miércoles, 13 de abril de 2016

Gracias Eduardo


(Texto publicado en Enlace Crítico, el 15 de abril de 2015, en ocasión de la muerte de Eduardo Galeano)

Hace algunos años yo viajaba por las cumbres del altiplano boliviano cuando lo conocí. Allá lejos y arriba, en aquel pueblito andino perdido entre el alto sol y el aire seco, descubrí sus letras y comencé a seguirlo.
Una señora de manos viejas y pelo de paja me vendió un librito que tenía en la tapa la imagen de un indio masticando una hoja de coca. Yo andaba jugando al aventurero rebelde por las amplias noches de la América Latina, estrenando mi flamante libertad nunca antes vivida, nunca antes sentida. Quería pensar, y no sabía. Quería escribir, y no podía.
A veces soñaba con escribir grandes crónicas, relatos de viajes exóticos, pero antes de terminar la lectura correctiva de aquellos mínimos trabajitos, la frustración del fracaso literario me obligaba a romper las notas, una y otra vez. No me gustaba o no me salía. Siempre me fallaba algo.
En aquellos días vacilantes descubrí el estilo de Eduardo Galeano y poco a poco, en solitario, intenté ir aprendiendo. De entrada me gustó leer su biografía porque era un tipo que básicamente aprendió viviendo. Un autodidacta que se fue puliendo a sí mismo y masificó una cultura difícil de encontrar en un universitario.
El viejo había nacido en 1940 en el Uruguay, en esa linda ciudad llamada Montevideo, que late al ritmo del candombe y del vaivén de las aguas del Río de la Plata. Antes del periodismo tuvo varios oficios: a los 14 años vendió su primera caricatura política al semanario El Sol, de Montevideo. Trabajó después como obrero de fábrica, dibujante, pintor, mensajero, mecanógrafo y cajero de banco, entre otras labores.
En 1973 fue encarcelado y obligado a abandonar el Uruguay. Se fue a vivir a Buenos Aires donde fundó la revista “Crisis”. En 1976 fue censurado por el gobierno militar argentino y se casó por tercera vez. Sería el turno de España, de Barcelona y de la vida de inmigrante. El tiempo del exilio europeo.
Regresó a Montevideo 9 años después, y en 1985 fundó el semanario “Brecha”, que sigue hasta hoy con su sello indeleble.
En mis primeros años como redactor de la revista “Todo en Campana”, yo leía sus textos buscando ese apoyo que tanto necesitaba. Y entre aquellas letras cómplices, aquellas antologías a veces violentas y otras veces adorables, la poesía y el drama se mezclaban con la muerte y la pura pasión de vivir. Con el estímulo de esas letras pude sentir que mi voluntad de escribir crecía, y me ayudaba a pensar que quizás yo también podría hacerlo de manera interesante, alguna vez.
Esas letras me daban esperanza, y me acompañaban en la soledad de esas primeras prácticas, en este noble oficio de escribir. Aunque hasta la fecha, sinceramente sigo sintiendo que todavía no he logrado hacerlo bien.
Algunos de sus libros me acompañan todavía. Por el mundo han vagado conmigo, esos asesores literarios que me ayudan a interpretar mejor el mensaje silencioso de todo lo que veo, de todo lo que escucho, de todo lo que siento. 
De los viajes y de la vida en otros países no conservo muchos recuerdos materiales más que libros, y algún que otro pequeño objeto que no pesa tanto y que caben en la mochila. Pero, curiosamente, siempre tengo algún libro de Galeano que me sigue como perro fiel, junto a la útil navaja suiza y a una vieja armónica Hohner que ya ha comenzado a oxidarse un poco. Lo descubrí el otro día y me propuse la tarea de limpiarla. Lo prometo, porque es un buen instrumento y se merece seguir viviendo.
Esta mañana antes del laburo, mientras calentaba el café y leía las noticias, me enteré de que el viejo murió y me entró una especie de nostalgia. No esa cosa cursi ni pedante de frases hechas o condolencias vacías, sino una nostalgia de verdad, estoica, silenciosa, ese mismo sabor a moneda vieja en la boca, esa sensación de cosa rota cuerpo adentro que se siente cuando te cae encima la “garúa”, en una madrugada de guardia en algún aislado puesto del campo, o el mismo sentimiento triste de cuando te enfrentas a una “mujer que dice chau”.
No lo lloré, pero sí lo recordé como aquel maestro que siempre quise tener y nunca pude conocer. Hoy escribo para decirle gracias, gracias por tantas letras que me ha dejado, querido Eduardo Galeano. 
Si él pudiera escucharme le diría que me ha enseñado mucho, y que gracias a su trabajo he aprendido a amar este silencioso oficio de escribir.
Le diría que siempre he tenido ganas de conocerlo personalmente y de preguntarle muchas cosas, pero que no me esperó y que se murió muy pronto. Le diría que ahora no me queda más remedio que recordarlo en las letras que dejó, y en las imágenes que le han tomado, en los retratos.
Al ver esas fotos tengo siempre la misma impresión: un tipo de rostro familiar, con la frente amplia y erudita que se pierde en una calvicie similar a la de los viejos judíos ortodoxos. El aire grave de la cara, con dos profundos surcos de experiencia a los costados de la boca y la mirada agresiva, con los ojos de ese azul desganado que los ingleses llaman gris, siempre con la apariencia de buscar pelea. Es la marca indeleble de sus raíces celtas.

Recordaré a Galeano en la media luz pálida que tienen las plazas, y que son iguales en todo el mundo al caer la tarde. En las calles desiertas de ciudades y de pueblos, cuando la luna le gana la batalla al sol y ha cesado ya el ronquido de los motores, mientras suena la última puerta de auto. En el monólogo confuso y grandilocuente de un vagabundo ebrio, que charla acerca de la dificultad de ser uno mismo en este siglo de mierda.
Recordaré al viejo en el taconeo rápido de una muchacha a la que se asedia y que huye, y que después vacila y camina despacio para dejarse alcanzar. En la música de un acordeón que suena al viento, ejecutado por un inmigrante invisible y juntador de monedas, sentado en la penumbra de un umbral sin puerta, con media cara perdida en el agudo y negro filo de una sombra.
Recordaré a Galeano en los antiquísimos y elegantes muros de las viejas y cansadas ciudades europeas, pero también en las paredes manchadas de miseria de los barrios y chabolas del sur de América Latina, donde los agujeros de los techos de cartón se tapan con lo que hay, para evitar que el viento fuerte de la sudestada apague el fuego donde cocinan el puchero.
El relato del viejo seguirá vivo en el peón de obra en construcción que matea antes del alba, en la prostituta sórdida que chasquea los dedos para reclamar su paga, luego de abrirle los muslos a su amante de media hora; y en la crítica igualitaria y profunda tanto al catolicismo arcaico, intolerante y puritano, como también al marxismo estéril, opresivo y empobrecedor de los pueblos que todavía resisten bajo su régimen. 
Y ahora, mientras recuerdo su vida me resulta un poco extraño pensar que ya se ha muerto, porque me lo imagino a él mismo sentado frente a un vaso de vino y un trozo de queso escribiendo su epitafio. Pero tengo que creerlo porque ya se fue, aunque no haya cerrado bien la puerta.
Tengo un libro suyo puesto justo delante, sobre mi mesa de escribir. Reviso la última parte y, en el epílogo que no recuerdo cuando subrayé con lápiz puedo leer:
Nacerán y volverán a morir, y otra vez volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”. 

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