco y las charreteras escarlata.
Hoy, repasando esas vivencias, ya desengañado y descreído de causa alguna, pesimista en general ante la vida, recuerdo mis andanzas por aquellos rumbos. Pero las recuerdo con la sonrisa cómplice del adulto que ve jugar a los niños, y me pregunto asombrado como alguna vez pude tragarme esos cuentos chinos de soldados, de banderas, de honores vacíos y de causas perdidas por los que matar o morir. Una juventud ilusa, a la que recurren los poderosos cuando necesitan derramar sangre por tonterías. 
Pero, a pesar de todo, me sigue atrayendo la idea de que exista una Legión Extranjera, porque sigue resguardando el sueño utópico de todo soldado que se precie de ser tal, y porque  esos hombres (por valientes o por estúpidos), tuvieron el coraje de arriesgar el pellejo por lo que creyeron justo. Y eso es más de lo que podemos afirmar la mayoría de nosotros.

miércoles, 20 de enero de 2016

Fundación de la corbata

En el año 1630, los soldados croatas defensores de Zagreb luchaban, a brazo partido, entre los trigales, las granjas de cerdos y los templos cristianos. 
Luchaban contra el invasor turco otomano para, y al decir de ellos mismos: “evitar la peste islámica, desterrar la herejía musulmana y ahuyentar la mala suerte de ese sucio sacrilegio religioso”. Andaban empeñados en cortar pescuezos, y así matando limpiaban de turcos el propio terreno ocupado.
En París, y luego del combate, su majestad Luis XIV recibió con honores al regimiento vencedor. Los esperó en una plaza para celebrar la victoria. El Rey estaba chocho de recibir a aquellos duros croatas, soldados baratos, simples labradores de la tierra y pastores de oveja, que habían sido siempre fieles a sus patrones franceses.
Y entonces, a esos soldados croatas se les ocurrió una idea. Agregaron a sus uniformes un pedazo de trapo que les daba vuelta al cuello. Querían verse distinguidos para la ocasión de aquella real felicitación, y usaron para tal efecto varios tipos de género: desde la tosca tela de sus ropas de campesino, hasta el suave algodón mezclado con finas sedas traídas desde otros mundos. Todos estaban parados en posición de firmes, frente a aquel palco de París, mientras esperaban al Rey bajo una llovizna molesta caía desde el cielo plomizo en finos hilos de plata. 
Con el pecho afuera lleno de orgullo y sus coloridos trapos al cuello esperaban, a que el Rey los expusiera como los vencedores de Croacia, al honorable servicio del colonialismo francés.
A los galantes aristócratas franceses que presenciaban la ceremonia, poco les importó la victoria de aquellos pobres granjeros vestidos de soldados, pero quedaron inmediatamente conquistados por aquel “elegante” estilo croata, maravillados con el brillante arcoíris que formaban esos trapos colgando alrededor de los pescuezos, coloridos y vivaces trozos de género bailando en la brisa de aquel encapotado día parisino.
Ese fue el día en el que unos trozos de tela flotaron sobre los cuerpos magullados de unos desconocidos hombres balcánicos, guerreros baratos, y que marcaría el nacimiento de una prenda de vestir infaltable en el armario actual de todo buen caballero, alejado, naturalmente, de la sangre, de los cerdos y de los muertos de aquellas sucias batallas.
De esa manera, aquel pedazo de trapo que viajó prendido de los cuellos de un regimiento de varones anónimos, desde las costas del Adriático a París, fue convertido en moda y presumido al mundo entero como una obra más de la gloriosa industria del buen gusto francés.
Y ahora, ante la justicia de la historia debemos reconocer entonces, que Croacia es el país madre de la corbata, así como Brasil lo es del café, Portugal del puerto, Suiza de los quesos y relojes, y que Francia es la madre de la moda prestigiosa, aunque debamos perdonarle el robo de la corbata, a los croatas.

viernes, 15 de enero de 2016

Argentinos

Estamos aquí y allá, en todos lados nosotros, todos juntos pero a la vez separados, porque así somos, gente propensa a enemistades eternas, pero también a romances perpetuos: argentinos.
Los que aguantan dentro o los que extrañamos fuera, siempre, un pueblo así grandote, como quien abraza un árbol grueso. 
País pedazo de tierra, de pampas enormes desplegadas en el sur de todas las pampas, en el final de todos los mapas, en el fondo de todas las costas de la mar.
Argentina: palabra limpia que me recuerda a mi vieja, que sugiere plata, flores amarillas, calles polvorosas de un interior profundo, cunetas, veredas, bares, plazas, un almacén para borrachos en la esquina, y un puterío de minas malogradas por la vida. 
El barrio, el tango, los muchachos, esa pequeña niña tonta por la que has vibrado en la infancia, la cumbia, el chamamé, el malambo, el punga y la gurisada. El guiso, el puchero, la cancha, y el mate verde que consuela, lavando lágrimas de risas, nostalgias o martirios, aunque no lo tomes mucho, como yo. Pero sabes que está allí, siempre esperando, y entonces tranquiliza.
Argentina es un lugar donde los vientos del oeste han forjado su cuero de montañas, protegiendo los valles fértiles del centro, y por el este el mar ha sucumbido, en las múltiples arenas de sus costas. El norte habla en guaraní, en quechua y en portugués, mientras que el sur se cae sobre el hielo, y se pierde en el mar entre brumas y neblinas, igual que en Gwynedd, Gales, el condado de Lewis jones.
Te quiero, país de la amargura y de la risa, tirado como gato panza arriba, cuna de Perón, de Sabato, de Borges, de malevos, hogar imaginario de Cortázar, de anarquistas, de corruptos y de héroes, de escritores, poetas y soldados, de milicos, de comunistas y de putas, de tilingas, de pobres diablos que sueñan con ser señores, de señores vestidos de bastardos. 
País patas arriba, cuna de payasos disfrazados de reyes y bufones, de buscavidas, de negros que se creen blancos, de blancos que sueñan con el eterno carnaval de los morochos.
Mestizos e inmigrantes conviviendo todos juntos, gitanos de múltiples caminos chupando el mismo mate, lavando el tiempo y las rencillas. El pasado.
Y entonces llega el día en el que estamos todos juntos, en despedidas o en regresos, rodeando un pozo largo o una chapa vieja en donde crujen brasas rojas, en torno a costillares tiernos de animales nobles liquidados por hombres buenos. La Argentina se convierte de un plumazo en esos gauchos que recuerdo y que conozco; estaqueadores rústicos del asado tempranero en pleno campo, armados con filos de fierro o estacas de madera. Ese es el país que desde lejos llevo pegado a mi nariz y que me gusta recordar: un país de chorizos y de carnes abiertas chorreando grasa sobre un fuego que crepita,
un país donde a veces solo la yerba es el pan de un pueblo entero, y la carne se transforma en el eterno sueño del pobrerío que espera a veces hambreado, esperando siempre en realidad, nomás.
Y también están los otros, los que sueñan desde lejos con esa peculiar comunión sabrosa de carnes y resplandores, envueltos en el tibio recuerdo de aquella humedad salada, aparentemente unidos, riendo y masticando, pelando huesos con cuchillos, al sol del campo o a la sombra de una mesa en donde reina el vino tinto, la panera y el sifón, haciendo fuerzas para pasar a la final del fútbol o del rugby o de la política o de las cartas o de lo que sea, y luego terminan siendo siempre los sub-campeones en todo, o en la mayoría de las cosas.
Argentinos: los que se las saben todas, los vivos, los cafishios, los curas, los maestros y atorrantes, los chorros y los laicos, los creyentes de la izquierda o la derecha, todos juntos pero a la vez separados.
Argentinos: gente rara criticando, egocéntricamente solidaria, gremialistas, chupamedias y obsecuentes, brutos, literatos y valientes luchadores, hidalgos, estafadores, transas y anarco-peronistas, contradicciones con patas, pavotes que calientan pavas, y que ceban espumosos brebajes. Los extraño pero a la vez los rechazo; filósofos lectores de Hesse, esperando eternamente a que todo cambie de repente, pero nunca cambia nada.Y mientras tanto votan, se van, pelean, putean, vuelven, boxean, se abrazan, se juntan y se vuelven a rechazar, eternamente. Ser argentino es extrañar siempre algo, aunque estés adentro. 
Ser argentino es estar tristedijo Cortázar.
Ser argentino es no rendirse. Es estar lejos y no decir "mañana vuelvo", porque basta con ser flojo un rato ahora y listo. Porque después se te pasa y todo sigue.
Todo pasa. Porque el que afloja pierde. Porque el aguante puede ser a veces un amigo que ni habla tu idioma pero te invita una cerveza. Y sin saberlo te ayudó a sacudir el mambo que llevas en la cabeza
Salud, compatriotas argentinos. A los que arrastraron hacia afuera la eterna pena de extrañar los laureles conseguidos por los viejos extinguidos de bigotes y galeras; y a los que siguen jurando desde adentro con gloria morir, todos los días.

jueves, 14 de enero de 2016

Don Luis


Lo conocí en un pueblito mexicano de la costa del Pacífico.
Lo llamaban Pepe, o Guadalupe, o Don Luis, o quien sabe cuantos nombres mas. 
Siempre le ponían nombres nuevos, los muchachos que llegaban con sus mochilas y sus carpas, cargando sus casitas como los caracoles.
El hombre era de un pueblito al otro lado de la sierra. Su mujer estaba allí, sola con los dos perros, porque los hijos crecieron y se habían ido.
La gente conocía ese pueblo por el nombre de Quimixto, o Boca de Tomatlán, o "ese pueblito cerca de Puerto Vallarta". Muchos pescadores locales y algunos gringos borrachos iban siempre para allá.
Lo que el viejo llamaba casa era una habitación de cuatro paredes blanqueadas con cal y una puerta que daba a la arena, a la selva y al mar. Afuera había una letrina en forma de prisma.
Su único vecino es un islero o isleño que vivía en el fondo de la maleza, cruzando plantaciones a medio día caminando, en una casita de madera.
Sus riquezas eran pocas y consistían básicamente en algunas herramientas, un sombrero de ala, un machete, un hacha y una linterna. Tenía una mesa y una silla donde escribir y comer cuando el tiempo impedía hacerlo al aire libre. Había un desastre con aspiraciones de biblioteca: tres ladrillos en cada punta sosteniendo un tablón y otros ladrillos como sujeta libros.
Imposible olvidar que tenía una hamaca por cama, que todas las noches eran frías (algunas en exceso como las de enero), que tenía un mosquitero, algunas mantas y algo que llamaba edredón: un cobertor relleno con hojas de palma. 
Debajo de la hamaca iba siempre a acostarse una perrita que lo acompaña hacía un tiempo. Era una blanquita de raza puro perro, y tenía un exceso de fidelidad. Le resulta imposible apartarla de él.
Dormía bajo la hamaca hasta en las noches mas calurosas y lo acompaña en la lancha cuando iba al pueblo. Todas sus negativas, sus falsos gritos y amenazas, morían en su mirada cariñosa.
Y así termina la enumeración de sus tesoros.

lunes, 11 de enero de 2016

Una tumba en Ginebra, Suiza


Ocurrió en un cementerio en el centro de Ginebra, sobre la orilla izquierda del Ródano. 
El gran parque verde y muy bien cuidado equivalía a una cuadra.
En el número 10 de la calle Rois la entrada estaba vacía, como solas las tumbas que en su interior reposaban, a la espera de que alguien las viera, tal vez de paso o en el apuro despiadado del individuo de hoy.
Nadie había en la entrada, nadie para preguntar siquiera donde estaba la piedra buscada. En el silencio viajaba solo el viento que venía del lago.
Un paisaje impecable, impoluto y verde, transcurría bajo la sombra de los cipreses que custodiaban aquellos mármoles grises.
En la última parcela, girando unos metros hacia occidente, me encontré parado frente a la roca robusta, marcada con el nombre de aquel viejo guerrero, soldado de las letras y erudito luchador del conocimiento. No había marcas religiosas, solo una pequeña cruz de Gales que indicaba las raíces celtas del hombre, y las fechas cronológicas del natalicio y la muerte. Una austeridad impactante flotaba en el lugar, sin posibilidad de que germine ningún dogma, enfrentándose al estrépito del mundo que se tambalea.
Sobre la cara posterior de la tumba, una antigua balada noruega rezaba una historia épica de honores y valentías: “y entonces Gram descansó entre sus hombres donde más le gustaba estar, entre aquellos guerreros que él sabía más fieles”.
En el frente y bajo el nombre del escritor, una lápida del norte de Inglaterra representaba, con torpe ejecución, a un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blandía una espada rota; todos habían arrojado sus escudos; su señor había muerto en la derrota y ellos avanzaban para hacerse matar, porque el honor les obligaba a acompañarlo.
Una reflexión me nació de esa experiencia: el triunfo de la austeridad sobre el estrépito ruidoso que rodea el entorno por nosotros habitado.
Al referirse a su deseo de epitafio, Borges había dicho: “Sólo pido las dos abstractas fechas, y el olvido que nunca es tenido en cuenta”.
Después de haber visto esa tumba de Borges en Ginebra, tan austera y solitaria, me he quedado con una única certeza...
La vanidad es el estado mental del hombre del siglo XX.

Jean Larteguy


El hombre fue un tipo distinto. 
Tan interesante por su estilo de vida como también por su obra literaria, alejada de la fragilidad y la insolencia con que los intelectuales o los religiosos abordan el tema: la guerra.
Escuché su nombre por primera vez durante mis años de joven soldado, durante una operación militar en las tierras bajas y húmedas de la selva amazónica del Perú. 
Cuando me contaron de él, yo estaba sentado en medio de un charco de barro sobre mi mochila, en el descanso de una marcha de patrulla, que es una rutina habitual entre los infantes de marina. Me lo contó mi antiguo jefe de compañía, un teniente de ascendencia italiana, bajo, macizo y de gran aptitud para el mando. El oficial habló en medio de aquella jungla acerca de ese escritor francés desconocido para mi, y me recomendó leerlo. Hoy le doy las gracias, por haberme introducido en la obra de este grande, que sin dudas ha marcado el camino de mis letras. 
El viejo Larteguy se ha transformado en un escritor injustamente olvidado, y, a causa de esa deuda histórica, hoy escribo este texto.
Jean Larteguy nació en Val de Marne (en las afueras de París), bajo el nombre real de Pierre Lucién Osty, el 5 de septiembre de 1920.
Jean fue un hombre que vivió en y para el fenómeno más monstruoso que produce el ser humano: la guerra.
Su primer y brutal contacto con la guerra lo tuvo en 1939, al ser movilizado para enfrentar a la Whermatch alemana, en el seno del ejército francés. Era ya la etapa de la debacle final, y vivió una experiencia que lo marcaría para el resto de su vida...
Por un error logístico en esos últimos y desesperados días, con un ejército francés disolviéndose caóticamente, perdió a su unidad. Una vez que ubicó a su regimiento, se dirigió allí a marchas forzadas. Iba caminando de prisa, la vista en el suelo, con su ridículo casco coronado por un pincho, cuando al doblar una curva cerrada escuchó una carcajada a la que siguieron muchas otras. Alzó la vista y quedó aterrado al descubrir que acababa de meterse en una columna de infantería alemana. Sin saber que hacer siguió caminando, mientras los nazis le sacaban fotos. Creyó que lo matarían, o que lo tomarían prisionero. Pero no, le tiraron chocolates y lo saludaron llamándolo "soldadito de plomo"
Se reincorporó a su unidad justo a tiempo para la firma de la rendición francesa.
Sería inútil hacer un resumen del resto de sus actividades: escapó a España en 1942, donde fue apresado; logró escapar y unirse a De Gaulle, se entrenó como comando en el legendario Orde Wingate (el padre de las fuerzas especiales), peleó en mas batallas de las que pueden contarse. Una vez retirado, no pudo adaptarse a la vida civil: tenía inoculado el virus de la guerra. Fue corresponsal en Vietnam, Indochina, Argelia, Corea, Latinoamérica, y un brillante escritor.
Todos los que alguna vez leímos a Larteguy, nunca podremos olvidar el vibrante relato de la vida en el frente, las penurias de los combatientes, la solidaridad y el honor, el hastío, la amistad nacida en una trinchera, la desgracia sin gloria de una última hora bajo la lluvia. Como tampoco olvidaremos la romántica aventura de las expediciones coloniales, vistas con los ojos de simples granjeros transformados en soldados.
Una fría tarde de enero, cuando vagaba por las calles heladas de París, me dí de frente con el lugar donde vivió sus últimos años y murió, en 2011. Era el "Hotel de los inválidos", justo bajo la tumba de Napoleón, donde pude ver la gran plaza de armas que él contempló tantas veces. 
Una emoción inexplicable atenazó mi garganta, y supe que su marcial espíritu habitaba eternamente en esos claustros militares que serán, tal vez y para siempre, el último bastión del soldado internacional.
Gracias por tantas letras, querido y olvidado Jean.

domingo, 10 de enero de 2016

Vicki


Ocurrió en Belice.
Vicki tenía la belleza indolente de las mujeres del trópico. En un bar la vi, y me regaló una sonrisa. 
Furtiva y exótica, indomable y curiosa, mitad caoba y mitad humana, ébano hermoso traído desde lejos en barcos de madera, barcos de negros, barcos de nadie. 
Sus antepasados embarcaron en las carabelas y en los galeones de los corsarios dueños de la tierra y de todos los humanos que en ella habitaban.
Viajaban empujados por esos caporales blancos (portugueses, españoles o franceses), que azotaban sus espaldas con lonjas de cuero, encadenados unos a otros como animales, semidesnudos todos ellos, con los músculos al viento y el plexo cubierto por perlas de sudor, perlas de plata. Era la humedad producida por el miedo.
Zarpaban desde la isla de Gorée, en Senegal, la puerta sin retorno para los esclavos africanos con un destino incierto rumbo a las Américas y a Europa.
Y así llegaban atados, sufriendo, muriendo, sobreviviendo, a las costas del Caribe. Y plantaban allí su semilla, y revivían sus costumbres, y se movían con su danza, y practicaban su credo.
Belice es, desde hace siglos, uno de los enclaves para estos inmigrantes, forzados pobladores de una tierra semejante al paraíso, o al infierno.
Las mujeres de ese lugar casi siempre regalan sonrisas, porque (como en África), en el trópico habita la luz, y la luz es vida, y la luz es alegría y es esperanza.
Los días son largos, y el sol cae vertical sobre la cabeza y sobre el alma de la gente.
Las noches son calientes, mas de lo soportable, y las mujeres en los burdeles, siempre receptivas, se paran en los umbrales de las puertas a esperar hombres con las piernas cruzadas, los labios abiertos y una mirada cómplice con extraños aires asiáticos.

Marcela

Ocurrió en Santa María Sacatepéquez, Guatemala.
Eran los primeros días de noviembre. No muy lejos de ahí, se sabía que el verano había empezado a morir. El calor estaba impregnado por un olor rico a tierra mojada, y se anunciaba que pronto las lluvias caerían como disparos de fusil, y que las ceibas se quedarían desnudas de hojas.
No muy lejos de ahí, una ciudad olía a tortillas grasientas y a comidas hechas con maíz. El invierno llegaba. Se acortaban los días.
Yo había llegado ahí más por necesidad que por gusto. Medio escapado, medio curioso, me  sorprendió la cara de un indio que cantaba en un idioma raro, bajo el alero de una parada de camiones.
Caminé entre las sucias calles del mercado y ví, a lo lejos, un opaco rancherío de latas herrumbradas. Ahí les dicen chabolas, lo que en Brasil se llaman favelas, y en mi país villas miseria.
Entonces la vi jugando con una ruedita frente a una pared amarilla, color de mostaza. Si Marcela pudiera, me contaría que en su barrio los niños no tienen domingos, ni copas de leche, ni juguetes, ni zapatos. Me contaría que eso es duro de llevar, pero es duro solamente durante el día porque a la noche es mas fácil, cuando el sueño oculta el hambre. Además, Marcela me diría que la noche es mejor no mirarla desde allá, porque no vale la pena.
Si Marcela pudiera, me contaría que es hija de campesinos que han sido brutalmente arrancados de la tierra y se han desintegrado en la ciudad. Y me contaría que entre la cuna y la tumba, el hambre, las enfermedades o las balas, abrevian el viaje.
Marcela cantaba, saludaba a una mariposa. Ella no entendía cosas de grandes, de política, de religión, de malicia. No necesitaba nada de eso en su pequeño universo de colores.
Marcela solo fruncía el ceño cuando la panza le hacía ruidos raros o la mariposa volaba muy alto.
Tenía tres años. Esa es la edad en la que somos todos paganos, y en la que somos todos poetas.

Guadalajara es beto Rodriguez


Ocurrió en Guadalajara, México.
Recuerdo que una noche vi esta foto pegada en un cartel del bulevar de la avenida Chapultepec. Y entonces ahora todo se me viene a la cabeza nuevamente y por eso lo estoy contando, porque por un momento siento que estoy allí de nuevo. Es que a esa ciudad, en esa parte del mundo, la siento siempre como mi casa, aunque me haya ido hace un tiempo.
Chapultepec era una avenida de dos carriles, corta pero muy viva, con muchos bares y tabernas bulliciosas que en la penumbra de las noches encendían sus lucecillas de colores, llenos de música de mariachi, de rumbas cubanas o de violines gitanos. Allí se tomaba mucho tequila y se comía cosas exquisitas, mientras se charlaba amigablemente.
Mexicanos y gente de todo el mundo hablaban de la vida, hacían sus negocios o urdían sus intrigas sentados en aquellos lugares, fumando y hablando en sus lenguas, jergas o dialectos. Y abajo, en la calle, se mezclaban las señoras y señores acartonados con los nativos huicholes que vendían artesanías, las muchachas bellas de pasos apurados con los vagos tatuados de cráneos rapados venidos de los barrios que guiñaban los ojos y levantaban sus cabeza al cielo, y los autos de lujo con las manos anónimas de marcados por la vida que pedían monedas, manos negras como las garras de un águila, agradecidas de que el sol se hubiera vuelto a poner.
Toda esa gente iba y venía por los andadores llenos de árboles de tabachines añejos y de jacarandáes en los camellones. Señoras gordas ofrecían tacos grasientos en las esquinas, y los aromas del cilantro, de las flores de jamaica, de las tortillas de maíz y de los frijoles, inundaban el aire del lugar.
Era un sitio de juegos pintorescos y de divagaciones coloridas, de gente bailando ritmos caribeños los miércoles por la tarde, y de chicas y muchachos que hacía malabares con sus patinetas, escuchando música en sus grandes casseteras al estilo de los 90s.
La noche que vi este cartel en la avenida me dio risa de verlo ahí pegado, porque el tipo de la foto, el muchacho de los bigotes a lo Zapata, era mi amigo, y porque cuando uno conoce a una persona así de sencilla y de risueña siempre lo asocia con eso: con que la vida tuya y la de tus pares es siempre anónima y tranquila, y que parece tan raro que en ese entorno personal todos pongan atención. Es como imaginarse a uno mismo actuando en una película.
Las miles de personas que pasaban se paraban a leer el mensaje escrito allí en la foto, y hoy lo comparto para que todos los lectores de este lado del mundo también lo puedan ver.
Si ahora lo tuviera al amigo beto enfrente le diría gracias, por hacerme recordar con esta foto el tiempo vivido en aquella bella ciudad suya.
Este es uno de los agradables recuerdos que me quedan de tantos caminos andados, y de la buena gente que me ha tocado conocer.

sábado, 9 de enero de 2016

Guatemala: el fracaso de una revolución


Guatemala es un país pequeño pero muy fértil y productivo. Es una de las primeras exportadoras mundiales de café, después de Colombia. Exporta bananas, alimentos, oro y frutas al resto del mundo. En las regiones del norte existe una vasta zona cañera que produce azúcar de exportación. Pero Guatemala es también un país en lucha permanente, sobreviviente de una guerra civil que duró 36 años. Guatemala sonríe y mira hacia el futuro con alegría.
La guerrilla guatemalteca, tal como me lo contaron unos soldados que hacían guardia en un puente, ha sido aplastada, apabullada por el ejército. Su accionar se limita a unas pocas zonas montañosas, de población indígena principalmente, cuya importancia es mínima en la economía nacional.
La guerrilla, otrora popular entre los indígenas y muchos ladinos, ha ido siendo reemplazada por la convivencia pacifica con el vencedor, el ejército. Lo cierto es que en Guatemala todo lo que parece tener arraigo popular tiene un futuro definido: el fracaso.
Ya sea la guerrilla, ya sea la selección de fútbol en las eliminatorias para Italia 90, huelgas de maestros o elecciones, se ven truncadas en la mitad de lo que pareciera ser un triunfo, al menos parcial.
Militares, la selección de fútbol de Trinidad y Tobago, las compañías fruteras y las cafeteras, se encargan de sumir al país una y otra vez en un profundo sentimiento de derrota nacional, de paz y orden obligados.
Guatemala es un país que no se ha visto, ni feliz ni tristemente, alterado por ninguna situación que haga a la gente olvidar sus problemas alimentarios, económicos, religiosos, de identidad, de salud y raza, por años.
“Todo lo que sucede a cierta gente uno lo ha visto en películas malas”, escribió una vez el mexicano Eugenio Partida. Y es verdad. Esta parte de Centroamérica se refleja en esas palabras.
La doctrina del ejército guatemalteco (como el resto de las doctrinas de los ejércitos de toda América Latina), es una bajada de línea directa de la política colonialista y neo liberal de Estados Unidos.
La guerra civil en Guatemala duró 36 años y desangró a los más desprotegidos: los nativos y los pobres, la mayoría del país.
Antes de salir de nuevo a vagabundear por los caminos de esta apasionante región, me entrevisté con mi amigo Fernando Cruz Valdez en Antigua. El es un reconocido veterinario y un estudioso de la historia de Guatemala. Me contó algo mas acerca de estos sucesos…
El inicio del conflicto data de 1954. Una invasión dirigida por el coronel Carlos Castillo Armas; con el apoyo de la United Fruit Company pero organizada por la CIA de los Estado Unidos, derrocó a Jacobo Arbenz, uno de los gobiernos mas democráticos y mas populares en la historia del país. Este lamentable hecho otorgo poder a los militares y desde entonces jugaron un papel importante en la política de la nación. El nuevo gobierno se dedico a destruir organizaciones sociales, lideres campesinos, dirigentes de sindicatos, hombres y mujeres intelectuales, universitarios y todo el que se oponía en contra del régimen.
La revolución tendría lugar 6 años mas tarde (concretamente el 13 de noviembre de 1960 según la historia del conflicto armado que duraría 36 años).
Inició oficialmente, cuando un grupo de oficiales del ejército (la mayoría entrenados por Estados Unidos en la temible Escuela de las Américas), intentaron llevar a cabo un golpe de estado en contra del general Miguel Ydigoras Fuentes, quien gobernaba a Guatemala en ese año. Ese intento fue un rotundo fracaso.
Los oficiales descontentos ayudaron a formar el movimiento revolucionario moderno, motivado por el triunfo de Fidel Castro en Cuba que ocurrió en 1959.
Muchos de estos movimientos consideraron la gran posibilidad de triunfar en Guatemala, en Centroamérica y en toda América Latina. Por eso se dice que Guatemala fue la chispa que encendió la región. En respuesta al nuevo movimiento revolucionario, el Estado se convirtió en CONTRAINSURGENTE y se transformó en un enemigo para el pueblo, especialmente los que deseaban el cambio y los que brindaban apoyo a los nuevos movimientos que, en teoría, tenían su fundamento en la justicia social.
Las sierras selváticas de la Guatemala profunda, se convirtieron entonces en el Vietnam sudamericano, en una especie de laboratorio que la CIA mantuvo en la región, con el pretexto de erradicar el comunismo internacional en esta parte del mundo.
Los “boinas verdes” del ejército norteamericano (fuerzas especiales dedicadas a la propaganda política y a la guerra psicológica), hicieron un trabajo similar al realizado en las regiones montañosas del Vietnam central. 
Se instalaban en pequeños grupos de 10 o 12 hombres bien entrenados y equipados en las regiones indígenas alejadas de los centros urbanos y tomaban contacto con los líderes de las comunidades. De ese modo, permanecían por largos períodos conviviendo con lo nativos, aprendiendo su cultura, curando a sus enfermos y proporcionando apoyo a la gente. Se ganaban su estima y, como decían en Vietnam: “ganar corazones y mentes para propiciar la lucha armada”.
El proceso era arduo y tedioso pero al final, lograban que las comunidades colaboren con ellos.
A partir de ahí comenzaba el proceso de entrenamiento militar.
La operación de contrainsurgencia montada por la CIA en Guatemala tuvo por nombre código “GOLF”.

Guatemala: una ruta en Centroamérica




Es la primera vez que pongo un pie en Centroamérica y me siento un poco extraño, todo parece sorprenderme. 
La experiencia de este nuevo viaje me produce un fuerte flujo de adrenalina, pero la sensación de lejanía ya me ha abandonado el cuerpo hace tiempo.
He estado en pueblos que huelen a tortillas grasientas y aromas de jazmín. Están rodeados de cerros cubiertos de selva y desde arriba se ve como si una gran manta verde y arrugada los cubriera. En la montaña puede uno volverse verde con los infinitos verdes de las plantas. La selva disfraza, la ciudad despoja.
Ahora viajo por una ruta guatemalteca desde Antigua hacia el oriente, rumbo a Nicaragua. Mi cabeza se mantiene alerta, preparada para lo inesperado.
De nuevo voy trepado en un vehículo todo pintado de colores, haciendo malabares para caber con mi mochila, y evitar pisar a alguien.
La gente viste ropas coloridas pero en sus rostros se refleja el profundo abismo de la necesidad. Surcos en las caras y ojos oscuros que miran hacia abajo cuando los veo.

En un asiento de atrás va sentado un tipo con aspecto de neonazi. Se nota que es extranjero. Tiene el pelo rubio cortado al rape y una cicatriz que le cruza la cara huesuda. Bien podría ser un mercenario. El resto del pasaje es nativo de la etnia cakchiquel y hablan ese idioma tan alejado de mi mundo.
Voy en busca de las historias que la sierra tiene guardadas. Historias de una región siempre muda y reprimida, porque en Guatemala hubo una cruenta guerra civil hace no mucho tiempo, que suprimió miles de voces sepultadas bajo toneladas de la tierra mas pesada que pueda existir. Es la tierra de la impunidad.
El colectivo vuela sobre el asfalto serpenteando el abismo de las montañas y cada tanto se detiene para subir o bajar pasajeros. Suben  señoras vestida con telas color turquesa y rosa chillón, y hombres descalzos llevando canastos cargado con pollos vivos que cantan y cacarean en una sinfonía desastrosa. Observo la escena curioso e impasible.
A pocos kilómetros de llegar al pueblo Santa María, veo una columna de vehículos militares detenidos al costado del camino. Es una patrulla del ejército guatemalteco.
Los músculos tensos de mis piernas no impiden que me baje de un salto y me acerque a ellos. De inmediato reconozco las armas, las botas, los equipos, las miradas tensas, y percibo el sentimiento de un sargento que fuma nervioso. Reconozco en ellos el tedio de esperar. Porque siempre es lo mismo en cualquier parte del mundo: no importa a que país pertenezca el soldado, la espera es siempre el peor enemigo, porque te obliga a pensar.
Hace demasiado calor para vestir esas botas y esos gruesos uniformes camuflados y, a pesar de la ametralladora MAG que hace el papel de tercer ojo sobre el techo del camión, me acerco y se los hago saber amablemente (una conversación simple para romper el hielo). Pero esos muchachos de 17 años, al igual que otros miles que también sirven en el servicio militar guatemalteco durante dos años y medio, están orgullosos de vestir esos sudados y arcaicamente diseñados uniformes de hule verde, mientras protegen este puente rural construido por el gobierno 8 años atrás.
Una banda de municiones calibre 7,62 chorrea plomo por un costado del vehículo, y me resulta una imagen muy familiar.
La verdad es que si la guerrilla todavía existiera y hubiese querido, habría podido poner una bomba en la base misma de los cimientos, a 50 metros de distancia, escondidos entre los árboles, sin que nosotros lo hubiésemos siquiera notado. Podríamos estar volando a la mierda en mil pedazos ahora, pero en vez de eso sólo se escucha el canto de los pájaros.
Mi jóvenes amigos, sin embargo, atribuyen la invulnerabilidad de este puente a otras razones, “Si no fuera por lo bien preparado de nuestro ejército, la guerrilla ya habría instaurado el régimen comunista, como en Nicaragua, o como le va a pasar a El Salvador si siguen jodiendo”
Levantando los brazos me despido de los soldados de la patrulla y regreso a la ruta a hacer auto-stop rumbo al pueblo.
Busco algún medio de transporte que me saque de este páramo verde y desolado. Pasa un niño montado en un burro llevando cañas sobre su lomo. El animal avanza con la cabeza abajo, doblado por el peso.
Un viejo sucio con aspecto anglosajón se detiene y se ofrece a llevarme. Habla un mal castellano y supongo que es norteamericano. Me cuenta que lleva muchos años viviendo en el país y no se porqué vuelvo a pensar en los “boinas verdes”. Después de todo y a pesar de que ya callaron las armas, la invasión extranjera continúa en Guatemala.


Llegando a México


El sol cae a plomo sobre toda la explanada del aeropuerto.
Los aviones deambulan, grises, por una pista llena de pájaros metálicos que quieren escapar del calor. Algo llama mi atención en una librería. La sociedad se refleja en las vidrieras tapizadas por las tapas de los libros. El problema de la violencia es noticia de última hora, pero también es un gran negocio.
Tras el vidrio del comercio leo títulos muy gráficos: “Estamos hasta la madre”, “Confesiones de un narco”, “Hielo negro”, “El cartel de Jalisco”…
Una publicidad gigante anuncia:“BIENVENIDO A LA TIERRA DEL TEQUILA”.
Mochila al hombro, voy por el camino de salida hacia el mediodía luminoso. Más allá de la oficina de migraciones, veo un brazo levantado y un puño cerrado agitándose al viento.
Es mi bienvenida, también un reencuentro muy esperado, de esos que tienen sabor a viejo, a una vida pasada y a un nuevo comienzo.
Emociones inundan la mente y el abrazo con un hermano marca el comienzo de un día distinto, cargado de expectativas.
La ciudad es considerada la más emblemática de México, porque le dio al país una imagen y un icono.
Del estado de Jalisco son originarios el Mariachi, el Tequila y la Charrería y su capital es ésta ciudad, Guadalajara.
Viajamos hacia el centro de la ciudad con las mochilas cargadas en una camioneta color azul. Autopistas gigantes se entrelazan en una maraña de acero y cemento.
Contrastan con portales coloniales de estilo español y planteras de arcilla de las que cuelgan ramas con floridos colores.
Todo tiene color rojo, blanco y verde. Las muchachas lucen cintas con colores patrios en las cabezas y regalan sonrisas amables.
Los puestos callejeros venden comidas típicas y refrescos variados a precio económico.
En los mercados se sienten los verdaderos sabores locales. Burritos, tortas ahogadas, tacos, toritos y aguas de jamaica, son una fiesta de alegría para un paladar forastero.
Caminando por las calles, el viajero echa a volar la imaginación.
De repente pareciera que el tiempo se detiene y las imágenes traen a la memoria la figura de “El Zorro” caminando por tejados rojos perseguido por soldados de sombrero ancho y espadas de plata.
En el centro de la ciudad se mezclan elementos de tiempos lejanos.
Catedrales españolas se levantan con sus enormes torres y campanas, moles de arenisca barroca que emulan a la Basílica de San Pedro, y en la vereda del frente, cuelgan ropas de balcones con rejas de hierro forjado secándose al viendo, bailando en la brisa.
Es la mitad del mes de septiembre, vísperas de la Independencia y el pueblo entero está de fiesta.
La noche del 16, la ciudad se viste de sombreros y bigotes para celebrar, con ríos de tequila, el aniversario de “EL GRITO”, la proclama insurreccional que el cura Manuel Hidalgo pregonó al pueblo reunido en una plaza, incitándolo a revelarse contra la autoridad española en 1810, dando así el origen al proceso de Independencia.
Ahora, sentado en en pequeño escritorio frente a una ventanita luminosa, escribo estas notas mientras escucho el bullicio de las calles, y siento los olores de las tortillas de maíz.
Desde un cuadro que cuelga en la pared me observa, inquisidor, el rostro de Pancho Villa, apuntando con su índice derecho en busca de simpatías para su causa revolucionaria.
Esa es otra historia apasionante y todavía desconocida para mi.
Pronto me iré metiendo bajo la piel de su vida, buscando, como siempre, ese sabor a aventura que me hace sentir tan vivo.