"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 22 de junio de 2019

Los héroes solitarios

Hace algunos meses escribí una nota donde contaba que de finales felices me creo lo justo, y que la última varita mágica que vi la tenía clavada en el culo un hada madrina a la que violaron en el sur de México, en 2012. Ella buscaba migrar al norte desde su Guatemala natal, y soñaba con alcanzar las luces de Brownsville o San Diego, pero en vez de eso murió asesinada, sobre el polvo y en la miseria de aquella frontera perdida en Ciudad Hidalgo, peleando a dentelladas y arañazos, rodeada por las risotadas de sus verdugos y con la valentía que caracteriza a los guerreros anónimos. Los hijos de puta que la secuestraron lo hicieron en grupo, naturalmente, pero a pesar de saberse en peligro, ella viajaba sola y sin miedo aparente y sin retaguardia que la proteja. Se llamaba Marcela y era una loba individualista y por eso, a pesar de haber muerto, se salvó. No sé si me explico.
Recordar su muerte me viene perfecto para abrir el asunto sobre el que quiero escribir hoy; la importancia de ver la vida con la certeza de nuestra propia soledad, evitando así las muchedumbres y las manadas innecesarias. Porque, como quien dice, llegamos solos al mundo y nos vamos solos casi siempre. Es que así son las cosas, compadre, por más que muchos cantamañanas intenten venderte lo contrario.
Yo creo que el héroe de verdad siempre opera desde el silencio y la soledad y, por más que a veces termine al borde de la muerte, casi nunca grita y rara vez se deja ver. Desconfío mucho de aquellos que se jactan de benefactores. Por eso las causas generales no me interesan. Por eso se que las grandes aventuras colectivas, la mentirosa solidaridad, los miles de encendedores al viento en una noche de concierto, las ridículas pancartas con buenas intenciones, la barricada proselitista, el histérico griterío futbolero, la vieja utopía del "juntos podemos" y toda esa parafernalia se fue a la mierda hace mucho tiempo. Al menos para mí.
Vivimos en un mundo hostil y lleno de peligro. Como siempre ha sido en realidad. Un enorme campo minado en donde un paso en falso te hará volar en pedazos por los aires, sin avisarte y sin pedir permiso. De allí la importancia vital de estar preparado, lúcido, o al menos consciente de donde estamos pisando.
Hace tiempo dejé de creer en las instituciones y siempre sentí antipatía por las campañas y los proselitismos; siempre me ha desagradado la gente que no se conforma con tener una opinión y obrar en consecuencia, sino que necesita atraer a su causa a otros, verse arropada por las masas más manipulables y gregarias y deseosas de infectarse; la que organiza castigos colectivos, difamación y linchamientos verbales. La que ansía "dar su merecido" a quien le lleva la contra o emite un parecer que la fastidia. 
Porque, oigan, una cosa es reclamar, otra pelear, y otra ser parte de un rebaño imbécil que grita necedades. A ver si nos entendemos.
Quienes sentimos aversión hacia el “muchos contra uno”, somos unos raros, una especie en vías de extinción. No solo ocurre en la Argentina (país donde nací y donde el asunto es folklore cotidiano), sino en el mundo entero, sobre todo desde que se descubrió el mejor instrumento de propaganda e intoxicación que ha existido nunca; las redes sociales. Entonces, desde esa trinchera calentita y confortable, tras la pantalla del ordenador o del teléfono, la jauría cobarde se dedica sin cesar, y en masa, a escarmentar desproporcionadamente a los individuos que caen en desgracia por el motivo que sea, o que no se someten a la creencia "blindada" y sacrosanta de hoy: lo "políticamente correcto". Esto último lo sé de primera mano porque lo he vivido. Nadie me lo contó. Pude comprobarlo y compararlo.
Estuve varias veces en zonas de conflicto donde la vida valía una mierda, como en México, El Salvador, Nicaragua o lugares así, y además porque vengo de un país que es una nación singular, donde su más relevante escritor (Borges) se declaró irónicamente "inglés" y terminó muriendo, por elección, en el extranjero, o donde su máximo héroe (San Martín) falleció en el ostracismo de Boulogne, y se extinguió oscuramente en aquel pueblito francés, amargado, mirando de lejos una patria ingrata y miserable a la que le daba miedo regresar. Aquel mismo lugar donde las crisis económicas hunden una y otra vez a los argentinos en la pobreza (y al referir pobreza no hago alusión solamente a lo económico, sino más bien a la miseria moral producto de una violencia visceral, desmedida y sin sentido común).
La Argentina padece un mal singular que en otras partes de América Latina da la impresión de haberse superado pero que allí parece incurable: una incapacidad crónica, genética, cultural, existencial para reconocer errores y trascender las disputas partidarias, ideológicas y provinciales.
Estas referencias de Argentina las utilizo solamente como anécdotas generales para arribar al punto que en verdad me interesa. 
El ser humano se salva solo, y cualquier causa o puesta en común termina envilecida y corrompida por los mismos de siempre; farsantes, demagogos e ignorantes. A menudo esa chusma infame que en mi país, por ejemplo, responde al nombre colectivo de clase política.
Por eso y por otras cosas no creo en la humanidad y mis héroes son claramente individualistas. Hombres y mujeres que intentan superarse en silencio, que leen libros viejos tratando de comprender el presente con las letras del pasado. Gente que viaja sola y no en plan de alegre turista, sino en busca de un porvenir mejor sin mirar atrás. Despojos humanos colgados de trenes de carga rumbo al norte, con la esperanza brillando en los ojos, de que un día renacerá de esa desgracia un hombre nuevo. Hombres cargando mochilas pequeñas que portan dentro lo único que poseen en la vida. O aquellos individuos que evitan la muchedumbre y que, en las noches cuando se confunde fútbol con nacionalismo, apagan la tele y leen a Borges, a Onetti o a José Hernández. 
Esos son mis héroes y heroínas en un mundo que se tambalea. Creo que tiene que ver más con una cuestión de dignidad, de elegancia o de gallardía. Quién sabe.
En esto andaba pensando y decidí escribirlo. Porque, oigan, después de todo, en esta era de analfabetos virtuales cada uno es dueño de hacer o decir lo que se le antoje, y más desde la impunidad de las redes sociales. Así que aquí me tienen, dándole a la tecla.
Como les decía. Más allá de lo que podamos opinar ustedes o yo, me anduvo rondando por la cabeza el recuerdo de esa chica guatemalteca reventada en aquel vertedero inmundo de Ciudad Hidalgo, con las manos cruzadas atrás y atadas con alambre.
Venimos solos y nos vamos solos. Y eso si que es lapidario. 

sábado, 8 de junio de 2019

Sobre mujeres valientes, cojones y periodismo

Hace una década recibí la más importante lección de periodismo de mi vida. Tenía 28 años, quería contar historias, y cada tarde, al salir del trabajo, frecuentaba las aulas de una facultad de comunicación social en la provincia de Buenos Aires, Argentina. Al frente de la cátedra de sociología había una señora bajita, de pelo corto, elegante y culta, que hablaba sobre literatura clásica y sobre cronistas importantes de redacciones internacionales. Escéptica, viva, humana, ella fue quien me presentó a Marie, luego de haberme sugerido leer a Oriana Fallaci, a Tom wolfe y a Truman Capote.
Empezó a encargarme pequeñas notas, para foguearme, y un día me encargó que entrevistase al líder de una comunidad de gitanos que acababa de tener problemas con la policía.  Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un líder comunal detenido quizás era demasiado para mí, y que tenía temor de hacerlo mal, la veterana se recostó en el respaldo de su silla y me dijo algo que nunca olvidaré: "¿Miedo?... Mira, pibe. Cuando tengas un pedazo de papel y una lapicera en la mano, quien debería temerte es el comisario a vos". 
Pero esto último fue solo una anécdota para contextualizar lo que realmente quería contarles. Entre todos aquellos textos y autores que la profesora nos sugería leer, hubo un personaje que me fascinó y, aprovechando que en Argentina se celebró un nuevo día del periodista el pasado 7 de junio, seguidamente les comparto su historia.
Marie Catherine Colvin fue una corresponsal de guerra estadounidense que trabajó para el periódico británico “The Sunday Times“ desde 1985 hasta su muerte en 2012, mientras cubría el sitio de la ciudad de Homs, en Siria.
A partir de 1986, Marie Colvin fue corresponsal del periódico especializada en el Medio Oriente. También cubrió conflictos en Chechenia, Kosovo, Sierra Leona, Zimbabwe, Sri Lanka y Timor Oriental .
Vio mucha violencia, experimentó en persona las brutalidades de guerra y sus reportes tuvieron gran impacto en el mundo occidental para comprender los conflictos de Medio Oriente. Tuvo que lidiar con el alcoholismo y el síndrome de estrés postraumático por los ataques a los que siempre estuvo expuesta. Se curtió como mujer dura en un ambiente militar masculino y como reportera en países particularmente duros para las mujeres.
Colvin perdió su ojo izquierdo debido a la explosión de una granada propulsada por cohete (RPG), que el Ejército de Sri Lanka lanzó cerca de una posición donde ella se encontraba el 16 de abril de 2001, durante la guerra civil en ese país. A partir de entonces llevaba un parche en el ojo, lo que la hacía (en mi opinión), aún más interesante. 
Fue testigo durante los últimos días de ese conflicto e informó sobre los crímenes de guerra perpetrados contra los tamiles.
En 2011, mientras informaba sobre la Primavera árabe en Túnez, Egipto y Libia , se le ofreció la oportunidad de entrevistar a Gaddafi, a quien ya lo había conocido en 1986, en ocasión de los bombardeos norteamericanos a Libia.
En su último viaje, febrero de 2012, cruzó la frontera Siria en moto, ignorando las sugerencias del gobierno que rogaba a los periodistas para que no ingresaran al país. 
El día anterior al ataque en el que murió, hizo un despacho telefónico donde describió bombardeos y ataques de francotiradores de las fuerzas sirias hacia edificios civiles y personas comunes en las calles. Dijo que era el peor conflicto que había experimentado en su vida.
Colvin murió el 22 de febrero, junto con el periodista fotográfico Rémi Ochlik. Una autopsia realizada en Damasco por el gobierno sirio concluyó que Marie Colvin fue asesinada por un "dispositivo explosivo improvisado lleno de clavos”. 
El gobierno sirio afirma que el artefacto explosivo fue colocado por terroristas el 22 de febrero de 2012, mientras otros testigos responsabilizaron directamente al Ejército Sirio.
En un discurso pronunciado en noviembre de 2010 en homenaje a periodistas fallecidos cubriendo guerras, Colvin admitía los serios riesgos de la profesión que había elegido, cuya misión, dijo, es "informar de los horrores de la guerra con rigor y sin prejuicios".
"Nunca ha sido más peligroso ser corresponsal de guerra, porque el periodismo en las zonas de combate se ha convertido en objetivo principal", dijo Colvin, al tiempo que pidió a los medios que sigan enviando periodistas a cubrir los conflictos bélicos.
Ramón Lobo, columnista del diario español “El País”, la despidió así: "Sólo los más grandes mueren en la plaza, como los toreros. Que descanse en paz".




jueves, 6 de junio de 2019

La espera

Ocurrió en Inglaterra, al sureste de la isla de Wight, a bordo de uno de los transportes de tropas que se encontraban fondeados en un punto de reunión llamado "Piccadilly Circus", en la madrugada del 6 de junio de 1944.
Nadie puede dormir. Al amanecer se arriarán las lanchas de desembarco y el primer contingente de tropas cruzará en ellas las aguas del Canal de la Mancha para atacar, por mar, la playa "Omaha".
Son las preliminares del Día "D", y la costa francesa de Normandía aguarda del otro lado, perdida entre la niebla.
En el barco, y en toda la flota de asalto, los hombres son conscientes de que, en algunas horas, muchos de ellos van a morir.
Un soldado está echado en su litera, cierra los ojos y sigue completamente despierto. A su alrededor, como un rumor de olas, oye en su duermevela el murmullo de los compañeros. "¡No lo haré, no lo haré!", grita alguien en sueños, y el soldado abre los ojos y mira detenidamente la bodega.
Su visión se pierde en un intrincado laberinto de hamacas, de cuerpos con torsos desnudos y de mochilas que se balancean. 
El hombre decide que tiene que ir al cagadero y, mientras reniega, consigue sentarse. 
Las piernas le cuelgan en el aire, y su espalda está encorvada bajo una de las hamacas de la litera superior. Suspira, alcanza las botas y se las pone lentamente. La suya es la cuarta de cinco literas superpuestas, y comienza a bajar con incertidumbre en la oscuridad, con miedo de pisar a los otros hombres de las literas mas bajas. 
Llagando al suelo busca el camino entre una maraña de bolsas y de fardos, tropieza con un fusil y camina hasta una puerta. Cruza la otra sección de la bodega, igualmente abarrotada, y llega, por fin, al retrete.
Mientras fuma mira el suelo negro encharcado de colillas, y escucha el ruido del agua que corre por la letrina. En realidad no tenía motivos para ir, pero sigue sentado allí porque está mas fresco y las emanaciones del retrete, del agua salada, del cloro, el olor viscoso y dulce del metal mojado, son menos sofocantes que la espesa hediondez de sudor que se respira en las bodegas donde duerme la tropa.
El soldado permanece allí mucho tiempo y después, lentamente, se pone de pie, se sube los pantalones verdes y piensa en los esfuerzos que tendrá que hacer para volver a su hamaca. 
El sabe que se echará allí simplemente a esperar a que suene el silbato del sargento, antes del alba, indicando el inicio del movimiento. 
Se dice a si mismo: "Ojalá ya llegue la hora. Me importa un carajo toda esta mierda. Ojala ya sea la hora".
De regreso a su hamaca y allí recostado mientras espera, recuerda lo vivido el año anterior, cuando fue lanzado en paracaídas esa mañana ventosa de julio sobre Sicilia, poco antes del amanecer. Lo tiene todo tan fresco en la memoria que le resulta increíble haber sobrevivido: los trazos color naranja de las municiones alemanas volando hacia él como si fueran interminables columnas de luciérnagas; el grito sordo de los paracaidistas que eran alcanzados sin haber aún tocado tierra; el calor que arreciaba sobre los tejados rojos de aquellas hermosas casitas italianas; ese muchacho de Austin, Texas, que cuando lo arrastraron hacia la trinchera llevaba las manos cruzadas sobre el vientre tratando de que no se le salieran las tripas, porque había sido alcanzado en el costado y tenía abierta toda la pared intestinal. Recuerda al enfermero flaco con cara de niño que mascaba tabaco y escupía sobre la arena, tan joven aún que no le crecía la barba. Recuerda sus manos ensangrentadas yendo de un herido a otro, susurrándoles al oído, dándoles ánimo, cosiendo heridas y marcando frentes con una "M" en señal de morfina. Oye aún el llanto apagado de los moribundos llamando a sus madres, y la insoportable quietud del silencio a la mañana siguiente, solo rota ocasionalmente por el zumbido de las moscas. Recuerda la sed, la boca seca y el calor. Maldito calor.
Pero Italia ya quedó atrás y este es otro año. La guerra continúa. Cochina guerra de mierda. Siempre los mismos al frente; obreros pobres y campesinos.
Las costas de Francia lo esperan ahora erizadas de ametralladoras alemanas hundidas en la bruma, bajo el brutal estruendo de la artillería naval que "ablanda" la playa.
Allí tumbado en su hamaca el hombre piensa en un día de su infancia, muy temprano por la mañana, en el que se quedó en la cama despierto. Era su cumpleaños y su madre le había prometido una fiesta.
Ningún soldado de la compañía puede dormir. 
Todos están despiertos en su duermevela. 
Nadie sabe quien llegará a ver el final de esa histórica jornada.