"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Déjenlos en paz


Escribo esto cuando se cumple un año y dos días de la desaparición del submarino ARA San Juan de la Armada Argentina, en algún lugar del Océano Atlántico Sur, mientras navegaba cumpliendo una misión naval desde su puerto de origen, en Ushuaia, rumbo a su destino final, Mar del Plata, al que nunca llegó. Ayer, felizmente, han hallado la nave.
Desde el momento en que se informó sobre su desaparición, hubo en Argentina una abundante ración de reacciones y declaraciones pintorescas por parte de políticos, tertulianos de bar y ciudadanos comunes, particulares en general, que enviaban sus mensajes a la prensa o a las redes sociales. Porque es extraño que en Argentina alguien relacione el silencio con el respeto y la honra a los muertos, y mucho menos si esos muertos son militares que han dado la vida por su país. Nadie guardó silencio; ni por falta de opinión formada, ni por perplejidad, ni por prudencia. Todos opinaron por las dudas, como siempre suele ocurrir en cualquier tema, porque lo más habitual es que el argentino se llene primero la boca (o mejor dicho; los muros del facebook), con una verborragia rápida y vehemente antes de reflexionar. Esto lo digo en general, oigan, porque siempre hay excepciones.
No será el abajo firmante, por tanto, quien lance otra opinión o pedido de justicia respecto de la suerte que corrieron el submarino y su tripulación, pues yo mismo fui miembro de la Armada durante 11 años (y asumía serenamente mi trabajo como una actividad riesgosa, en la que existía riesgo de padecer accidentes relacionados a esos menesteres), lo cual me convierte en camarada directo de los caídos, y considero que un silencio elegante a distancia prudente, lacónico y estoico, es la mejor ofrenda que puedo depositar, a modo de epitafio, sobre las tumbas simbólicas de mis antiguos hermanos de armas. Porque simplemente han muerto cumpliendo con su deber y nada más. A mucha honra. Punto.  
Pero acerca de lo que si he de opinar en esta nota, es sobre la epidemia de hipocresía, banalidad, incultura y estupidez que sufre ahora mismo la sociedad del país donde me tocó nacer.
Entre las declaraciones pintorescas de nuestros compatriotas algunas destacan por su cretinismo y mala leche, antiguas enfermedades que misteriosamente y desde hace varias décadas, se han hecho epidémicas entre la falsa izquierda que nos rodea. Por ejemplo; hay quienes por un lado se rasgan las vestiduras clamando justicia y exigendo conocer quien dio la orden de zarpada del buque en esas condiciones, y por el otro lado desprestigian al mismo tiempo a los marinos jóvenes, haciéndoles responsables de esas viejas e históricas rencillas sociales que ellos mismos (por juventud o  tiempo cronológico), no han llegado a vivir. Otros directamente escupen y se ciscan sobre la memoria de la desgraciada tripulación. 
Varias veces lo viví en carne propia, nadie me lo contó. Escenas de irrespeto y maltrato verbal hacia el uniforme mientras viajaba en tren o en transporte público interurbano por la provincia de Buenos Aires; como aquel episodio vivido junto a mi camarada y amigo Santiago Trutali, una helada noche de julio a bordo del expreso nocturno que cubría el trayecto Bahía Blanca-Constitución. Un par de sujetos de aspecto innoble, tosco y  vulgar nos habían abordado en un vagón de segunda clase (largas filas de asientos de madera, luz mortecina y amarillenta, el viento aullando y colándose por todos los burletes), increpándonos al grito de "milicos de mierda", mientras se mofaban de nuestro corte de pelo (nuca rapada a cero y arriba un cepillo cortado a número dos), típico de los infantes de marina. Entonces no nos quedó otra opción que hacer justicia por mano propia, porque no éramos precisamente dos samaritanos acostumbrados a practicar el arte de "poner la otra mejilla", y en un instante nos vimos ajustando cuentas con aquel par de zafios bastardos, combatiendo espalda contra espalda mientras empalmábamos puñetazos en corto, un pugilato visceral contra todo lo que se nos cruzaba enfrente. En aquella pelea apenas tuvimos tiempo de mirar dónde les habíamos dado. Era un caiga quien caiga, seguir adelante y que el diablo reconozca a los suyos. 
Este episodio que acabo de narrar es el reflejo de la imagen que tiene cierto sector de la sociedad argentina sobre las Fuerzas Armadas, como si esa actitud hostil para con sus soldados los haría mejores, más progres y más libres. Pobres imbéciles.
Esa es la misma estupidizada parte de la sociedad argentina que reacciona poniéndose medallas compasivas en redes sociales, exhibiendo hipócritas peticiones de "unión nacional frente a la muerte de nuestros queridos compatriotas", muestras de dolor con los falaces slogans "Todos somos el ARA San Juan", o "44 héroes, no los olvidaremos". Yo no me trago esa pastilla, porque se que el mundo es un lugar peligroso y está lleno de hijos de puta.
Sepan que a veces los soldados, pilotos, marinos, bomberos o policías regresan a casa en cajas de madera. O directamente no regresan nunca. ¿O que creen? ¿que mientras sofoca un incendio un bombero no se puede quemar?, ¿o un policía no puede ser tiroteado mientras impide un atraco?, ¿o un piloto no se puede estrellar?, ¿o el barco de un marinero no se puede hundir? Pues la única manera de asegurarse de que esas desgracias no ocurran es que esos servidores públicos no existan (tal como desean varios). Es que en Argentina ha llegado a creerse que las tropas están para labores humanitarias y nada más. Error. Todo barco puede tener su iceberg y todo Napoleón su Waterloo. Y las tropas están destinadas, en el peor de los casos, a ir a la guerra.
Oigan, despierten. Dejen de clamar justicia por una causa que en realidad no les interesa un carajo. Dejen de mirarse el ombligo y de estar embobados con el fútbol de la tele y tomen conciencia de que Argentina es un país mediocre, analfabeto, con un escasísimo nivel de educación y cultura, abandonado en manos de una casta política de sinvergüenzas y de mercachifles iletrados. Esa Argentina como referente cultural latinoamericano está extinguida. Y no volverá más porque a nadie más le importa.
La Argentina de las letras, aquella de Borges y de Sabato, la de la familia entera alentando alegremente a Huracán en la cancha los domingos después de los ravioles, la del trabajo prestigioso en una fábrica, la tierra de las oportunidades para miles de inmigrantes que huían de una Europa enrojecida por los incendios; ese país ya se acabó y sólo queda lo que vemos, al menos yo, en las noticias por internet, a una saludable distancia.
Por eso, por respeto a los marinos que creyeron en su patria y murieron sin reclamar nada ni acusar a nadie, tengan a bien reflexionar un momento antes de expresar nuevamente sus indignaciones estériles contra todo y contra todos. 
Si estuvieran aquí y vieran el circo que se ha montado, una vez más, estoy casi seguro de que mis camaradas navales se partirían de la risa. Por eso, y por la memoria de esos 44 servidores de la patria; guarden silencio, señores. Aprendan de su ejemplo y déjenlos en paz.