"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Un refugio en Buenos Aires

Buenos Aires lleva el nombre tácito de "París del sur". Y es verdad, pues su arquitectura de fachadas señoriales, sus elegantes cúpulas verdosas y su clasicismo propios del Gran Siglo, seducen al visitante y lo transportan en el tiempo a la ilusión de una Francia a la vez lejana, imaginaria, elegante y seductora.
Pero Buenos Aires además tiene otra cara, como todo, y cuando la caminas o convives en ella observas que es también una ciudad desalmada y grosera, martirizada bajo los neumáticos de miles de conductores insolidarios y ruidosos. Cortes de calles, protestas, policías que trafican con todo y que conviven con tenderos ilegales que venden hasta sus almas para poder regresar a casa con algo de puchero que arrimar a la cazuela. Las putas malogradas de Plaza Miserere. La Avenida Pueyrredón con sus borrachos de siempre esperando el milagro acodados sobre el mostrador de “El Escorial”. Predicadores evangélicos vociferantes que intentan, sin éxito alguno, salvar del infierno a pequeños granujas que menudean estupefacientes enfundados en ropa de gimnasia. Los recuerdo a todos ellos; tan nítidos y coloridos como fotos en secuencia indeleble.
Hace diez años, cuando vivía en Zarate, el abajo firmante iba mucho a Buenos Aires porque me gustaba ver el bullicio de la ciudad. Disfrutaba viendo los reflejos de luz de las vidrieras y escaparates en el asfalto húmedo de las avenidas, en pleno mes de julio cuando el viento inexorable de la sudestada barría las veredas y el implacable azote te cortaba la cara. La gente saliendo por la boca del subte a los empujones con abrigo y bufanda. Los mozos trabajando en los cafés; pulcramente uniformados con aquellas camisas blancas y chalecos negros suyos, peinados a la gomina, tan elegantes y aplomados en medio de aquel desmadre que parecían actores de cine, o muñequitos de torta.
En aquel tiempo, o sea, en 2008, la ciudad tenía un jefe de gobierno que luego fue presidente del país. Un tipo flaco y con cara de buen chico que, como todos los políticos que gobernaron la Argentina, comenzó amable, con promesas de dignidad y toda la parafernalia, y que ahora es sufrido a diario por muchos ciudadanos en sus carnes y sentimientos. Sin embargo, pese a dirigentes sin escrúpulos, a la mala leche de algunos y a otros elementos que amenazan con afearla, a Buenos Aires no han conseguido quitarle todos sus encantos.
Esos lugares encantadores suelen ser trincheras solitarias, aisladas y perdidas en medio del caótico combate que se libra en la ciudad. Y es eso lo que hoy voy contarles; sobre una de esas pequeñas reservas indias, uno de esos bastiones que resisten más o menos victoriosamente el embate de la ordinariez, la estupidez y la codicia, y aún ofrecen refugio a las gentes de buena voluntad. Hace diez años se contaba todavía, gracias a Dios o a quien carajo sea, con la Librería de Ávila.
Anoche, mientras rebuscaba un texto de espías entre los libros de mi biblioteca, me reencontré con un ejemplar viejo y con olor a sótano; una de esas afiladas y sabias dagas que tanto me gustan. Ahora que en el centro de Europa vienen las frías y nubladas mañanas de domingo, cuando las ramas desnudas de los árboles dejan que el sol se filtre y caliente la hojarasca caída, y los puestos pintados de gris donde venden castañas calientes se escalonan calle arriba, acostumbro a quedarme en casa releyendo libros de segunda mano; naufragios de bibliotecas y saldos condenados al exilio que las editoriales arrojan como restos mortales entre resacas de tinta y papel. Así me reencontré con este viejo libro de Jean Larteguy, y recordé que lo había adquirido por unas pocas monedas en la Librería de Ávila.
Si el viajero que llega a Buenos Aires es uno de esos felices contaminados por el virus singular, incurable, que se adquiere al tocar las páginas de un libro viejo, uno de sus itinerarios obligados se iniciará en el barrio de Monserrat, con un cortado sobre las viejas mesas de mármol y madera del café Tortoni, a esa hora en que hay pocos clientes y los mozos, entre bostezo y bostezo, hojean el diario junto a la registradora y al mostrador con medialunas. Luego, tras saludar en silencio a todos los venerables fantasmas que acechan entre aquellas paredes elegantes y espejos señoriales, el viajero bajará en dirección al río acompañado por uno de ellos (tal vez Borges, Gardel, Storni o cualquier otro) hacia el Cabildo y la Plaza de Mayo, y bordeando esta última, sin prisas, caminará por la calle Bolívar para luego, torciendo levemente a la izquierda, bajar por Alsina deteniéndose frente al puesto de libros que allí aguardan, a que un afortunado poseedor les dé calor, utilidad y vida.
Y tal vez, si ese día el buen fantasma de turno le sonríe por encima del hombro, el paseante hallará, con un ligero sobresalto de placer emocionado, ese volumen nuevo o amarillento como el mío, ese título que busca, que intuye o que espera, destinado a él desde que alguien, quizá muerto hace siglos, lo imaginó y escribió en la soledad de un estudio, en una mugrienta pensión o en la mesa de un café, antes de darlo a la imprenta como quien pone un mensaje dentro de una botella capaz de recorrer el curso del tiempo.
Después, con su botín maravilloso bien apretado contra el pecho, el paseante agradecerá solemnemente al hombre encorvado que lo mira desde atrás del mostrador; un anciano librero con lentes de marco metálico, un sabio de guardapolvo o chaqueta azul con los bigotes y los dedos amarillentos por tantos años de nicotina y café, que se calienta al amor de una estufa eléctrica. Un hombre viejo como sus libros, pero metódico e implacable como un filósofo alemán.
Así era hace diez años la Librería de Ávila; tal vez uno de los últimos recintos antiguos, sabios y lúcidos que todavía funcionan en Buenos Aires.
Pues nada. Que había encontrado este librito revolviendo mi estantería y quise contarles sobre aquel rincón en que lo compré; un lugar que fue mi trinchera y mi oasis en aquella jungla de cemento y estupidez. Allí solía encontrar indulgentes ancianos, pacientes asesores y corteses combatientes contra la ignorancia. 
En fin. Cultos compañeros de aventura.