"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

lunes, 17 de octubre de 2016

Fundación de la nostalgia


Querida vieja.
Te recuerdo en la distancia, nuevamente, con el calor de un hombre agradecido por haber recibido de vos, la vida. 
Te doy entonces el beso de rigor y el abrazo sempiterno, para que viajen juntos a través del mar y del viento frío de este octubre que ya comienza a sentirse, y que lleguen hasta tu casa, allá por los caminos donde la tierra se transforma en una lengua roja que parte la selva y el monte en dos. Aquí está, escribiéndote de nuevo, el hijo tuyo inquieto y que por el gusto o el azar se ha convertido en buscavidas, en trotamundo, en inmigrante.
Aquí estoy, unos cuantos kilómetros más lejos y algunos años mas viejo, en la continuación de esta vida que ya lleva mas de diez años, entre todos los caminos que las piernas supieron aguantar, la cabeza razonar y el cuerpo responder.
Continúo con esta costumbre epistolar de escribir las novedades que acontecen en mis días, y así extiendo la bitácora iniciada hace ya bastante tiempo, que comenzó tal vez con aquellos relatos cotidianos del campo argentino, muy al sur de la provincia de Buenos Aires, cuando iniciaba este largo viaje.
Ha pasado el tiempo de las novedades desde América Latina, donde te conté (tal vez tardíamente debido al aislamiento geográfico o la situación del momento), acerca de los sucesos personales, sociales y políticos que acontecieron durante mi estadía en el Perú, en México, en Guatemala, y de los que he tomado parte durante mi paso por los caminos de aquellas ya entrañables tierras.
Sabes que la actualidad me encuentra nuevamente en Europa, intentando adaptarme a la nueva cultura, al sistema de trabajo y al nuevo idioma, que por tener su raíz germánica distinta a la de mi lengua madre, me resulta algo difícil aunque no imposible de aprender. Lo tomo siempre como un desafío que me motiva a continuar.
Ayer, mientras caminaba por una calle de piedra barrida por el viento, con las manos en los bolsillos y la cabeza hundida en la gorra de lana, intenté recordar cuantas veces pensé en vos en situaciones similares, y la verdad es que no pude responderme.
Bien sabes de mis luchas y de mis fortalezas, y de que no soy ni Cristo ni filántropo, pero tampoco un marginal al filo de la ley, que por lo tanto solo vivo como puedo y sin joder mucho a casi nadie (plagiando una frase de Twain). Me encuentro mas cerca de ser un condotiero del siglo XX que un tipo ramplón, cobarde y menguado, miedoso de su autosuficiencia.
Entonces, pensando en eso se me vino a la cabeza un recuerdo de hace muchos años, de cuando era soldado y te pensaba en el día de un cumpleaños tuyo y yo estaba lejos, como siempre.
Ocurrió en la selva amazónica, cerca de un río marrón, justo en la frontera entre Perú y Colombia. Yo me había recostado para descansar y pensar un poco. Era de madrugada. Recién había largado mi turno de guardia y como almohada tenía una mochila. Con las botas puestas y el fusil recostado a un lado, cerca de la mano, pensaba y aspiraba los humos de un cigarrillo ajeno y del fogón cercano. Afuera, alrededor del humo y de los pensamientos, el mes de julio se engañaba a sí mismo fingiendo que era febrero y había una tormenta de lluvia, rayos y truenos que logró lo que parecía imposible: hacer callar a los grillos.
Pero yo no estaba pensando en la lluvia, no estaba tratando de adivinar cuál de los relámpagos que rasguñaba la tela de la noche sería el de la muerte, ni siquiera me preocupaba de que el poncho de nylon que cubría mi refugio fuese demasiado pequeño, ni que se mojara la orilla de la hamaca. Habíamos hecho, con los compañeros, un camastro de ramas y horcones, amarrados con bejucos y lianas. Lo hicimos porque lo usábamos de piso seco, de bodega y, a veces, para dormir. En la hamaca no me acomodaba o me acomodaba demasiado, me quedaba muy dormido y el sueño profundo era un lujo que, allá, se podía pagar muy caro. En la cama de varillas de palo uno estaba lo suficientemente incómodo como para que el sueño fuera apenas un pestañazo.
No, no me preocupaba ni la noche, ni la lluvia, ni los truenos. Me preocupaba saber como podía hacerte llegar una tacita de cerámica que te había comprado en el mercado de un pueblo nativo, y que tenía en el costado un lindo dibujito del Macchu Picchu. Me preocupaba pensar en que se iba a romper antes de llegar a tus manos.
Esa madrugada te escribí unas líneas en el cartón de una caja de ración. Te escribí a la luz de un cabito de vela que cargaba en la mochila.

Pero eso ya pasó y fue hace mucho tiempo. Hoy te envío, desde esta costa del Atlántico, un beso muy grande, mis mejores deseos de felicidad y la seguridad de que en la distancia siempre estas conmigo.
Con cariño, tu hijo; el de la cabeza dura y la salud de hierro.