"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

viernes, 26 de mayo de 2017

Dos viejos en un bar

El otro día estaba en un bar con unos amigos y frente a la barra había una mesa con dos hombres mayores sentados a ella. Se veían elegantes y noté que hablaban español. Entonces afiné el oído. Comencé a escuchar la charla de aquellos dos tipos por simple curiosidad, para saber lo que decían y si me enteraba de algo. Hablaban de cultura. Ya saben; de libros, de escritores, de historia y cosas así. Y en un momento dado, uno de los  viejos le dice al otro: "Oye, no saquemos ese tema ahora, no busquemos polémica, porque la cultura y la erudición por sí solas no nos hacen mejores personas". Entonces volví a pensar en situaciones que ya había visto antes. En aquella actitud tan cobarde, por ejemplo, de no querer opinar acerca de cierto asunto para no crear polémica. En la miserable posición de no arriesgarse nunca y de conformarse, de quedarse pasivo y tan tranquilo mientras se te viene encima el caos del mundo. Son actitudes despreciables que a veces tienen los seres humanos y que no me gustan para nada. Las detesto.
Y así fue como caí en cuenta de que la confrontación sirve y mucho, simplemente porque la polémica nos brinda una posibilidad única de ejercer nuestro legítimo derecho a expresar lo que pensamos. Eso significa que estamos vivos. Indica que somos seres inteligentes y no animales descerebrados o sometidos al yugo de una manada gregaria. Confrontar con inteligencia es sinónimo de cultura. Es un ejercicio muy útil que sirve para entrenar la cabeza, afinar la mirada y afrontar la vida.
La cultura debería de ser siempre la herramienta de la confrontación. Sirve, por ejemplo, para no gritar cuando se cae un avión. Y pensando en eso me acordé de una anécdota. Un día iba volando de Cuidad de México a Frankfurt. Cuando subí al avión, sabía que se podía caer, porque soy razonablemente culto, como cualquiera con un mínimo de vida y lecturas, y sabía que según la ley de la gravedad las cosas que pesan se caen. A veces se caen. Y cada Titanic tiene su iceberg. Porque he leído, y eso es ser culto: saber que cada Titanic tiene su iceberg o que cada avión se puede caer. Y ese día, volando en ese avión cayó un rayo, y al perder altura la gente empezó a gritar, y yo me dije: "que estupidez, estos idiotas gritando, no sé de qué se sorprenden, si los aviones se caen, ¿qué esperaban? Me voy a morir entre gente gritando, que forma más idiota de morir". ¿Por qué no grité yo? Porque sabía que los aviones se caen, y esos bobos creían de verdad que el avión no se iba a caer nunca. Suben al Titanic pensando que no se va a hundir. Lo creen de verdad. Creen que el auto en el que viajan no se va a estrellar contra el árbol, creen que son inmortales. Y la cultura te permite saber que no lo eres. La cultura da una actitud responsable y madura frente a la vida y la muerte. La parte positiva de la cultura es que, cuando llegan los bárbaros, tú estás en la pequeña biblioteca hecha de libros interesantes que has podido conseguir, apoyado en la ventana, viendo cómo gritan allá abajo los malevos que antes se las daban de guapos, y las vecinas chusmas, y ves cómo las violan, cómo arde Roma, y todo el mundo gritando, y tú dices: "Pero idiotas, ¿qué esperaban? Los bárbaros hacen estas cosas. Si hubieran leído sabrían que tarde o temprano pasan estas cosas". 
Algunos relacionan cultura con algo parecido al estoicismo. Pero se confunden. Es que no es estoicismo, es lucidez, es decir: sé que me voy a morir y lo acepto sin chistar. Punto. He visto países castigados por la guerra, gente muriendo de hambre, crueldad, violencia, y todo eso. Aquello ha sido una escuela magnífica. La guerra es un lugar donde florecen los hijos de puta, pero también es una escuela de lucidez extraordinaria. No hay nada como la guerra para ver lo que es la vida de verdad. No hay nada como ver al ser humano usando la violencia para ver lo que es la vida de verdad. Y me refiero a sitios como México, Perú, Bosnia o la frontera entre Birmania y Tailandia, para que nos vayamos entendiendo. Entonces llegas allí y te dices que tal vez vas a morir, que todos vamos a morir, y lo aceptas con lucidez.
Volviendo a los viejitos del bar. Si aquel señor elegante, sentado frente a mi con las piernas cruzadas, la camisa planchada, la gorra Stetson ladeada sobre la ceja izquierda y saboreando su pinta de Guinness pudiera leer esta nota, le diría lo siguiente, con todo el respeto que se merece: "es verdad señor, un tipo que confronta quizá pueda ser tan pasivo y conformista como un cobarde. O incluso más". 
La polémica no nos hace mejores personas, es verdad, pero en todo caso actúa como un analgésico frente a la epidemia de la estupidez. Nos reconforta, y a veces nos sirve para ser un poco más lúcidos.

viernes, 19 de mayo de 2017

Fronteras

Nunca ha sido fácil cruzar una frontera. Y a menudo cruzarla resulta peligroso. Es algo que puede costarte la vida; para algunos es la barrera entre la vida y la muerte. En Alsacia, Francia, por ejemplo, hay un cementerio lleno de gente que nunca lo logró. Los quemaron apilados como leña, luego de matarlos a palos o en cámaras de gas. Vi ese cementerio con mis propios ojos, nadie me lo contó.
En Bosnia, en el Perú, en Laos o en Cabo Verde  siempre vi lo mismo; personas secuestradas por la violencia de una frontera impuesta por la guerra, diferentes tipos de guerras. Pero a la vez, en aquellos lugares tan dispares entre sí, se repetía a menudo una constante: la esperanza dibujada en forma de sonrisas en la cara de la gente. Entonces me dí cuenta de que todos los seres humanos éramos exactamente iguales entre nosotros, sin importar el color, ni la raza, ni la fe, ni la orientación sexual, ni la geografía.
Las fronteras se protegen casi siempre con armas, y en ellas se exigen documentos para pasar al otro lado. Durante la guerra fría, a toda esa enorme franja de tierra que quedaba entre Polonia (en el oeste), y el Mar de Ojost (en el este), la llamaban "cortina de hierro", porque era una frontera que, más que países, separaba mundos opuestos. 
El Mar Mediterráneo es ahora una gran frontera en la que muchos mueren ahogados al intentar pasar de África a Europa. También sucede lo mismo con los latinoamericanos que se aventuran desde México a EE. UU. Africanos y mexicanos tienen entonces algo en común: son personas que están dispuestas a morir en el mar o en el desierto porque buscan algo. Llevo algún tiempo viéndoles pasar frente a mí; son recuerdos en forma de malas fotos que llevo pegadas en mi memoria. Aquellos pobres infelices que todavía veo al cerrar los ojos: hombres, mujeres y niños trotando, encorvados bajo el implacable sol, una columna irregular como de hormigas, tratando de esquivar las balas de los cazadores de fortuna y las patrullas de la "migra". Vi aquello cuando viví en México, a un paso de los pinches gringos.
He viajado por muchos países, incluidos árabes, asiáticos y africanos. Conocí a mucha gente. De todos ellos he aprendido siempre algo muy básico: la política mal ejercida (igual que la religión), es la peor herramienta de sometimiento inventada por el hombre para obtener el poder. El nacionalismo trae la guerra; y el socialismo la pobreza. 
Aunque sigo conservando mi pasaporte argentino ya no sé muy bien de dónde soy. Dejé de creer en dogmas que antes eran para mi verdades supremas. Mi país, el que hoy me alimenta y me sostiene, lo componen barrios donde la gente habla distintos idiomas, casas de varios colores, el aroma de la comida que me gusta, muchos libros, algunas películas, música de blues y Jazz, algunos objetos que siempre quiero tener a mano, bares, restaurantes, islas como Chipre y Mallorca, el pueblito mexicano de San Pancho, la playita de Xametla, perdida en algún lugar de la costa del Pacífico, personas vivas y muertas, y, por supuesto, algunas mujeres memorables.
Tengo un síndrome llamado “inmigrante crónico”. Su síntoma principal es una sensación de no estar en ningún lado pero a la vez estar en todos. Es la paz y la alegría de saber que solo seré feliz en ese lugar creado por mi propia mente, con todos aquellos sitios, gentes y experiencias que anteriormente conocí, con todos los libros que leí. 
El "síndrome del inmigrante crónico" me libra del flagelo de las fronteras. Es la enfermedad que me salva la vida.
Buen fin de semana.

jueves, 11 de mayo de 2017

Fantasmas del pasado

Gracias a esta fascinante herramienta con que contamos hoy, llamada tecnología, finalmente logré dar con este material donde se ve lo que viví personalmente en la isla de Chipre, durante mi despliegue de 6 meses junto a los cascos azules de la ONU.
En el año 2005, las pequeñas localidades de Denia y Mamari (ubicadas a ambos lados de un valle donde teníamos nuestro puesto de observación y base de patrulla), eran semejantes a otros pequeños pueblos de Chipre situados en las zonas de cultivo: una calle principal con sus tres cafés, su círculo de antiguos combatientes, y algunos almacenes griegos y otros turcos enfrentados mutuamente.
Por todas partes había alambradas que delimitaban campos minados y los musulmanes caminaban deslizándose pegados a las paredes, evitando tropezarse de frente con los cristianos ortodoxos. El odio entre ellos se había vuelto una cosa viva, palpable, y tenía su olor y sus costumbres particulares; por las noches gruñía en las calles desiertas como un perro hambriento. Pero pocos veían eso.
Entre aquellos campesinos civiles y nosotros, soldados de la ONU, había trincheras y puestos militares turcos y griegos, con sus bolsas de arena apiladas sobre las posiciones, sus camiones, sus torres de vigilancia erizadas de altavoces, y sus guerreros equipados con cascos y fusiles, gente convencida y dispuesta a matarse ante la primera provocación del vecino.
Lejos de nuestro país de origen, nosotros habíamos encontrado una patria artificial en la amistad de esos granjeros orgullosos, y en los brazos de aquellas mujeres de ojos almendrados.
Hace algo más de una década estuve allí, trabajando en nombre de una paz que nunca llegó. Porque el conflicto continúa todavía hoy, en silencio, convirtiendo a la capital, Nicosia, en la última ciudad dividida de Europa. 
Tengo la esperanza de que, algún día, en aquel rincón tan hermoso del mundo vuelvan a reinar la calma y la tolerancia verdaderas. Pero siendo muy sincero, realmente no se si eso vaya a suceder alguna vez.
La crueldad y la guerra son las dos únicas formas que, a mi juicio, permiten observar el mundo de manera más clara y objetiva, porque la violencia es el estado natural donde el ser humano se muestra más sincero, más transparente, más vulnerable y a la vez más receptivo. De la maldad se aprende y mucho, porque es la esencia más primitiva y fundamental de todos los individuos, o sea, de todos nosotros.

Este documental es la otra cara de un Chipre que las agencias de turismo nunca van a promocionar, simplemente porque este tipo de historias no vende.