"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 1 de mayo de 2022

Los cinco de Peć


Se dice que si una historia de guerra parece moral, no debe creerse. Pero eso no es del todo verdad. O no siempre. Como todas las cosas en la vida, la moralidad de una historia depende siempre de los hombres que la protagonizan, y de quienes la cuentan. Hoy escribo una historia de guerra, y quiero contársela a ustedes tal como la viví junto a mis compañeros. La moralidad la aportan ellos, mis antiguos hermanos, y las acciones que ejecutaron sobre el terreno. Yo me limito a contar lo que vi, a ponerle letras, puntos y comas.

Base de Peć, Kosovo. Cinco infantes de marina, de cabo a teniente, perdidos en el pudridero del mundo, patrullando entre campos minados para repartir comida a la población civil. Cinco infantes de marina de entre diecinueve y treinta y dos años llegados hace cinco meses y medio, desperdigados por una geografía hostil y cruel, en misión de alto riesgo, en una guerra a la que en Argentina ningún Gobierno llamó guerra, ni nadie supo nunca donde diablos se ubicaba en el mapa. Los cinco soldados de Peć, como el resto, eran gente acuchillada, porque lo da el oficio. Sabían desde el principio que a la Infantería de Marina nunca se la llama para nada bueno. Y menos en Kosovo. Si lo que iban a hacer allí fuera fácil, seguro, cómodo o bien pagado, otros habrían ido en vez de ellos. Aun así, lo hicieron lo mejor que podían. Que era mucho. Atrincherados en una base con norteamericanos, franceses, holandeses y polacos, vivían con el dedo en el gatillo, como en los antiguos fuertes de territorio indio. Igual que en los relatos de Kipling, pero sin romanticismo imperial ninguno. Sólo frío, calor, insolaciones, sueño, enfermedades, soledad. Peligro. Los únicos cinco argentinos de la base, de la provincia y de todo el oeste de Kosovo.

Ellos habían llegado a la misión tarde y mal, aunque ésa es otra historia. Que la cuenten quienes deben contarla. Aun así, con la resignada disciplina casi suicida que caracteriza al infante de marina, se aferraron al trabajo. Como era de esperar, no encontraron la mesa servida. Quien estuvo por esos mundos con militares norteamericanos, holandeses y franceses, sabe de lo qué estoy hablando. Sobre todo con los norteamericanos, que tienen a Dios sentado en el hombro como los piratas llevan el loro. Para hacerse un hueco entre sus aliados, distantes y despectivos al principio, no hubo otra que la vieja receta de "arremangarse": aprender rápido, trabajar más duro que nadie, no quejarse nunca y ser voluntarios para todo. Y por supuesto, tragar mierda hasta reventar. Y así, a base de orgullo y de constancia, poco a poco, los cinco hombres perdidos en Peć se hicieron respetar.

Un triste día se enteraron de la muerte de dos compañeros italianos cerca de Pristina, la capital. De la pérdida de dos soldados de aquellos veintidós hombres extranjeros que habían llegado hacía medio año a intentar ayudar, y de su intérprete. Y pensaron que el mejor homenaje que podían hacerles era que la bandera norteamericana que ondeaba en la base fuera sustituida, aquel día, por la italiana a media asta. Eso no se hace allí nunca, aunque a diario hay norteamericanos muertos, los franceses sufrieron numerosas bajas, y también cayeron holandeses y polacos. Así que el jefe argentino de los infantes de marina, el teniente de navío Enzo, fue a pedir permiso al jefe norteamericano. Accedió éste, aunque extrañado por la petición. Saliendo del despacho, el soldado argentino se encontró con el jefe del contingente francés, quien dijo que a él y a sus hombres les parecía bien lo de la bandera. En ésas apareció otro norteamericano, el mayor James, que nunca se distinguió por su simpatía ni por su aprecio a los argentinos, y con el que más de una vez hubo broncas. Preguntó James si los muertos de Pristina eran infantes de marina como ellos, y luego se fue sin más comentarios.

Pero al volver a la barraca nadie pudo encontrar ninguna bandera italiana, pues los dos muertos eran los únicos de esa nacionalidad en toda la base, y no había ninguna posibilidad de conseguir un pabellón italiano para la ceremonia. Entonces, el jefe argentino, en un solemne acto de paternalismo y determinación, anunció que la retreta funeraria en honor a los caídos se llevaría a cabo bajo pabellón argentino, pues a su mando estaban subordinados los dos hombres en el momento de morir.

A las ocho de la tarde, cuando fuera de los barracones apenas había vida, los cinco infantes de marina se dirigieron a donde estaba la bandera. Formaron en silencio, solos en la explanada, cinco argentinos en el culo del mundo: Enzo, Damián, Gastón, Rodrigo y quien escribe. Cuando se disponían a arriar la enseña, apareció el teniente coronel francés con sus cuarenta gendarmes, que sin decir palabra formaron junto a ellos. Luego llegaron el mayor James, el teniente Williams y veinte marines norteamericanos. Y también los polacos y los holandeses. Hasta el pequeño grupo de Blackwater, la empresa de seguridad privada americana desplegada en la zona, hizo acto de presencia. Todos se cuadraron en silencio alrededor de los cinco argentinos, que para ese momento apretaban los dientes, firmes y con un nudo en la garganta. Y entonces, sin himnos ni cornetas ni autoridades ni protocolo, el teniente Enzo y el sargento Damián arriaron despacio la bandera. 

Una historia de guerra nunca es moral, como dije antes. Si lo parece, no debemos creerla. Pero a veces resulta cierta. Entonces alienta la virtud y mejora a los hombres. Por eso la he contado hoy.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Seres humanos


Hacía quince años que no veía el lugar pero lo recordaba muy bien. 
Mi amigo, el suboficial peruano Handel Ruiz, que compartió conmigo seis meses de patrullas en aquellos páramos, acaba de enviarme unas imágenes de nuestra misión en Chipre, en 2005. Son unas fotos que nunca vi, porque fueron tomadas por otros camaradas que con el tiempo o el correr de la vida les vas perdiendo el rastro. Y en una de esas imágenes aparezco yo en un pueblito griego llamado Agios Giorgios, perdido entre el polvo de las montañas, posando frente a un blindado de los cascos azules de la ONU, en plena operación junto a mis compañeros. 
Son tres soldados muy jóvenes los de la foto, que miran seriamente a la cámara. Los tres están de pie, muy solemnes y muy dignos en sus uniformes de campaña, cubriendo el primer plano. Al fondo se ve una franja de cielo matutino y se comienza a adivinar el perfil de las montañas. 
Los tres hombres visten uniforme camuflado de combate, que han tenido la disciplina de limpiar después de 3 días y dos noches de un patrullar agotador entre campos sembrados de minas terrestres. Es de mañana, muy temprano, y aún sujetan el fusil entre sus manos después de una larga duermevela. Demasiado jóvenes, orgullosos y llenos de testosterona como para reflexionar sobre la vida o para pensar en el peligro o el cansancio. La boina de pana cayéndoles sobre el ojo derecho. Tres soldados; dos cabos y un sargento. 
Era el tiempo de las expediciones, de las largas marchas por lejanías geográficas, de inolvidables noches de permiso alojados en burdeles junto a hermosas putas rumanas, y de muchos atardeceres dorados cayendo en un horizonte enrojecido sobre el Mediterráneo azul. Pastores turcos parlando en una lengua extraña bajo el sol vertical. El tiempo de la aventura por tierras exóticas en todo su esplendor.
Pero en realidad me quedé pensando en otra foto en la que solo se observa el pueblito machacado de Agios Giorgios. En 1974, los turcos desplegados en aquella región habían condenado al exilio a toda la población civil por el capricho de un comandante borracho. Hasta la fecha nunca nadie ha regresado, temerosos de volar en pedazos por la acción de las minas terrestres. 
En primer plano de la foto se ve el techo hundido de una casa abandonada, destrozada por un obús de artillería; antiguo hogar de la familia de campesinos que huyó con lo puesto, desesperada, escapando entre columnas de humo negro, dejando atrás la mesa servida, la ropa tendida, el perro atado y hasta los juguetes del crío tirados en el jardín.
Allí, junto a los cascos azules de varios países viví cosas que conté lo mejor que pude, y otras que callé y no contaré nunca, o no contaré del todo; no por vergonzosas, pues fueron todo lo contrario, sino porque a algunos les habría costado un consejo de guerra. No siempre los corderos son tan buenos como cuenta la historieta. 
Para mi, Chipre fue un gran lección personal. Fueron seis meses en los que aprendí, junto a experiencias vividas en otros lugares (Perú, sur de Colombia, México, Guatemala), acerca de la manifestación real del ser humano.
El ser humano es un animal muy peligroso, y el mundo es un lugar muy cruel e injusto, con reglas caóticas en las que es preciso estar preparado para moverse. Allí, en ese mundo en el cual me moví, pude comprender que el ser humano es fundamentalmente un hijo de la gran puta. Después, si lo miras en detalle es otra cosa. De cerca ya suele ser diferente, pero en general su comportamiento es mas negativo que positivo; es depredador, quiere comer, procrear, dormir, calentarse, tiene relaciones de grupo, persigue el liderazgo, etc. Luego la educación, la cultura, el sentido común o el miedo a la ley, hacen que el ser humano se domestique y se comporte adecuadamente. Entonces su parte positiva puede manifestarse con mas esplendor. Pero cuando llega la guerra, el caos, el desastre, el terremoto, las torres gemelas se caen, el Titanic se hunde, cuando el desastre llega con sus reglas inmutables y permanentes, el ser humano corre el riesgo de volver a ser lo que siempre fue; salta el barniz y aparece nuevamente el depredador, el asesino, el ambicioso, el lujurioso. 
Entonces ahí es cuando resulta importante estar preparado. Y saber eso nos debería llevar a un replanteo de la educación. Actualmente a los niños se les protege demasiado, se les oculta la realidad y se los vuelve inútiles, dependientes. Se les enseña que en el mundo los lobos son buenos, que los osos polares son bondadosos y cariñosos, que las orcas son entrañables, que el hombre es estupendo y que todos nos queremos mucho. Y no, el mundo no es así. 
El ser humano es un cabrón cuando dobla la esquina porque la crueldad está en sus genes, en su memoria histórica, y los osos polares son carniceros y el mundo es un lugar muy peligroso. 
Los niños de hoy no han sido adiestrados para esta realidad. 
Nuestros abuelos lo sabían; sabían que había dolor, enfermedad, fiebre tifoidea, guerra y muerte. Ahora no. Todos creemos que estamos a salvo. Y cuando llega la realidad estamos indefensos. Esta  actual pandemia de coronavirus es un ejemplo de todo esto.
Hoy hay una mayor indefensión, una menor capacidad de afrontar, de responder a la realidad de la vida. Y eso es muy peligroso, porque nos deja indefensos cuando llega el malo, el que sabe que el oso come y que el ser humano es un bastardo o que una pistola mata. Ese tiene la ventaja, y ese gana la batalla.
Vivir en un mundo difícil te deja una mirada; te quita ilusiones, te quita palabras con mayúscula y te deja lucidez, no por mérito sino por la vida que has llevado. Y con esa lucidez aprendida (que no siempre es simpática o amable), intento mirar el mundo y al ser humano. 
Por eso, cada vez que me tropiezo con alguna foto o algún recuerdo se disparan en mi memoria los mecanismos que aprendí. Cuando encuentro un superviviente me veo a mi mismo reflejado en él y me pregunto de que fue capaz para seguir vivo. 
Quizá sobrevivir donde otros no lo consiguieron implica cierta clase de vileza. Como decía Mario Puzo: "los tontos mueren".
Creo que esos son los animales más auténticos, los que se muestran y actúan en la adversidad tal y como son. 
En fin. Seres humanos.

domingo, 1 de marzo de 2020

El mejor analgésico para aliviar la estupidez


Hace unos días, mientras viajaba en el tren matinal de las 05:30 rumbo al trabajo, di con una nota del escritor Damián Tabarovsky publicada en el portal online "letras libres", en la que hablaba sobre la Argentina, la política y la Cultura.
Antes de entrar en la calidez del vagón y de sentarme cómodamente para iniciar mi viaje diario, el clima al aire libre de la vía pública era desalentador. La madrugada estaba horrible; el viento peinando los edificios y las estatuas, los ciclistas resbalando sobre las calles espejadas por el hielo, un frío de los mil cojones y todo eso. Ya saben, un clásico invierno suizo. Entonces, en mi medio despertar y todavía entumecido por la paliza que la lluvia y la nieve me habían propinado sobre la bicicleta, estiré el índice para pulsar la pantalla del móvil y allí estaban aquellas letras.
Siempre me ocurre igual. Una frase en algún libro que estoy leyendo en ese momento, algún título de alguna nota que me resulta interesante o esa idea suelta que cae en mis manos en el momento apropiado, y en mi cerebro se acciona el gatillo imaginario que activa una especie de mecanismo de disparo en la cabeza, y luego, cuando al final del trajín semanal alcanzo por fin la calma, en la confortable tranquilidad y el silencio de mi biblioteca, aquella idea que fui rumiando durante unos días suele salirme a través de los dedos, bailando sobre las teclas del ordenador, y explotar en forma de nota o crónica como si fuera un disparo de escopeta, el seco jab de un boxeador o una patada en la boca. Es que escribo con las tripas, oigan, y eso, como dijo el buen Hemingway "me ayuda a quemar la grasa del alma".
El asunto, como les contaba, es que leí esa nota de Tabarovsky y quise compartirles lo que interpreté y lo que pienso al respecto. A grandes rasgos, el tipo propone establecer las diferencias con las que las últimas gestiones políticas de Argentina (léase Kirchner y Macri), abordaron la situación de la cultura en el país en, por lo menos, los últimos 10 años, abriendo aún más la brecha ideológica entre ellos, y estableciendo barricadas infranqueables a ambos lados de esa árida frontera imaginaria mientras despliega, a manera de bandera a conquistar en un combate, la ya muy golpeada y prostituida palabra "Cultura". En mi opinión, más de la misma y estúpida demagogia sin aporte favorable ni sentido común. Es que el grano en el culo se llama Argentina, donde nada cambia nunca y las disputas siempre van más allá de cualquier gestión política.  
El punto está en que ese intento de achacarle todo el mal a uno u otro sector partidario no me sorprende, oigan, pues se trata de la típica personalidad masificada del argentino promedio; un extraño ciudadano que siempre vota más en contra que a favor, y al que casi siempre le cuesta horrores ser ecuánime, es decir, reconocer alguna mínima virtud en su adversario.
Y aquí les va mi gatillazo de escopeta al cerebro, porque a más de uno le vendría de maravilla airear un poco la cabeza: la palabra cultura, en Argentina, sigue en boca de los de siempre. Y los de siempre, pocamierdas iletrados que lo mismo valen para Industria que para Exteriores o Educación y Cultura, o para secretarios de algún sindicato pedorro, marcan el pulso y el tono del asunto. Y el tono lo registra, con admirable sintonía, toda la murga de oportunistas, y retrasados mentales, y caraduras que viven de chupar la teta y el subsidio de un Estado que hace mucho, es un Estado fallido. Y el drama es que esto no es una simple gestión política, como dije más arriba, sino más bien una enfermedad social crónica y degenerativa. Y mientras tanto el entorno, y los grandes medios de "Prensa" del país, y la madre que los parió a todos, por no verse descolgados de la moda, por no quedar fuera de lo políticamente correcto en relación con la cultura o con lo que sea, aplauden y mueven el rabo con la fe exaltada de un creyente fanático. El resultado está a la vista: una multitud de analfabetos que nunca ojearon ningún cuento de Borges, y que consideran el diseño como única expresión cultural, sinvergüenzas y tontosdelculo aplaudiendo como bufones un discurso plano y vacío, facilón y asumible sin esfuerzo. El relato oficial cotidiano transformado en diálogos tan elementales como el mecanismo de un sonajero, pero revestidos de grave trascendencia. Toda esa moralina idiota y superficialidad inaudita, más falsa que una moneda de plomo, adormecida y regada por la basura de la puta tele y el show vulgar y bronco del Marcelo Tinelli.
Pero oigan, que no todo está perdido. Aunque la cosa no de más de jodida, siguen existiendo mecanismos para pelear contra la estupidez y la barbarie, pequeñas herramientas que nos permiten sobrevivir en medio del caos general que nos rodea, analgésicos que nos ayudan a amortiguar el dolor que produce habitar en un entorno tan hostil. Me refiero a los libros, a algunos libros clave donde cada uno, solito, desde la relativa tranquilidad que garantiza un entorno privado puede, con algo de tiempo y esfuerzo, dar batalla a la demagogia que copa las calles. Y a aquel que le resulte imposible acceder a los libros de papel, tiene siempre el último recurso de conectarse a internet y leer online, igual que están haciendo ahora mismo con este chisme que les estoy contando. O sea, a ver si nos entendemos, que hoy en día es analfabeto el que quiere. Y no se ponen más excusas, compadre.
Fíjense bien. No hay mejor vacuna contra la estupidez que el conocimiento. Y de eso se trata la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirles que lean, que miren y, si se puede, que viajen lo más largo y lo más lejos que alcancen.
Busquen, revisen, sean curiosos. Para conocerse, para comprender, lean al menos lo básico, Estudien la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Estudien latín si pueden (en internet hay muchos cursos gratis y abiertos para todos), y dedíquenle al asunto aunque sea unas semanas o meses, para tener la base, la madre y el universo de la lengua castellana que hablan, ese eficaz y bellísimo instrumento que en todo el mundo conocen como español. Lean como mínimo a Quevedo y a Cervantes, y descubran como se vivía en la vieja tierra de donde llegaron nuestros abuelos. Aprendan las diferencias entre las diversas regiones de España, para no quedar luego como idiotas señalando a todos los españoles bajo el mote de "gallego". Para aprender eso lean cualquier novela de Pérez Galdóz, que era canario, o un libro de Pío Baroja, que era vasco, o descubran a Moratín, que era madrileño. Rastreen sus textos y encontrarán etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas. Con algunos de ellos aprenderán también fácilmente Historia, y eso les llevará a Heródoto, a Tácito y a tantos otros griegos y latinos. Pónganlos a todos ellos en buena compañía en una pequeña biblioteca personal o en un archivo de sus ordenadores junto a Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Joseph Conrad, Jack London y Borges, entre otros. No olviden el nuevo testamento y recuerden que, antes de los romanos, el principio de todo fue la Biblia (pero léanla con calma, como una simple y hermosa novela donde se narra el mundo y sin ese fervor dogmático de religioso bruto y anacrónico), y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a la obras de Platón y Aristóteles.
En síntesis, les recomiendo que viajen con la cabeza cuando lean, y si pueden hacerlo de verdad háganlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Así verán qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cura de campanario sobreviven a un paseo tranquilo por la Torre Eiffel, a una mañana soleada en la cumbre del Machu Picchu, a un festín de tortillas calientes con arrachera y queso de Oaxaca fresco en el mercado Juárez de Guadalajara, a una caminata por el casco viejo de Mallorca, a una navegación por el río Mekong a bordo de una larga canoa de madera entre Laos y Tailandia, al emocionante sonido de una llamada a la oración por los altavoces de todas las mezquitas mientras cae la tarde sobre el Mediterráneo azul y la Kasbah de Tánger, o a un buen trago de vino rojo, mientras hueles el aire cargado de sal en el puerto de Marsella. Si hacen eso (o al menos sueñan con hacerlo), conocerán la única patria que de verdad vale la pena.
Pues nada. Que quise contarles lo que entiendo por Cultura y ahí les dejo humeando el escopetazo.

sábado, 4 de enero de 2020

2020: una mirada al tablero geopolítico global


Sebastian Galarza, Luzern, Suiza.

En los inicios de una nueva década, nadie sabe ya cuál es la posición de Estados Unidos de cara al mundo. A medida que Washington promete todo y no cumple nada, las potencias regionales han empezado a buscar sus propias soluciones, mediante la violencia o la diplomacia.

Los conflictos locales en el diverso mosaico global reproducen tendencias mundiales. Sus formas de encenderse, desarrollarse, persistir y llegar a una solución reflejan los cambios en las relaciones entre las grandes potencias, la intensidad de su rivalidad y el grado de ambición de los actores regionales. Así se ponen de manifiesto cuestiones que obsesionan a la opinión pública internacional. Hoy, esas guerras "de baja intensidad" cuentan la historia de un sistema global atrapado en las primeras olas de un cambio trascendental y unos líderes regionales al tiempo envalentonados y asustados por las oportunidades que ofrece esa transición.
El tiempo dirá hasta qué punto el unilateralismo en las transacciones, el desprecio a los aliados tradicionales y el coqueteo con los rivales de siempre que está mostrando Estados Unidos perdurará, y en qué medida desaparecerá cuando acabe la presidencia de Donald Trump. No obstante, sería difícil negar que algo está en marcha. Las relaciones y el equilibrio de poder que antes servían de base al orden mundial (por más que fueran imperfectos injustos y problemáticos), ya no funcionan. Washington desea conservar las ventajas de su liderazgo y se muestra reacio a soportar las cargas que entraña. Como consecuencia, es culpable del pecado cardinal de cualquier gran potencia: permitir que crezca el abismo entre los fines y los medios. En estos tiempos, ni los amigos ni los enemigos saben del todo cuál es la posición de Estados Unidos.
Los roles de las otras grandes potencias también están cambiando. China muestra la paciencia de una nación segura de tener cada vez más influencia, pero sin prisa por ejercerla. Escoge sus batallas y se centra en las que considera prioritarias: el control interno y la represión de la posible disidencia (como en Hong Kong o en las detenciones masivas de musulmanes en Xinjiang), los Mares del Sur y de China Oriental y la incipiente guerra tecnológica con Estados Unidos. Todo lo demás son objetivos a largo plazo.
Rusia, por el contrario, es un país impaciente, agradecido por el poder que le han otorgado éstas circunstancias extraordinarias y deseoso de reafirmarlo antes de que sea demasiado tarde. La política exterior de Moscú es oportunista, consistente en aprovechar las crisis en su propio beneficio, aunque es posible que esa sea hoy toda la estrategia que se necesita. Trata de demostrar que es un socio más sincero y fiable que las potencias occidentales y respalda a algunos aliados con ayuda militar directa, mientras que en otros, como Libia y África Subsahariana, envía a contratistas privados para dejar clara su creciente influencia.
Para todas estas potencias, la prevención y la resolución de conflictos tienen escaso valor intrínseco. Juzgan las crisis en función de lo beneficiosas o perjudiciales que pueden ser para sus intereses, cómo pueden promover o debilitar los de sus rivales. Europa podría ser un contrapeso, pero, precisamente cuando debería llenar el hueco, está debatiéndose con sus turbulencias internas, las desavenencias entre sus líderes y una obsesión con el terrorismo y la inmigración que, a menudo, pervierte la política.
Las consecuencias de estas tendencias geopolíticas pueden ser letales. La fe exagerada en ayudas externas puede distorsionar los cálculos de los actores locales, empujarlos hacia posiciones inflexibles y alentarles a correr riesgos contra los que creen estar inmunizados. En Libia, la crisis corre peligro de sufrir una metástasis porque Rusia está interviniendo en favor de un general que se dirige a la capital, Estados Unidos transmite mensajes ambiguos, Turquía amenaza con acudir al rescate del Gobierno y Europa (a muy corta distancia), exhibe su impotencia en medio de divisiones internas. En Venezuela, la obstinación del Gobierno, alimentada por la convicción de que Rusia y China van a amortiguar su caída económica, choca con la falta de realismo de la oposición, reforzada por las insinuaciones estadounidenses de que va a derrocar al presidente Nicolás Maduro.
Siria (una guerra que no aparece en esta lista), ha sido un microcosmos de todas estas tendencias: allí, Estados Unidos combina la grandilocuencia de la potencia hegemónica con la postura del espectador. Los actores locales (como los kurdos) se sienten alentados por las promesas desmesuradas de Estados Unidos y decepcionados cuando no las cumple. Rusia, por su parte, defiende a su brutal aliado, mientras que otros países de la zona (en concreto, Turquía) tratan de aprovecharse del caos.
Las malas noticias pueden contener un lado positivo. A medida que los dirigentes ven las limitaciones del respaldo de sus aliados, empiezan a comprender verdaderamente la realidad. Arabia Saudí, animada inicialmente por el aparente cheque en blanco del gobierno de Trump, hizo una demostración de fuerza regional hasta que una serie de osados ataques iraníes y la falta de reacción de Estados Unidos demostraron al reino del Golfo hasta qué punto estaba en peligro, lo que le obligó a buscar un acuerdo en Yemen y, tal vez, relajar la tensión con Irán.
Para muchos estadounidenses, Ucrania evoca un sórdido caso de intercambio de favores y el proceso político que puede llevar a la destitución de Trump. Pero para su nuevo presidente, Volodímir Zelenski, que se encuentra en el ojo de ese huracán, la prioridad es acabar con la guerra en el este del país, un objetivo para el que parece ser consciente de que Kiev necesitará hacer concesiones.
Hay otros que quizá puedan reajustar también sus posturas: quizá el gobierno afgano y otros poderosos antitalibanes acepten que las tropas estadounidenses no van a estar siempre allí, e Irán y el régimen de Siria vean que las nuevas bravatas de Rusia en Oriente Medio no los protege contra los ataques israelíes. Puede que no se queden totalmente abandonados a su suerte, pero, si el apoyo de sus aliados solo llega hasta cierto punto, es posible que vuelvan a bajar a la tierra. El realismo tiene sus ventajas.
Existe otra tendencia que merece nuestra atención: el fenómeno de las protestas masivas en todo el mundo. Es un descontento igualitario, que sacude países gobernados por la izquierda y por la derecha, democracias y autocracias, ricos y pobres, de Latinoamérica a Asia, pasando por África. Especialmente llamativas son las de Oriente Medio, porque muchos observadores pensaban que las ilusiones rotas y los terribles baños de sangre que siguieron a las revoluciones de 2011 serían disuasorios.
Los manifestantes han aprendido, se plantean la lucha a largo plazo y, en su mayoría, evitan la violencia, que hace el juego a los gobernantes a los que se oponen. Las élites políticas y militares han aprendido también, y recurren a medios diversos para capear el temporal. En Sudán, seguramente uno de los casos más positivos de este último año, las protestas desembocaron en la caída del histórico autócrata Omar al Bashir y pusieron en marcha una transición que quizá traiga un orden más democrático y pacífico. En Argelia, en cambio, los dirigentes se han limitado a mover las sillas. En muchos otros países, demasiados, han recurrido a la represión. Aun así, en casi todos, sigue vivo el sentimiento de injusticia económica que sacó a la gente a la calle.
Si los gobiernos, viejos o nuevos, no son capaces de abordarlo, es de prever que este año arderán más ciudades.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Sobre recuerdos, patrias y utopías


Hace un rato vi en la prensa una noticia sobre el lugar donde nací, así que recordé aquel sitio que dejé atrás; la Argentina. El titular del diario La Nación era lapidario: “Por las crisis. Tres de cada cuatro argentinos consideraron emigrar”. Entonces reviví mi propia historia mientras leía.
Comencé a irme mentalmente de allí hace varios años (15 o algo así), desde que vi como el entorno que me rodeaba se caía a pedazos, y desde que tomé conciencia que la cosa no iba a cambiar. Nunca.
Me fui primero por un tiempo y regresé una vez, después de vivir 3 años en México, y al volver de ese viaje tuve la secreta esperanza de que algún milagro podría haber hecho que todo sea distinto. Pero me bastó con salir a la calle y un rato de verle la cara a la gente para que mis esperanzas se rompieran, sin anestesia, una vez más y definitivamente. Como tantas otras veces, comencé a preguntarme qué carajo estaba haciendo allí. ¿Que esperaba? ¿Por qué no me iba para siempre de una vez por todas? Y así encontré mi propia respuesta: ese país era un lugar en el que si te ibas un par de semanas y regresabas, todo había cambiado. Pero si te ibas por 20 años y regresabas, nada había cambiado. El tiempo era solo un número. Pero el drama cíclico seguía girando sobre el eje roto de un carrusel sin solución. Igual que ocurre ahora mismo, y ocurrirá por meses y años y décadas, y así por siempre.
Entonces volví a irme, pero esta vez sin fecha ni ánimo de retorno. Y cuando me largué de nuevo en esa oportunidad, supe que ya no volvería atrás. Que era la última. Allí cambió mi forma de pensar. Supe que las ganas de volver, extrañar, la nostalgia y todo eso era un gran verso. No se extraña un país. Se extraña el barrio en todo caso, pero también lo extrañas si te mudas a diez cuadras. El que se siente "patriota", el que se cree que pertenece a un país y que solo por eso tiene una "identidad", es un tarado mental y un perfecto idiota.
La patria es un invento urdido por poderosos para derramar sangre joven en nombre de estupideces, igual que el ultra-nacionalismo o el dogmatismo religioso lo fueron en su momento, o lo siguen siendo. Simple basura mediática para agitar a las masas incultas, a las ovejas descerebradas que marchan cantando alegremente al matadero. He visto morir gente en guerras crueles o genocidios atroces perpetrados en nombre de alguna de esas causas infames. La fiel manifestación de la puerca condición humana. Yo, por ejemplo, que nací en Misiones ¿qué tengo que ver con un platense, un salteño o un pampeano? Son tan ajenos a mí como un suizo, un asiático, un ruso o un africano. Son simples estadísticas. Números sin cara. No tengo sentimiento alguno en común con ellos, y por lo tanto ninguna razón por la que pelear o morir en nombre de las causas que ellos abracen. Saber esto fue una de las tantas causas que pusieron fin a mi oficio de soldado profesional. En buena hora, para aquel momento.
En realidad uno se siente parte de muy poca gente. El país de uno son sus amigos, y eso sí se extraña. Pero con el tiempo también pasa. Como todo pasa con el tiempo.
Lo único que siempre tuve muy claro es que cuando uno tiene la chance de largarse de Argentina, la tiene que aprovechar. Es un país donde no se puede ni se debe vivir. Te hace mierda. Si te lo tomas en serio, si piensas que puedes hacer algo para cambiarlo, te haces mierda. Es un país sin futuro. Un país saqueado y depredado, y no va a cambiar. Los muchos que se quedan (porque no tienen otra opción) con la idea de que algo va a mejorar, se frustrarán todo el tiempo; y los mismos de siempre que perduran amasando el botín, no van a permitir que la cosa cambie nunca, porque les conviene que así sea. Me refiero a esa casta infame, corrupta y podrida que se hace llamar “clase política”, que lucrará para siempre con el dolor de la gente. Porque de eso se trata, oigan. Es un sistema concebido para aplastar la inteligencia y machacar el futuro.
La Argentina es cualquier otra cosa menos un sitio adecuado en donde prosperar. No es un país. Es una trampa. Alguien inventó algo como la zanahoria del burro y todos repiten: "puede cambiar", o "tenemos esperanza". La trampa es que te hacen creer que puede cambiar. Lo sientes cerca, crees que es posible, que no es una utopía, que es ya, o mañana. Y siempre te cagan. Siempre.
Llegan los “jóvenes idealistas” con sus putas y anacrónicas ideas socialistas y sus jodidas “buenas intenciones”, y hacen temblar el país entero a punta de atentado, secuestros y asesinatos impunes en nombre de dudosos “juicios populares”. O vienen los militares y matan 30.000 tipos, mochando parejo todo lo que se les cruza por delante. O viene la democracia y las cuentas no cierran, y otra vez la inflación y a aguantar y a cagarse de hambre. Y lo único que puedes hacer es intentar sobrevivir o no perder lo poco que tienes. Y el que no se muere de un infarto o queda tullido o idiota en una silla de ruedas, se traiciona a sí mismo y se hace mierda. Y encima te dicen que tu y que todos somos culpables.
Son muy hábiles los bastardos que manejan la Argentina, sean “fachos” o “zurdos”. Todos son unos hijos de la gran puta. Pero hay que reconocer que son inteligentes. Saben trabajar a largo plazo.
Cuando me fui de la Argentina en realidad no me fui alegremente porque quise ser un maldito turista aventurero. Me fui porque me echaron. Como siguen echando a todos los que tienen alguna posibilidad y deciden largarse. Entonces comprendí que mi país había muerto para mí, que se acabó, que ya no existe. Así que me dejé de joder con la nostalgia y di el portazo detrás mío. No me siento culpable por eso. No me siento culpable de nada. Cuando se trata de seguir vivo no hay reglas. Las reglas se borran. Vale todo. Apretar los dientes y acuchillar a mansalva hacia adelante es lo único que cuenta. Pero hay que estar entero. Uno puede venderse pero no entregarse. Hay que aguantar, porque algún día se saldrá del túnel y se volverá a ser uno mismo. Y para cuando ese día llegue se precisará aplomo y mucha serenidad. Solo hay que ser estoico, valiente y no perderse en el camino.
En síntesis. La vida de inmigrante termina empujando al individuo hacia lugares impensados, y algunas veces acabas convertido en un simple mercenario para poder seguir vivo. Y ya se sabe que los mercenarios no suelen ser los individuos mas honrados ni los más piadosos , pero casi siempre suelen ser hombres valientes. Y eso es lo único que cuenta en estos casos. A mucha honra.
Muchas veces, las durezas de la vida de inmigrante despierta en los hombres el dolor de la lucidez. Sin límites. Sin piedad.
Entonces uno establece prioridades y cae en cuenta de cómo es la cosa en realidad, y lo que realmente importa: la patria está donde se vive bien.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Un salto a la libertad: a 30 años de un evento que cambió el mundo. Reportaje a un refugiado que mira hacia atrás


Sus compañeros fueron atrapados, pero Uwe Kunz logró huir del Muro de Berlín en 1988. Durante el recorrido con él por las antiguas instalaciones fronterizas, queda claro cómo se sigue sintiendo la división de Alemania en la actualidad.

Sebastian Galarza, para Enlace Crítico, Berlín.

Se para en la punta de la escalera, y con sus dedos alcanza la cima del Muro de Berlín. "¡Alto o disparo!", grita un guardia detrás de Uwe Kunz. Él sabe que solo tiene un intento. Se inclina ligeramente hacia adelante, corre, salta y se impulsa sobre la pared con todas sus fuerzas. Cae a cuatro metros de profundidad, del otro lado. Al aterrizar en el oeste (la zona libre occidental), rebota sobre sus caderas y se dobla un pie. Si se hubiera quedado atrás, los guardias podrían haberlo atrapado. Uwe habla de puertas colocadas en la pared para llevar a los fugitivos heridos de regreso al este, a esa enorme prisión soviética que latía a cielo abierto. “Al otro lado”, repite. “Soñábamos con pasar al otro lado”.

Él escapa, pero sus compañeros son arrestados. No es la única razón por la que las horas posteriores a la fuga son peores para él que las anteriores. Había visto la fuga más bien como un desafío deportivo. "Realmente no tenía miedo", dice Uwe. Pero luego se siente molesto, inseguro y extraño. Llama por teléfono a su madre, le cuenta de su llegada al oeste. Ella cae de rodillas. Más tarde pide ayuda a la policía y lo llevan a un hospital. En su primera noche en Occidente, no puede dormir.

El pasado 9 de noviembre de 2019, la caída del Muro cumplió su 30 aniversario. Solo en Berlín, al menos 5.000 ciudadanos de la RDA (República Democrática Alamana, país que integraba el antiguo sistema comunista de la Unión Soviética), huyeron a través de la frontera interior alemana hacia el oeste (zona occidental y libre de comunismo). 140 personas murieron en el muro. Después de su construcción en 1961, fue relativamente fácil cruzar la frontera. Pero la Stasi (la temible policía secreta de la Alemania soviética), analizó cada intento de fuga y frustró una escapatoria tras otra. Cuando Uwe escapó en la primavera de 1988, el muro estaba bien asegurado, y nadie esperaba que cayera el año próximo.

Uwe lleva al reportero de Enlace Crítico a lo largo de la antigua frontera interior de Alemania, a dos viejos bloques de viviendas en la Leipziger Strasse, la calle en donde aún se observan los vestigios de aquel tiempo. Aquí comenzó su nueva vida. Desde un edificio podía espiar a los guardias fronterizos y refinar su plan de escape. En la noche del 4 de mayo de 1988, él y sus compañeros se acercaron a la pared a través de la planta baja del otro bloque habitacional, sin que los guardias los vieran. El amigo de Uwe, Andreas (cuyo amigo Simon y él mismo entraron al edificio, camuflados como obreros), disfrazaron el escape. Es por eso que la larga escalera no se notaba.

Puerta de entrada a ninguna parte. A finales de 1961, la parte oriental (Este) de Berlín estaba completamente cerrada. El límite corría detrás de la Puerta de Brandenburgo, el corazón de la actual capital de Alemania.

Hoy, Uwe trabaja como operador de cámara en un canal de televisión en Berlín. Los periodistas de la capital lo conocen, pero pocos saben de su historia. A temprana edad aspiró a una carrera como atleta. Pero aquellos que querían convertirse en algo en la RDA (la ex Alemania comunista), generalmente tenían que someterse al régimen, y esa no era una opción para él.

De Berlín a Tailandia

Uwe tiene 55 años. La mayor parte del tiempo usa zapatillas de deporte y lleva el cabello canoso peinado hacia atrás. Sus anchos hombros eran aún más anchos en 1991: ese año fue subcampeón europeo de culturismo. Arnold Schwarzenegger fue su gran modelo a seguir. Occidente y los países lejanos siempre le han fascinado. "Huí porque quería conocer otras culturas", dice. Cuando ya no era feliz en Berlín Occidental, emigró a Tailandia y permaneció allí durante 16 años.
Su matrimonio con una mujer tailandesa produjo dos hijos, que ahora son adultos. En Bangkok, la capital de aquel país, tenía una fábrica de muebles con 35 empleados, dice Uwe. Como la compañía ya no era lucrativa, regresó a Berlín en 2010, donde vive actualmente con su segunda esposa y su hijo pequeño. Mientras tanto, la capital alemana es demasiado agitada para él. “Si pudiera, me alejaría de nuevo”, remata.

Con pasaporte para visitar a la abuela

Sus raíces están en Berlín. La abuela de Uwe vivía aquí, en Gleimviertel, en el distrito de Prenzlauer Berg. Cuando Alemania se dividió, la frontera con Berlín Occidental corrió por allí. Los visitantes solo podían ingresar al distrito con un pase. Un viejo cartel de información es solo un recuerdo ahora, y actualmente el lugar se encuentra en medio de una obra en construcción cerrada. Una excavadora se mueve de un lado a otro, pero Uwe todavía quiere leer lo que está escrito en el metal herrumbrado. Pega una patada, tira la barrera de advertencia a un lado y comienza a correr. Hace gestos con sus manos a los obreros en señal de que no está haciendo nada malo.
Tal vez sea la casa de la abuela en Gleimstrasse, de donde proviene el anhelo de libertad de Uwe. Cuando era niño, se quedó una vez en el balcón mirando hacia el oeste. Aquella tierra desconocida había despertado su imaginación infantil, esa vez que su abuela saludó desde el balcón a los familiares en Berlín Occidental. Las visitas de tíos y tías rara vez eran posibles.

Los rastros están borrosos

De las personas que vivían en ese momento en Gleimviertel, solo han quedado unas pocas. Entre las tiendas de alimentos naturales y los estudios de yoga, es fácil olvidar que la ciudad solía estar dividida por aquí. Uwe ahora quiere ir a un lugar que le invita a recordar. A pie se dirige al monumento conmemorativo del Muro de Berlín en Bernauer Strasse. En el viento de otoño, Uwe sigue murmurando:"Las cosas son tan diferentes hoy" o "apenas las reconozco".
En una parada de autobús cuelga un afiche publicitario del club de fútbol Hertha BSC. En él se lee: "Si ves el Muro de Berlín es porque la ciudad está muy cerca". Para algunos podría resultar divertido, pero a Uwe no le gusta el póster. Solo unos cientos de metros más adelante hay una piedra con los nombres de los alemanes orientales que murieron en el muro. Nos acercamos al monumento al aire libre, que atrae a muchos turistas en esta fría mañana.
En el suelo de piedra, las líneas de metal muestran el lugar exacto por dónde una vez corrió la frontera. Se ven partes de una pared y una torre de vigilancia. En el medio hay paneles de información, cámaras de vídeo en la punta de los postes de alumbrado y una plataforma de observación para coronar un área ciudadosamente preparada. La minuciosidad alemana se manifiesta aquí en dos sentidos: en el radicalismo con el que dos países se hicieron un solo país, y en la precisión que se observa en el trabajo realizado. Uwe parece extrañamente fuera de sí en este lugar. Los turistas exploran aquí la historia alemana, pero él explora la suya, y esa expedición al pasado nunca parece estar completa.

Vista del muro en Bernauer Strasse alrededor de 1980.

El memorial sobre Bernauer Strasse ahora, noviembre de 2019.


Uwe se detiene frente a la torre de vigilancia que se eleva sobre la pared. Afilada y en ruinas, la construcción de nueve metros de altura se alza allí y da testimonio de la absurda idea de encarcelar a la propia gente. Uwe dice que le gustaría saber cómo se siente mirar desde esa torre. Nunca trató de visitar una. Luego habla de un hombre que conoció mucho después de la caída del Muro en su vida profesional. Había servido en las tropas fronterizas de la RDA (la ex República Democrática Alemana). Cuando Uwe le describió su escape, el hombre le había dicho que si hubiera estado de servicio en ese momento, él no habría escapado.

El pasado es una sombra que parece seguir a Uwe constantemente. Ahora continúa por el distrito de Mitte, donde él creció. En el tiempo de la Guerra Fría, el barrio de Mitte era el amortiguador entre Oriente y Occidente. Las casas mejor ubicadas no se podían habitar, porque el muro cortaba el centro del vecindario. Desde la reunificación, Berlín ha cambiado tanto como cualquier otra ciudad alemana, y Uwe todavía está intentando aceptar eso. Su voz se vuelve más fuerte en el Hackescher Markt. "Solía ​​ser un barrio de clase trabajadora", dice. Hoy en día, los turistas pasean entre boutiques y los hipsters organizan comidas callejeras.

El estado como religión sustituta

En el Hackescher Markt, uno debe buscar las huellas del socialismo con una lupa. No muy lejos de la catedral de Berlín, el Este y el Oeste, sin embargo, son literalmente opuestos. Además del enorme edificio nuevo del Ministerio de Relaciones Exteriores, hay un edificio prefabricado con arte de fachada socialista. Uwe está seguro de que los inquilinos que alguna vez trabajaron en el aparato estatal de la Alemania comunista todavía viven aquí. En ese momento contrae las cejas, y unas arrugas se le forman en torno a los ojos y sobre la frente. En la RDA, el estado se propagó como una religión sustituta, de la que Uwe siempre sospechó. Reitera la pregunta que lo llevó a Occidente: "¿Por qué debía permitirme un régimen que no me interesaba?"
Poco después de su fuga, el periódico "Bild" quiso presentar a sus lectores la historia del joven deportista. Para Uwe, esa entrevista sería la primera experiencia negativa en su nuevo hogar. Fue tratado con arrogancia. Le habían ofrecido rollos de salchicha, con la observación de que no sabía qué era esa cosa. En el editorial fue inmediatamente etiquetado como “sin dinero”. Pero Uwe huyó con 5.000 marcos en el bolsillo, cambiados en la RDA, a un tipo de cambio escandaloso. Se había ganado el dinero trabajando como portero nocturno en el Hotelhochaus de Alexanderplatz.

30 años de silencio

Después de esa entrevista, pasaron 30 años antes de que Uwe volviera a hablar públicamente sobre sus experiencias. Sin embargo, la impresión por la conversación no quedó sin efecto. El entonces presidente federal Richard von Weizsäcker aparentemente había leído su historia. Cuando visitó un centro de recepción para refugiados del muro, reconoció a Uwe y habló con él. Uwe le contó sobre la fuga fallida de sus dos compañeros. Weizsäcker le dijo que no debía preocuparse. Como a muchos otros refugiados, la República Federal ayudaría también a los dos hombres a escapar.
Uwe escapó del régimen, pero nadie puede escapar de su propia biografía. Incluso hoy se queja de que la RDA le ha impulsado a construir una carrera deportiva, y que al escapar tuvo que comenzar completamente de cero, a la edad de 24 años. No había esperado el rechazo de muchos occidentales hacia los orientales. Él cree que las mentes de los alemanes han establecido una caricatura de la RDA, de sus “pobres hermanitos comunistas” . Uwe elogia el sistema educativo comunista, y se entusiasma con el recuerdo del maestro que lo entrenó de joven al iniciar su carrera. Tenían que improvisar mucho en Oriente y siempre se ayudaban mutuamente.
La sólida cohesión, el ingenio en la economía de escasez: son frases que uno escucha una y otra vez de alemanes orientales. "Teníamos que vivir con poco, y eso es un arte", dice Uwe, y agrega: "También puedo estar orgulloso de haber tenido que ir por otro camino". El Muro es y seguirá siendo parte de su vida; no solo mentalmente, sino también materialmente. La oficina del canal de televisión donde trabaja se encuentra directamente en la antigua frontera interior de Alemania. Un pedazo largo del muro que recuerda la división alemana, y un pasado que aún no ha pasado del todo.

Un ciudadano de Berlín Occidental lee el periódico donde se anuncia la noticia, el 10 de noviembre de 1989: “El muro se fue!”

sábado, 9 de noviembre de 2019

Por las calles del "enemigo"


Paseo por Londres, sin prisas, en una de esas tardes frías y lluviosas que dieron fama a esta ciudad recostada sobre el Támesis. A pesar de todo es un lugar tranquilo, me digo, que ni las hordas de turistas ensayando poses ridículas frente a sus teléfonos móviles logran desgraciar. Vengo de ver el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham, temprano por la mañana, y de almorzar en un mercadillo al aire libre bajo un puente de hierro donde pululan los mendigos; y en la esquina de un enorme parque descubro el monumento. Es un lugar conmovedor, pues muestra las figuras de siete hombres, soldados todos (aviadores británicos que murieron cumpliendo con su deber sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial), vestidos con sus uniformes de vuelo y sus pertrechos y sus radios y todo aquello que usaban, en unas actitudes serenas y muy dignas. Son tipos muertos de verdad, piensa uno cuando los ve. Se ve que realmente lo están. Parecen fantasmas melancólicos.
El monumento se encuentra casi frente a la casa de Wellington, en la entrada oeste del Green Park, y de verdad que vale mucho la pena darle un vistazo. Estatuas de unos tipos que murieron mientras bombardeaban Alemania, causando centenares de miles de víctimas (un solo escuadrón de bombardeo era capaz de arrasar el centro urbano de una ciudad en apenas media hora en mitad de la noche y así ocurrió, por ejemplo, en Dresde, donde en solo dos noches palmaron 30 mil civiles). Y sin embargo, la idea del monumento pretende quedar por encima del horror: combatían por su patria, cumplían con su deber y cayeron como héroes. Punto. Lo demás puede (y naturalmente debe), discutirse en otros lugares. Pero aquí solo se trata de honrar a hombres valientes. A héroes de guerra.
Contemplo las figuras de bronce, brillantes por la lluvia que cae ahora como finos hilos de plata, y paso la mano sobre el relieve dorado que aparece al pie de la base de mármol: "Memorial inaugurado por Su Majestad la Reina Elizabeth II", se lee en estricto inglés. Frente al monumento hay una protesta de gente que se manifiesta contra el Brexit. Ciudadanos comunes golpeando cacharros y gritando consignas contra Boris Johnson. Individuos indignados porque unos pocos políticos idiotas les quieren arrebatar su histórica y muy arraigada identidad europeísta. Estos ciudadanos que protestan son ingleses, indudablemente, pero primero son europeos.Todos están exaltados y rodean el lugar pero nadie, absolutamente nadie se atreve a profanar el monumento. Un hombrecillo viejo de bigotes blancos y corbata azul deambula por la calle con un cartel amarillo y circular con la inscripción “Only god can rescue our nation now” (solo Dios puede rescatar nuestra nación ahora). Lleva en el pecho el emblema de la rosa roja que es el símbolo nacional británico y representa la paz y la unidad del país. Y entonces, frente a todo ese desmadre que se sucede frente a mí en singular espectáculo, permanezco parado en el pequeño oasis que representa el monumento. En él no faltan flores y hay pequeñas cruces de madera que recuerdan a familiares y amigos, a padres y abuelos caídos en aquellas acciones, y además todo está impecable, limpio, fríamente disciplinado y en estricto orden. No hay paredes pintadas ni graffitis sobre las estatuas, ni suciedad a la vista ni en los alrededores. Todo está como debe estar, en armonía con esas graves y elegantes estatuas. Entonces me digo claro, allí está la diferencia, estos tipos cuidan el detalle. Es un país sin complejos históricos. Saben que con los héroes y con la Historia no se juega, y por eso no utilizan a sus muertos como arma arrojadiza. Son ecuánimes y saben tomar distancia. Me gusta eso.
Pienso en ello mientras recuerdo inevitablemente lo que leí en la prensa sobre mi país hace unos meses: en Buenos Aires, dos veteranos pilotos argentinos supervivientes de los ataques aéreos contra la flota británica en 1982 eran insultados cuando fueron invitados a contar sus experiencias en un colegio de la ciudad. Habían sido llamados para dar una charla y se llenó el aula, pero, en cuanto abrieron la boca, dos alumnos mocosos y un adulto sacaron a relucir los 30.000 desaparecidos de la represión y la infame maniobra que fue Malvinas para el régimen militar. Eran ciertos ambos extremos, sobre los que aún se debate, y con razón, en Argentina; pero sin ninguna relación con el motivo de la charla, pues los dos pilotos, que durante la guerra tenían veintipocos años, habían sido invitados a la escuela para que hablasen de los combates aéreos que protagonizaron, de los compañeros derribados mientras atacaban a los barcos ingleses, del sacrificio suicida de aquellos jóvenes que, volando en sus Skyhawks al límite de las reservas de combustible, a diez metros sobre el mar y con salpicaduras de las olas en el parabrisas, se metieron entre la implacable defensa aérea enemiga y murieron sin rechistar, sencillamente, cumpliendo con su deber y con su oficio.
No les dejaron ni contarlo. Con la aprobación y el aplauso de alumnos y padres de ambos sexos, los dos mocosos y el adulto centraron sus preguntas exclusivamente sobre la dictadura militar, reprochando a los dos veteranos que hubieran ido allí a hablar de otra cosa. Les insultaron y les dijeron “milicos de mierda”, como se suele llamar casi siempre en Argentina a los hombres y mujeres que defienden patrimonios históricos relacionados con cualquier cosa vinculada a lo militar. Y entonces, con calma, los dos viejos veteranos recogieron sus cascos de vuelo y volvieron a colocarse sus chaquetas (porque así vestidos concurren siempre, orgullosos, a cada charla o cada evento al que son convocados), y se largaron en silencio de aquel auditorio hostil donde no eran bienvenidos, sin haber podido hablar de nada.
Parado frente a las impecables estatuas de bronce, en esta ciudad gris y melancólica, pienso ahora que Inglaterra tiene cosas muy criticables que resultan chocantes para el resto del mundo, como el colonialismo o la antigua piratería, pero sin dudas también hay que reconocerles algo: tienen un profundo respeto por sus héroes y por las batallas que libraron, y una unión cívica frente al desastre que resulta emocionante de ver. Además son una sociedad ecuánime; siempre intentan ver alguna virtud en su enemigo, como en aquel vídeo real que vi de la guerra de las Malvinas, cuando un piloto argentino, durante una batalla, volando impávido al ras del agua en su caza de ataque, entre el intenso fuego antiaéreo, se eleva un poco para lanzar sus bombas y pasa rozando el palo de la fragata desde la que le disparan; y desde el otro barco cercano, desde el que están filmando la escena, se escuchan los gritos de admiración y los aplausos de los marinos ingleses.
Son las cinco de la tarde y la noche ya cayó sobre la vieja ciudad recostada sobre el río. Camino por una orilla en dirección a Spitalfields y entonces recuerdo unas líneas de Joseph Conrad, escritas en la primera parte de El corazón de las tinieblas: “cuando camines por los cauces bajos del Támesis, honra la memoria de los hombres y los barcos que han regresado al reposo del hogar o partido hacia las batallas del océano. Aguas que han transportado a aventureros y colonos, buscadores de oro y de fama, almirantes, marineros, capitanes, mercaderes, oscuros traficantes o nobles sacerdotes, empuñando la espada y otras veces la antorcha, mensajeros todos ellos del poder y de su patria”. Tiemblo por un instante. Tal vez sea el frío o la humedad.
El viento barre las piedras de las calles espejadas por la lluvia. Vuelvo a mi habitación de mala muerte en un antiguo suburbio del este con los puños apretados y hundidos en los bolsillos, y masticando mis propios recuerdos de aquella patria ingrata y cruel de donde me tocó emigrar. Tengo por delante un camino largo y voy pensando. Claro, estos tipos creen en el detalle y en la caballerosidad. Por eso han sabido dominar el mundo con precisión y crueldad.
Como dijo mi amigo Guillermo, cada sociedad tiene el país que se merece. Es cierto, me digo. Por eso mis paisanos son tan despreciables en la mayoría de las derrotas y tan crueles en las pocas victorias. En cambio estos británicos se han ganado su reputación a punta de siglos de temple, voluntad y determinación, peleando contra todos en batallas que duran hasta hoy. Un pueblo de guerreros, poetas y marinos. 
Recuerdo a los dos pilotos veteranos siendo insultados en la escuela, y recuerdo a aquel imbécil que me escupió el uniforme en el tren mientas viajaba de Bahía Blanca a Constitución, en mis tiempos de soldado. 
Pateo una piedrita y sigo caminando. El hotelucho y una comida caliente ya están cerca. 
A veces hay broncas que quedan en la memoria y se olvidan por un tiempo, y luego vuelven y se largan de nuevo, pero nunca se van del todo.

miércoles, 30 de octubre de 2019

José Quiroga: obrero, inmigrante y pesimista


José Quiroga estaba muy seguro de que nada cambiaría ese domingo, pero igual se levantó a las 7 a.m. en su departamento de dos habitaciones de la Konradstrasse, en el distrito de Olten, y se puso el overol azul antes de entrar a la cocina a desayunar. Su mujer, Gretchen, le preparó huevos con jamón. Quiroga estaba en medio de su comida cuando recibió la llamada que estaba esperando. Era Roby Marbacher, el capataz de mantenimiento de la embajada de Argentina en Berna, Suiza, donde Quiroga trabaja desde hace 20 años para ganarse la vida. “José, ¿podrías estar aquí como a las once de la mañana?”, le preguntó su jefe. “Ya sabes a qué se debe”. Quiroga lo sabía. Colgó el teléfono, terminó su desayuno y dejó su departamento para disponerse a pasar el resto del domingo asistiendo a los votantes argentinos exiliados, que elegían nuevo presidente para su ahora muy lejana patria.
"No va a cambiar nada", se dijo Quiroga mientras viajaba en el tren con la nariz pegada al vidrio húmedo. "Siempre es igual. Si regresas al país después de una semana, todo ha cambiado. Pero si regresas después de 30 años, nada ha cambiado", pensaba ensimismado viendo transcurrir el paisaje neblinoso y pardo a través de la ventana.
Cuando Quiroga llegó al número 1 de la Jungfaustrasse había salido el sol y la fila de gente que aguardaba en la puerta de la embajada era importante. "Doscientas personas", calculó rápidamente. El señor Kaufmann y Simon Bachmann, el encargado del edificio, estaban esperándolo. "Disculpa por hacerte salir así un domingo", dijo Bachmann, "No esperábamos tanta respuesta". "Oh, no digas eso", respondió Quiroga. "¿Por qué?, es mi trabajo y mi deber es estar aquí". Quiroga estaba acostumbrado a ponerse detrás del volante de una excavadora. Era su oficio desde hacía 25 años. La excavadora era una máquina amarilla con un cubo metálico negro que cavaba la tierra en dirección al operario, no en dirección opuesta a él, como hace una grúa. Pero esta vez dejó la máquina estacionada en su cobertizo, y se dedicó a ayudar a repartir café y pasteles a la gente que esperaba para votar.
Las hojas marrones cubrían el césped, porque era otoño. Entonces Quiroga recordó aquel día en que salió por última vez de su casa en el barrio "La rana" del partido bonaerense de San Martín, rumbo al aeropuerto de Ezeiza y al axilio de México. "Era un día parecido a este", se dijo. "Aquel otoño hace 25 años". Luego vendrían los tiempos duros evadiendo a la policía migratoria y las incursiones clandestinas en Guatemala y El Salvador, los muertos en las fronteras inciertas y aquellos primeros años de trabajo en Europa, como albañil de la construcción, en comunidades deprimidas y habitadas mayoritariamente por inmigrantes turcos asentados en el oeste de Alemania. "Los tiempos duros llegan siempre en otoño", se repitió en silencio. "Otoño. Tiempos duros".
El señor Kaufmann sonreía alegremente mientras servía café y repartía tortas, ignorante de cuanto podría estar pasando por la cabeza de Quiroga. "Mírelos, están felices. Tienen esperanza", dijo. "Es bueno que la gente tenga esperanza, a pesar de todo". "¿Y usted no va a votar?", le preguntó a Quiroga que en ese momento observaba como una mosca había caído en la trampa de una araña y comenzaba a ser devorada por ésta. "No. No voto hace muchos años. Desde que salí de Argentina". "Pues debería", dijo el suizo. "Eso alimenta y ayuda a mantener en forma la democracia".
Quiroga seguía observando el espectáculo silencioso, anónimo y brutal que se desarrollaba en la esquina superior de la superficie blanca, justo en el vértice entre la pared y el techo. Entonces comenzó a pensar en las patas de la mosca arañando desesperadamente la tela, intentando escapar y hundiéndose cada vez más y más en una muerte inexorable y viscosa. "Son moscas", se dijo. "Los argentinos crédulos y optimistas son moscas". "Cientos de miles de moscas, millones, arañando esperanzas y patinando en la tela para siempre. Argentina es un sistema concebido para machacar el futuro y aplastar la inteligencia. Es la comarca del mundo donde solo el hecho de permanecer para vivir pone en riesgo la salud física y mental. El hambre, la moral y la dignidad son usados como tela, como arma arrojadiza, como ciénaga peligrosa en donde caer se transforma automáticamente en una sentencia de muerte. Es una trampa que hace mal y que hunde lentamente, muy lentamente, pero que a la vez mantiene conscientes a sus cautivos durante todo ese tiempo, para mostrarles su propio final con fría calma y disciplinado método. Una tierra tan extraña como cruel que condena a sus gentes al crimen masivo y popular de marchar todos juntos alegremente al matadero. Año tras año y gestión tras gestión". "Son moscas", se dijo. "Igual que nosotros. Todos somos moscas".
Cuando los votantes comenzaron a sufragar todo se desarrollaba en un marco de profunda paz y tranquilidad. En el recinto no había policía, ni soldados, ni fusiles ni armamento de ninguna clase. En la calle no había ruido, ni gritos, ni bocinas, ni música, ni olor de ningún tipo, ni se escuchaban peleas, y nadie hablaba de fútbol ni había camisetas de ningún equipo y el sol estaba cada vez más cálido y los individuos que esperaban en la acera comenzaron a quitarse los abrigos. Unas mujeres mordieron pasteles y bebieron café, y las hojas caídas en el suelo volaron de repente en una ráfaga de viento con el sonido de una trilladora, que pudo oírse por encima del ruido de los pájaros. Cuando terminaron de votar unas 300 personas, Simon Bachmann, el encargado del edificio,  se acercó y echó un vistazo. "Esta jornada es buena", dijo. "Me hubiera gustado votar también”, dijo el señor Bachmann. "La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás sistemas", añadió. "Ya saben, solía decirlo Churchill”.
Albert Lang, otro asistente de la embajada, asintió y dijo que ahora se necesitaban más hombres en el gobierno con los huevos de Churchill para terminar con el terrorismo y el caos en el mundo. "Era un hombre fuerte", dijo Quiroga. "Sí, sí que lo era", dijo Lang. "Ahora solo hay cabrones, cobardes y feministas en el poder. Toca defender cada uno su parcela y no confiar en nadie", remató. "Sabes, este tiempo me da asco".
Quiroga tenía 58 años. Era un hombre de cabello canoso cortado casi al rape, delgado pero correoso y con la mandíbula afeitada que nació en la provincia de Buenos Aires y cumplió servicio como soldado raso con el 7 de infantería en el Monte Longdon durante la Guerra de las Malvinas. Era un operador de maquinaria vial certificado con categoría 2, lo que significa que ganaba 35, 5 francos por hora. Era un hombre anónimo, un inmigrante y obrero manual que asistió a los votantes argentinos residentes en Suiza el domingo 27 de octubre de 2019 sirviéndoles café y tortas, mientras elegían al presidente número 50 de ese país. 
Un obrero vial que cobraba 35, 5 francos la hora y que no votó porque no regresaba a su país hacía 25 años y porque ya no creía en nada. Abandonó su día de descanso para ayudar en unos comicios gratuitamente, y dijo que el mantenimiento de la embajada era su trabajo y que una parte de su trabajo consistía en obedecer las órdenes de su jefe, y que por eso su deber era estar allí.