"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

viernes, 4 de enero de 2019

Budapest: crónica desde la antigua Cortina de Hierro

Su pelo estaba revuelto y era totalmente gris. Su barba también. Llevaba la ropa ajada y rota en las rodillas y los codos y se veía cansado y sucio; la cara reluciente de grasa, típica de los mendigos de cualquier lugar del mundo que se debaten entre cartones y mantas, peleando de madrugada con las ratas sobre el suelo duro y helado. Estaba sentado, aquel anciano, viendo a la gente patinar sobre el hielo, cantando suavemente en su lengua materna y balanceándose hacia adelante y atrás como un rabino que recita la Torá. El hombre aparecía solo, sobre el banco de un parque cualquiera a orillas del Danubio; allí donde las aguas marrones y una geografía caprichosa separan en dos la enorme planicie llamada Pest de los antiguos castillos de Buda, y dan vida a una ciudad a la vez cosmopolita y decadente llamada Budapest.



Interrogué al hombre viejo y a otros peatones sobre la dirección que buscaba, pues la mayoría de los carteles de monumen
tos, calles y lugares emblemáticos estaban escritos únicamente en húngaro, y no lograba comprender nada. Me miraban sin gastar siquiera una sonrisa de amabilidad y me respondían en húngaro. Se encogían de hombros y continuaban su camino, o seguían sentados viendo pasar los tranvías frente al haz de sol que les bañaba la cara. Tuve la sensación de que sabían hablar inglés, pero que les interesaba un carajo hacer el esfuerzo de comunicarse. Tenían esa mirada de indiferencia que parecía decir “haz tú el esfuerzo de entenderme a mí, cabrón”. Entonces pensé que no les faltaba razón, y menos si uno mira hacia atrás en la Historia y descubre todos los esfuerzos que esa gente se ha visto obligada a hacer durante demasiados años. 
Allí, en la capital de Hungría, antigua frontera occidental del bloque soviético, enclavada en el núcleo central de Europa, junto al río Danubio que aspira hacia el Mar Negro desde Alemania, se dibujaba frente a mí un terreno ondulado lleno de colinas y de bosques, con más de siete siglos de antigüedad y que había sufrido innumerables conquistas y destrucciones. Me resultó inevitable que mi primera impresión de la ciudad girara en torno al gran río, los puentes monumentales que lo cruzaban y la solemne estampa del Parlamento. El esplendor de ese escenario inicial resumía buena parte del encanto de la ciudad, de su decadente atmósfera imperial y de un carisma que ha sobrevivido a todos los horrores que la acecharon, ya desde la antigüedad con las invasiones tártaras del siglo XIII, la ocupación otomana durante siglo y medio o el posterior dominio austriaco. Pero muy en especial a lo largo del siglo XX, pues en Budapest dejaron su huella reciente las dos guerras mundiales, el Holocausto judío, la Revolución de 1956, la invasión soviética y cuarenta años de dictadura comunista. Toda esa carga marcó para siempre el carácter de su gente.



El anciano mendigo tenía libros al pie de su camastro y una insignia metálica con la hoz y el martillo prendida a un bolsillo de su abrigo. Pero ¿quién era él? ¿Un simple nostálgico del comunismo? ¿Un marinero rezagado del Partido Bolchevique? ¿Un místico? ¿Un adicto? ¿Un turista naufragado hace años? ¿Un aventurero? Era imposible saberlo.
Levanté mi gorra de lana descubriéndome la cabeza para saludar cuando pasé frente a él, golpeando mis pies contra el suelo para combatir el frío, viendo a otros mendigos igualmente cansados, agrietados por el viento y con los vientres vacíos de rancho caliente durante meses, mientras pedían caridad arrodillados en las esquinas de aquella hermosa ciudad europea.
Yo iba caminando por la Avenida Andrássy. Tenía tres días para recorrer la ciudad en busca de historias de gente común que vivió bajo la dictadura comunista; un peregrinaje narrativo a lo largo de una frontera invisible que hoy es imaginaria, pero que hasta hace pocas décadas se llamó cortina de hierro, y que fue real y brutal.
Caminar por países nuevos es habitar un estado de asombro diario. Así que el viejo mendigo del parque, con sus libros rojos y su insignia soviética prendida a la chaqueta no fue realmente una sorpresa para mí. Tampoco lo sobresalté. El no me vio, pues estaba perdido en su mundo; balanceándose y cantando en su idioma. Él ni siquiera abrió los ojos.
Miré hacia atrás.
El edificio gris ocupaba toda una esquina hasta la mitad de la cuadra. En el número 60 de la avenida Andrássy surgió frente a mí el antiguo cuartel de la Policía de Seguridad Política del Partido Comunista Húngaro ( hoy convertido en museo); el famoso e infame AVO.
El 17 de enero de 1945, mientras el sitio de Budapest todavía estaba en marcha, los comunistas nombraron a Gábor Peter (un aprendiz de sastre), para dirigir el Servicio de Información Política al estilo soviético. Con sus mismos métodos de secuestro, represión, tortura y eliminación sistemática de opositores, el AVO era una policía similar a la GESTAPO alemana. En un tiempo relativamente corto, esos elementos especiales establecieron una temida y notoria organización cuya principal responsabilidad era rastrear a opositores del régimen y llevarlos a juicio, considerando a civiles comunes como criminales de guerra. Para estas tareas, el AVO utilizó las herramientas de la persecución y el terrorismo de estado.
Los oficiales del AVO húngaro eran entrenados en una academia especial ubicada en Budapest (por agentes tácticos venidos desde Tirgo Mures, Rumania), donde básicamente se les enseñaba el “método Dzherzhinsky” ( llamado así en honor al padre del “Terror Rojo”, Félix Dzherzhinsky, creador de la “Cheka” en 1917, la policía secreta de Lenin que después se convertiría en el KGB). La doctrina de esa academia se resumía a algo muy simple pero brutal; tener odio despiadado contra los enemigos de la clase obrera y eliminarlos a toda costa, utilizando técnicas metódicas, disciplinadas e implacables. Se les enseñaba, por ejemplo, a aplicar “el interruptor”; una técnica que consiste en colocar los dos dedos pulgares a cada lado del cuello de un enemigo y presionar, muy fuerte, sobre la arteria carótida del infeliz cautivo. Quince segundos de esa presión provoca un desmayo. Un minuto, la muerte. Utilizaban este método luego de “ablandar” al detenido mediante brutales palizas con porras o a puño limpio, e instigaban terror psicológico en el prisionero provocándole involuntarias evacuaciones de vientre o vejiga, o desvanecimientos perfectamente calculados y controlados por los interrogadores. Eran matones profesionales. Su arte era la violencia.
Placas con fotografías de prisioneros rodeaban la fachada del muro. Un monumento con cadenas herrumbradas recordaba la asfixia de los años bajo la cortina de hierro, y un tanque soviético T-34 aparecía estacionado para siempre dentro del edificio a modo de recordatorio, de que alguna vez en esas calles se combatió casa por casa y granja por granja, entre minas anti-persona o trampas explosivas que acechaban a todos por igual; soldados, obreros, campesinos o niños. Dispositivos mortales que yacían en silencio esperando a que alguien saltase alguna tapia para saquear un almacén o una casa, empujado por el hambre, y terminase volando por los aires con los pies despedazados en medio de gritos y un solo estallido sordo.



Ingresé en aquella fortaleza cuadrada y levanté la vista. Miles de carpetas con archivos colgaban en ordenadas estanterías; cientos y cientos de nombres de quienes fueron sospechosos de conspirar contra el régimen. Vidas anónimas silenciadas y resumidas a números, tinta y papel.




Un monumento de piedra que enaltecía a los “valerosos soldados de la revolución” dominaba la entrada al sótano y a las cámaras de tortura. 



La sugerente propaganda política se reflejaba en afiches que destacaban al soldado, al obrero y al campesino, como constructores de un mundo nuevo y perfecto. Estampas de hombres fuertes, sólidos y fiables, con antebrazos de acero y miradas decididas que apuntaban hacia un horizonte socialista claro y definitivo. La vieja utopía de la felicidad masiva. Ovejas marchando alegremente al matadero popular.


Ingresé en una pequeña oficina. El cuarto se había detenido en el tiempo hacía 60 años. Un escritorio de madera oscura, un calentador a vapor y una lámpara de lectura sobre la mesa. Simple y básico pero efectivo, como el fusil Kalashnikov. El despacho del asesor soviético, el comisario político; un individuo tenebroso y omnipotente sobre el que recaía todo el poder; inteligencia militar, deportaciones, control de la economía, de la atención sanitaria, la educación, la comida, el transporte y las comunicaciones. Absolutamente todo se manejaba desde allí, al pie de un retrato de Stalin y entre libros de doctrina marxista. El último asesor soviético abandonó ese pequeño recinto en 1989, tras cuarenta años de dictadura. 


En los países donde el Ejército Rojo expulsó a los nazis, la Unión Soviética forzó un tipo de asentamiento socialista destinado a la población civil que allí vivía. La cortina de hierro era una enorme frontera que comenzaba en el noroeste de la antigua DDR (Deutsche Demokratische Republik, Alemania Oriental), y terminaba en el sudoeste de Bulgaria. Era una frontera herméticamente cerrada y asegurada con minas terrestres, donde la población civil vivía literalmente atrapada. La mayoría de la gente optaba por no correr riesgos y no intentaba traspasarla. Pero aquellos que, no obstante, trataron de hacerlo, tuvieron que considerar, en el mejor de los casos, un largo tiempo en prisión acusados de traición a la clase obrera. La famosa dictadura del proletariado. Justicia popular, deportación o muerte. O, muchas veces, directamente lo último. Pero también hubo algunos que decidieron lanzarse a la aventura de cruzar la frontera y lo lograron, mientras que otros hicieron lo mismo y encontraron la muerte en los campos minados, recibieron disparos mientras huían o fueron capturados y ejecutados sumariamente en el mismo lugar.
En Hungría, los partidos políticos fueron abolidos y se introdujo un sistema de partido único. La mayoría de las organizaciones sociales y las sociedades fueron prohibidas, y solo los seguidores del Partido Obrero Húngaro gozaron de representación política. Cada línea, teoría, o punto de vista que no se ajustaba a la doctrina del partido se consideraba hostil y se debía erradicar. El marxismo-leninismo y estalinismo extendió sus tentáculos sobre la economía, la vida cultural, la educación y la vida cotidiana en general. El gobierno parlamentario dejó de existir al igual que los debates políticos.
El mayor líder del comunismo húngaro fue Mátyás Rákosi, el “sabio consejero”, como se hacía llamar. El principal alumno húngaro de Stalin gobernó el Estado con disciplina espartana y la vida diaria se militarizó; un país entero atrapado en una psicosis de guerra. Los comunistas cambiaron la constitución, declarando a Hungría como República Popular. Abolieron la propiedad privada y, como en todo resto de la Unión Soviética, introdujeron una economía centralizada y planificada que pronto llevó al país a la bancarrota. La escasez se convirtió en un rasgo económico permanente. Las estanterías de las tiendas estaban vacías y la gente se veía obligada a esperar en largas filas durante horas, bajo la nieve del invierno o bajo el sol vertical del verano; el pan o el azúcar, los huevos o la manteca. La dignidad se escapaba como el agua entre los dedos, junto a la esperanza de una vida mejor. Sólo algunos soldados, campesinos u obreros afiliados al partido gozaban en ocasiones de ventajas económicas mejores, comúnmente luego de realizar trabajos “especiales” impuestos por sus capitanes o comisarios políticos. Normalmente esas tareas consistían en delatar a desertores o posibles conspiradores. El terror siempre proyectaba su sombra sobre la vida cotidiana.
Veía todo aquello mientras recorría lentamente los calabozos, bunkers y habitaciones enrejadas, aisladas con placas acústicas para amortiguar los gritos de los prisioneros que eran torturados hasta la muerte. Reflexioné un instante y me dije a mi mismo que aquel sitio podría ser muy similar a los sótanos de la ESMA que conocí en Buenos Aires, o a los calabozos de las bases navales del interior de la Argentina donde alguna vez me tocó trabajar. Entonces reafirmé, con serena certeza, mi vieja convicción de que todos los regímenes totalitarios tienen la misma e infame raíz; la puerca condición humana. En esos agujeros húmedos de la capital de Hungría comprobé una vez más que el mundo es un lugar peligroso dominado siempre por los mismos hijos de puta; inescrupulosos que hacen de la barbarie y del sometimiento un arte organizado, sistemático y metódico, y que el mal puede tomar diversas formas, fronteras o banderas, pero que siempre termina oliendo igual: a sudor rancio de prisionero, a miedo, a orines y a mierda.

Cuando salí del sótano de la Avenida Andrássy ya era casi de noche, y las luces amarillas que se iban encendiendo a través de la ciudad le daban al sitio un aspecto de cuento. Un pálido disco de sol se había deslizado bajo una grieta en las nubes de tormenta, y durante unos minutos todo brilló con luz eléctrica. Haces de oro y plata rociaron la avenida, encendiendo las cúpulas de los edificios que se extendían en filas alineadas hasta el borde del mundo. Pasó un tranvía y miré mi reloj. Dieciséis con quince minutos. El hielo de una charca crujió bajo mi bota y tragué un aire tan frío, fino y metálico que me cortó la garganta como cuchillas de afeitar. Volví a golpear mis pies contra la tierra dura como el hierro, y comencé a remontar la calle en aquel paisaje anochecido, soplándome las manos para infundirme calor rumbo al refugio del hotel.


Las calles de Budapest, con su historia retumbando de esquina a esquina como ecos silenciosos, parecían susurrar palabras que podrían ser: doble ocupación, dictaduras, nazismo, Unión Soviética, resistencia, ansias de libertad. Palabras que crean en el visitante una sensación contradictoria, de terror y de heroísmo a la vez, de esperanza y desesperación.
Hay que desnudar los sentidos para notar eso, porque la modernidad caló fuerte en la ciudad, llena de zonas con terrazas y bares vintage, festivales, foodtrucks, y lugares donde calentarse contra el frío de finales de diciembre.
Pero aún así, en Budapest es posible sentir todavía el dolor de sus fantasmas.