"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 13 de febrero de 2016

Perros de batalla


Al teniente Sergio Morales, que fue mi amigo y no llegó a capitán.

La definición del diccionario los califica como "grupo de soldados equipados para prestar servicio a pie" o simplemente "muchachos, jóvenes colectivamente"
Dentro de las Fuerzas Armadas de todo el mundo consideran a la Infantería como la "reina de las batallas", pero aquellos agotados fusileros que conocí, poco y nada tenían que ver con la nobleza, con los reyes o con la aristocracia. Eran simples Infantes de marina, hombres rústicos haciendo su trabajo, que consistía en entrenar para el combate, y prepararse diariamente para marchar a alguna guerra lejana bajo banderas azules de la ONU, o la cruz de los vientos de la OTAN. Los conozco bien porque solían ser mis compañeros. Yo mismo fui uno de ellos.
Eran muchachos jóvenes que se lanzaron al camino a pelear y a buscarse la vida. Venían de ciudades y de pueblos. Eran citadinos o agricultores. Algunos se alistaron simplemente por aventura (como yo), otros formaron filas por hambre de gloria o por dinero; y otros, la mayoría, por hambre de verdad. 
Desde el sur de Argentina hasta la isla de Chipre, desde el norte de África hasta los Balcanes, en todas las tierras y en todos los climas, bajo la nieve, bajo el sol, bajo la lluvia o el viento, huestes de hombres medianos y recios, fanfarrones algunos, crueles otros, hechos a la medida de las miserias, a sufrir y a las largas fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la vida, caminaron por países lejanos y volvieron a su patria con historias fascinantes que escuchar.
Cuando has vivido durante un tiempo en el mundo íntimo de una compañía de infantería, llegas a conocer tan bien a quienes han compartido contigo ese mundo, que pareciera tu propia familia. Luego te queda para siempre grabado en la memoria, el vivo recuerdo de aquellos días.
Tal vez no lo sepas porque, o no lo has vivido o simplemente te importa un carajo. 
Pero si estás leyendo esta nota es porque algo te interesa. Entonces, ¿quieres una historia?. Pues te la cuento. Aquí la tienes:
Estas metido hasta el cuello junto a tu patrulla en la selva amazónica, al norte del Perú, muy cerca de Colombia. La sección de quince hombres está exhausta luego de abrirse camino, penosamente, hasta la cima de una colina de cien metros. Los dos hombres que marchan en vanguardia se turnan para cortar la vegetación a punta de machete. Cuando ya no pueden resistir más, se acercan otros dos o tres soldados y aplastan el muro de malezas arrojándose contra él. Luego el resto de la sección avanza unos cuantos metros. A continuación dos hombres más relevan a los de la punta. Todo esto ocurre bajo un calor abrasador. Cuando salen de la jungla entran en una ciénaga, que tienen que cruzar saltando de un charco al otro. Un fusilero pierde pié, cae en una charca apestosa y cuando logran sacarlo de ahí está hundido hasta el pecho, cubierto de mierda y de lagartijas. Al llegar a la cima de la colina los soldados forman un círculo y se dejan caer en el suelo, apoyando sus cabezas contra cascos y mochilas. Entonces los observas: parecen espectros que caminan. Sus botas de cuero y lona están impregnadas de barro y podridas a la altura de los pies, sus piernas hinchadas y cubiertas de sanguijuelas, su equipo individual, el correaje, al igual que sus uniformes, se ve desteñido y deshilachado. Todos (incluso tú), tienen la piel apergaminada y blanca como el cutis de los ancianos.
Luego del respiro en la colina la sección baja pesadamente por un furtivo sendero abierto por animales de monte, al ritmo uniforme y laborioso que es una de las características de la infantería veterana. Ya nadie puede negar que esos hombres son veteranos. Si se los observa, resulta difícil creer que varios de ellos solo tienen veinte o veintidós años. Sus rostros carecen de juventud y sus ojos tienen la expresión fría y opaca de los hombres que están encadenados a una existencia de implacable espíritu práctico. Están ojerosos, barbudos, hechos polvo tras largas marchas y jornadas infames durmiendo a la intemperie. Todos los días se esfuerzan por mantenerse secos, por evitar que su piel se cocine en la putrefacción de la jungla y por seguir vivos. En el embrutecido mundo que habitan, el mero acto de caminar podría significarles la muerte. Tal vez alguna senda por la que deben patrullar está sembrada de minas. Un mal paso y estallarían en fragmentos o quedarían tullidos de por vida. Un mal paso o un instante de negligencia en la mirada y no notarían la delgada hebra de alambre tendida a través del sendero.
Llegan a un camino que marca la línea del frente. Te arrastras por el barro hasta la posición de tu jefe, que es un charco redondeado lleno de aguas negras. Allí recibes la orden: excavar trincheras y esperar a que anochezca. Extienden ponchos verdes sobre el fondo de los pozos, y se sientan a fumar el último cigarrillo antes de que caiga la oscuridad. El operador de radio descarga de su espalda el incómodo PRC-77 (una radio vieja y pesada), y la apoya en un costado del foso.
El viento sopla con firmeza: la lluvia barre la selva horizontalmente y golpea el poncho como si se tratara de perdigones zorreros.
Te corresponde la primera guardia de radio. El operador y los demás se han tendido a dormir, acurrucados en posición fetal. Miras hacia afuera y tratas de familiarizarte con el paisaje. Una parte de la línea del segundo pelotón sigue el curso del camino, rodea una aldea miserable habitada por niños desnudos y perros esqueléticos, y desemboca en el río. Tu posición y la de tus otros compañeros parecen islas que flotan en un océano verdoso. Al frente ves la jungla cerrada, y a la derecha unos matorrales gris verdosos que se pierden en la noche. Bajo la luz menguante solo logras distinguir los manchones gris-oliva de los ponchos y las pequeñas siluetas de los otros hombres que al dormir parecen muertos. No hay mas nada frente a tu trinchera, salvo más jungla llena de árboles enormes que se elevan hacia las nubes.
En breve oscurece. Todavía no oyes nada excepto el viento y el crujido de las ramas y ahora solo ves los variantes matices de negro. La aldea es un lunar oscuro como la boca de un lobo y los árboles tienen un color gris negruzco. Más allá del azabache de la selva que bordea el riachuelo, incluso cuando tus ojos se adaptaron a la oscuridad, no consigues ver la más mínima variación de color. Todo es absolutamente negro. Un vacío. Al contemplarlo sientes que miras algo que es todo lo contrario al sol. Es la fuente y el centro de la oscuridad universal.
El viento no deja de soplar, implacable y entumecedor. Calado hasta los huesos, comienzas a temblar. Te resulta difícil sostener con firmeza tu fusil, y cuando quieres enviar un mensaje por la radio tus dientes castañean. Estás empapado y no recuerdas haber tenido nunca tanto frío. Una violenta ráfaga de viento acuchilla la trinchera, tira el poncho camuflado y arranca un costado de sus amarras. Gomosa y empapada, la lona te golpea la cara. Le pasas la radio a Morales: es su turno de guardia. 
Tendido de costado y con las rodillas dobladas dentro del pozo tratas de dormir, pero los charcos y el frío te lo impiden.
Cerca de medianoche y desde la selva del frente, se escucha un intenso crujir de ramas y se siente el crepitar de un arma automática. Una de las posiciones cercanas al claro de la aldea responde con el chasquido de una bengala que se eleva en un sonoro destello. Dibuja círculos rojos mientras cae lentamente flotando en el cielo negro. Ves como ondea la lluvia oblicua a través de aquella luz espectral, mientras dos ametralladoras escupen anaranjadas municiones trazadoras de 7,62 mm, que vuelan por encima de tu cabeza con ese intenso ruido de succión que siempre producen, en dirección a la selva de palmeras y maleza. Desde los árboles no reciben mas respuesta, y esperan casi media hora para convencerse de que no sucede nada más.
Te acurrucas en el fondo de ese agujero oscuro, húmedo y sombrío que tienes por trinchera, y abrazas con fuerza tu fusil M-16. De a ratos sueñas que estás enredado entre cabellos, tetas y piernas de mujer, y que juntos flotan entre sábanas limpias. 
Los hombres Duermen a intervalos durante el resto de la noche y llovizna cuando despiertan al amanecer. Aturdida, la sección vuelve sobre sus pasos hacia el punto de exfiltración fluvial, en las riberas de un arroyo donde los espera una lancha. Igual que una cuadrilla de prisioneros condenados a trabajos forzados, los infantes de marina marchan hacia el punto de extracción sin alegría y sin esperanza, de que el nuevo día les brindará algo diferente o mejor.

Ellos son los perros de batalla con los que me ha tocado convivir; hombres que se batieron a ciegas por alguna oscura honra, o por la simple desesperación de no tener más nada. Por hambre. Mal pagados e ignorados en su tierra, como siempre. La misma vieja y puta historia.
Tal vez solo fueron perros porque no quisieron vivir de otra manera. Hoy, muchos de ellos ya están fuera de aquel mundo, y deambulan por las calles de pueblos y ciudades intentando ganarse la vida como obreros, vigilantes, sirvientes o bastardos olvidados, despreciados por muchos y con el hambre de las tripas pegado al corazón.
Al recordarlos siento mucho orgullo y cariño por ellos, y me río de todos los imbéciles que los critican y que nunca han arriesgado nada. 
Mis compañeros infantes de marina fueron tipos que tuvieron los huevos y el valor de arriesgarlo todo por una causa que creyeron justa, y eso mas de lo que pueden afirmar la mayoría de los cobardes, que solo han visto acción en las películas de la tele, apoltronados en sus cómodos sillones.


jueves, 11 de febrero de 2016

La pluma con punta de plomo



A decir verdad, debo admitir que no me gustan mucho las armas de fuego. 
Lo mío son los cuchillos, porque son más simples, mas livianos, muy efectivos y no requieren de tanto mantenimiento. Disculpen si esto suena al epitafio de un cazador, pero yo siento que es así.
En otro tiempo de mi vida he manipulado algunas armas (fusiles en su mayoría), de varios tipos. Sus orígenes eran muy diversos: norteamericanos, checos, belgas, armas francesas e israelíes. Armas provenientes de varios puntos del planeta.
Pero el fusil ruso Kalashnikov es diferente ¿Lo conoces? 
Tal vez lo viste muchas veces pero no sabes como se llama. Es el símbolo de la guerrilla en todas las películas. Flaco y desgarbado igual que sus portadores, esa mezcla de hierro y madera aparece siempre en la tele personificando la pobreza y el hambre en Somalia, Vietnam, Camboya o lugares así.
Durante una década entera lo encontré por todas partes, como cualquier otro soldado de mi generación: latinoamericanos, europeos, asiáticos, africanos y gente así. Era parte del paisaje. 
De modo que, una vez retirado del ambiente de la guerra, quise comprarme uno por aquello de la nostalgia. Cosas de la vida y del dinero me impidieron hacerlo, pero de verdad siempre quise uno.
Si tuviera un Kalashnikov lo llevaría al país de los fusiles usados para que lo legalizaran e inutilizaran, y así no podría hacerle mas daño a nadie. Lo tendría en mi casa, entre los libros, apoyado en un rincón. Y tal vez hasta le pondría una flor en la punta del cañón, como suelen hacer en esas ridículas películas pacifistas. No lo se.
Escribiendo esta nota recuerdo cuando lo armaba y desarmaba a oscuras, como me enseñó mi compadre David Saavedra en la selva del Perú, en el año 2004. 
Me río a solas, con los ojos cerrados y las piezas desparramadas sobre una alfombra imaginaria, igual que en un juego de escopetas, como los niños.
Clic, clac. La verdad es que armarlo y desarmarlo a ciegas es como andar en bici, no se te olvida nunca. Y entonces creo que todavía me podría salir de puta madre. Si un día agoto mi inspiración novelesca o me aburro de trabajar en menesteres cotidianos, podría ganarme la vida adiestrando a los de alguna guerrilla o algo así. Que tomen nota, por si acaso. Tal como viene el presente de mi economía y el futuro del mundo, quizás hasta resulte útil.
El caso es que estaba recordando los lugares donde lo había visto antes (en vivo, no en la tele), y  me acordé de haberlo visto por última vez en Bolivia, colgado del hombro de un policía anti-narcóticos, en Coroico, cerca de La Paz.
Ese día admiré su diseño siniestro, bellísimo de puro feo, y me convencí una vez más de que el icono del siglo que hace algunos años dejamos atrás no es la Coca-Cola, ni el Che, ni la foto del miliciano de Capa, ni la aspirina Bayer, ni la Marilyn Monroe atajándose el vestido.
El icono absoluto del siglo que pasó es el fusil de asalto Kalashnikov.
En 1993 alguien escribió un artículo hablando de eso: de cómo esa arma barata y eficaz se convirtió en símbolo de libertad y de esperanza para los parias de la tierra. Para quienes creían que sólo hay una forma de cambiar el mundo: arrimando plomo de punta a punta. 
En aquel tiempo, cuando estaba claro contra quién era preciso disparar, levantar en alto un AK-47 era alzar un desafío y una bandera.
Se hicieron muchas revoluciones cuerno de chivo en mano (porque en México lo llaman así), y aunque no tuve el privilegio de presenciar alguna, las vi renacer en mis viajes mochileros por los campos y por las sierras de la mayúscula porción de América latina que me tocó recorrer.
También vi revoluciones aplastadas o terminadas en victorias que casi siempre se convirtieron en patéticos números de circo, en rapiñas infames a cargo de antiguos héroes, reales o supuestos, que pronto demostraron ser tan sinvergüenzas como el enemigo, el dictador, o el canalla que los había precedido en el palacio presidencial. 
Víctimas de ayer, verdugos de mañana. Lo de siempre. La tentación del poder y del dinero. La puerca condición humana. 
De ese modo el siglo XX se llevó consigo la esperanza, dejándonos a algunos la melancólica certeza de que para ese triste viaje no se necesitaban bolsas cargadas de carne picada, bosques de tumbas, ríos de sangre ni miseria.
Y así, el Kalashnikov, arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que pudo ser y que no fue. De la revolución mil veces intentada y mil veces vencida, o imposible. De la dignidad y del coraje del hombre, siempre traicionados por el hombre. Del gran combate y de la Gran Estafa.
Existen regiones del mundo donde la ley queda reducida casi exclusivamente a la justicia que imparte esa máquina de cuatro kilos y medio con once partes móviles. 
El torrente de fusiles Kalashnikov de bajo presupuesto que inunda, por ejemplo, Darfur, en el Sahel africano (aquella franja de pastizales semi áridos que separa a los árabes de los negros, a los musulmanes de los cristianos, a los nómadas de los agricultores), ha devaluado la responsabilidad personal de los políticos regionales en esa guerra. Ha debilitado a las autoridades tribales. Los hombres jóvenes que antes entonaban canciones a sus vacas favoritas, ahora dan serenatas a sus armas: "el kalash trae dinero, sin un Kalash eres basura"
Se lo que siente un joven cuando tiene un arma como esa en sus manos por primera vez: se siente fuerte, invencible, casi sobrehumano. Y esa mezcla de inmadurez y de poder nunca resulta del todo bien.
En mis años como soldado de la Infantería de Marina nos enseñaban a cuidar y a mantener bien limpio nuestro fusil, a disparar con precisión y adorar las bondades del equipamiento que el Tio Sam nos regalaba.
"Uno, dos, tres. Izquierdo, derecho, izquierdo", cantábamos orgullosos en el trote mientras nos creíamos verdaderos "Marines". Un sargento con voz de perro siempre ladraba la doctrina como el cura de una capilla en la homilía del domingo.
Clic, clac. La historia se repetía. Armar y desarmar, engrasar y volver a armar. Desde las selvas de Colombia hasta la isla de Chipre, y desde Guatemala hasta la provincia Serbia de Kosovo, siempre fue la misma historia. 
Yo tuve la misma experiencia pero con otra arma, que era de de origen norteamericano: el M16 A2 de la fábrica Colt, que el Papá Noel de los duendes camuflados reparte en copias de plástico a los niños del mundo en sus cumpleaños, y a los ejércitos amigos en su versión de verdad, cuando los generales llenos de estrellas y los políticos llenos de úlceras cierran el trato, apretándose fuerte las manos y tomando café.
Sin saberlo, en aquel juego de color verde fui un joven pistolero al servicio del capitalismo. Pero un capitalismo de puertas para afuera, nada productivo para mi propio país. 
Recuerdo lo valiente que nos sentíamos, "indestructibles" bajo la bandera azul de las Naciones Unidas, como John Wayne o Rambo en las películas. Así, igualito.
Y ahora viene la paradoja.
En este siglo XXI que comenzó con torres gemelas cayéndose a pedazos e infelices degollados frente a cámaras caseras de vídeo, el Kalashnikov sigue presente como el icono de la violencia y del crujir de un mundo que se tambalea. Entonces yo me pregunto si sólo el AK 47 es el símbolo de la violencia.
Este Occidente viejo, egoísta y estúpido que, incapaz de leer el destino en su propia memoria, no advierte que los bárbaros llegaron hace rato, que las horas están contadas, que todas hieren, y que la última, mata.
Pero esta vez, el fusil de asalto que sostuvo utopías y que puso banda sonora a la historia de media centuria, la llave que pudo abrir puertas cerradas a la libertad y el progreso, ha pasado a otras manos. Lo llevaban hace quince años los carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas comunes. Lo empuñan hoy los narcos de México, los gangsters eslavos, las tribus enloquecidas en surrealistas matanzas tribales africanas. Se hacen fotos con él los fanáticos islámicos cuyo odio hemos alentado con nuestra estúpida arrogancia: los que pretenden reventar treinta siglos de cultura occidental pasando por encima de Sócrates, Martí, Shakespeare, Cervantes, Sabato o Sartre, con el manto espeso, el velo negro de la reacción y la oscuridad. Los que irracionales, despiadados, hablan de justicia, de libertad y de futuro, con la soga para atar homosexuales en una mano y la piedra para lapidar adúlteras en la otra. 
Mientras nosotros, suicidas imbéciles, en nombre del qué dirán y de las malditas buenas costumbres, sonreímos alegremente ofreciéndoles los dientes.

(La foto que encabeza este texto pertenece a Philip Blenkinsop)

Fotos del mundo: la familia Sullivan en Belice


(Año 2013. Pueblo de Blue Creek, Belice, en la frontera con México)

Después de cruzar la línea entre México y Belice, sigo viajando hacia el sur rumbo a la capital del pequeño país centroamericano. 
Bajo el sol del mediodía y en plena carretera me encuentro con el señor Sullivan y su familia. Son menonitas. Pertenecen a la rama pacifista del movimiento cristiano Baptista. Vienen de Texas, Estados Unidos, donde los llaman "Amish"
Los varones y las mujeres van vestidos exactamente iguales. La piel rosada de sus rostros y el azul de sus ojos claros, sufren el calor bajo sombreros de paja. Son agricultores que viven como en el siglo XIX: trabajando la tierra con herramientas de aquel tiempo, sin energía eléctrica, sin vehículos automotores, sin televisión ni radio. Visten todos de la misma manera, con pantalones jardineros provistos de tirantes (jeans azul marino), y camisas de un mismo color a cuadros. La mujer y la niña llevan vestidos largos donde predomina el color oscuro, con sombreros de ala ancha tocados con cintas en sus cabezas. Al verlos siento que retrocedo cien años en el tiempo.
El señor Sullivan es pastor de su iglesia y también carpintero. Se gana la vida construyendo muebles y cabañas. 
El sol raja la tierra y cae como plomo sobre nuestras cabezas. Estoy terminando la entrevista y entonces la niña se saca el sombrero, me alarga la mano y me regala el agua de su botella. Nunca olvidaré ese gesto. Una vez mas. Benditos niños. Son lo mejor que ha producido la especie humana. Se adaptan a todo y siempre están felices. 
Antes de despedirme les pido una foto.

martes, 9 de febrero de 2016

Fotos del mundo: tierra negra en Michoacán





(Año 2013. Madre Purépecha de la comunidad Maya del Paricutín. Michoacán, México)

Los pueblos indios, de su convivir con la naturaleza han aprendido por milenios su ser. 
De ahí su dejo de silvestre frescura. De ahí sus cosmovisiones comunitarias en las que todo labora para la vida. De ahí la alegría de reencontrarse perpetuamente en sus fiestas. De ahí su resistencia secular brotando de su esperanza, recreando el proyecto de vida suyo, el del Dios. De ahí también su discordancia con un individualismo invasor que no deja de empobrecerlos.

Parado sobre aquella tierra negra y húmeda yo miraba a esa mujer en silencio. No sabía que decirle porque no hablaba su lengua. No podía comunicarme con palabras. Solo me senté en el suelo y la observé cocinar. Luego de un rato se me acercó para regalarme tortillas, hechas con un maíz de color azul. 
Ese día aprendí acerca del valor de la paciencia, y del silencio.

Fotos del mundo: un mercado en Guatemala


(Año 2012. Hermanita de la comunidad Maya-Quiché de Santa María. Sierras centrales de Guatemala)

Entre las bolsas de frutas y de maíz que abundaban en aquel mercado, vi a una niñita que me espiaba desde abajo de las faldas de su madre. Cuando se dio cuenta de mi cámara se escondió detrás de ella, como buscando protección. 
En los pueblos nativos de la sierra, todavía creen que una foto les roba el alma.
Y así jugando a las escondidas logré que la pequeña se asomara en el momento justo. 
Me regaló una hermosa mirada.

lunes, 8 de febrero de 2016

Cuadernos balcánicos: regresando a la costa adriática

(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex-Yugoslavia)
Agosto 22
De nuevo en Dubrovnik. Ahora escribo desde otra realidad. 
Es increíble, en tan pocos kilómetros pareciera que la guerra vista más arriba, ahora solo hubiera sido un sueño, una comedia dramática y grotesca del eterno nada más.
Todos bajan hacia esta orilla. Todos buscan bienestar en las aguas del mar.
Llegamos a la costa al anochecer, por un valle hermoso y solitario, cuando la oscuridad es inviolable y los grillos comienzan a cantar.
Ahí está el mar Adriático, al alcance del oído, pero no al alcance de los ojos. Lo oímos pero no lo vemos, porque el derrotero de este viaje nos ha impuesto ya este itinerario de llegadas.
Un hotel junto al mar, un espejo de los sueños, una mujer amable y baja que sonríe en la noche y nos regala comida. Fotos de marineros jóvenes con pectorales anchos cuelgan de las paredes. Es nuestro refugio por un par de horas.
A la mañana corremos bajo la lluvia para alcanzar un colectivo que nos lleva a la ciudad o al puerto, y el agua que nos golpea la cara suena sobre los techos como tambores primitivos.  
Dubrovnik es un puerto croata en el sur del país, bañado por las tranquilas aguas del Mar Adriático, en la frontera con Montenegro. 
Accedemos ahora a unas murallas que rodean completamente toda la ciudad, y me parece increíble pensar en que este patrimonio de la humanidad protegido por la UNESCO, haya caído bajo las bombas, bajo la misma espiral de sangre, fuego y sin razón.
En octubre de 1991, el Ejército Popular Yugoslavo (JNA), los mismos carniceros serbios de Sarajevo y los mismos verdugos de Mostar, atacaron esta ciudad por tierra, por mar y por aire. Desarmada y sin posibilidad de defensa, Dubrovnik fue asediada hasta mayo de 1992, cuando el ejército croata la liberó. En el balance final quedaron 114 muertos y 35000 damnificados, entre heridos y desplazados.
Ahora en la ciudad el calor es soportable, y recorremos disfrutando de las vistas a derecha (el azul del mar), e izquierda (el rojo de los tejados que parecen perfectamente restaurados). El camino nos muestra una hermosa vista: en el interior, los tejados rojos contrastan con la blanca piedra de los edificios, y en el exterior, el Adriático sorprende una vez más con sus tornasoladas transparencias y juego de colores.
El mar está de un color azul zafiro y en general tranquilo. Y la tierra tiene ese aspecto rocoso y duro que me parece tan atractivo, mientras observo el cielo, que comienza a cubrirse de nubes. Todas están teñidas de azul, excepto una que es de oro.
Cae otra tarde sobre los Balcanes, y siento que es mi última vez aquí, un maravilloso atardecer apacible, cálido. Y en este sitio sobre las murallas medievales, al borde de la mar turquesa y de los tejados rojos masticados aquí y allá por la artillería serbia, soñar se hace más fácil.
Lástima que no sé dibujar. Es una visión maravillosa. Deseo haberla pintado.

Cuadernos balcánicos: Mostar, Bosnia-Herzegovina


(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex Yugoslavia)

Agosto 21
Estoy acostado, semi desnudo y medio dormido, sobre la cama enclenque de un hotel barato. 
Mientras transpiro observo el techo de vigas retorcidas y veo las paletas del ventilador lleno de polvo que gira lentamente sobre mi cabeza. Recuerdo una frase del periodista español Arturo Perez Reverte: "Todos los reporteros, cuando los matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinches en la pared y una botella de whisky sobre la mesita de noche”
Entonces me visto rápidamente y me obligo a salir a la calle.
Otra vez de noche. El asunto de llegar de noche a ciudades desconocidas ya es una constante en este viaje.
Con las mochilas que parecen pesar cada vez más y mi cara de hambre y de mala leche, caminamos por la calle Mariscal Tito en busca de una nueva pensión. 
Un río corre plácidamente por debajo atravesando todo el pueblo, y la luz que se refleja arriba forma puntos luminosos sobre él, como si fuera una tela metálica que cuelga de las montañas. La tierra germina en esta noche primaveral, y un aire suave y sosegante sopla en el cielo tapizado de estrellas, en esta noche de terciopelo negro y cálido que nos recibe.
Quince minutos antes de las veinte horas, un lamento trémulo y áspero desciende desde los minaretes sobre la ciudad, que se estremece bajo el eco apagado y duro del clérigo, rebotando contra las piedras. Es un sonido aplastado pero a la vez brillante, que vuelve de regreso a las mezquitas, donde los fieles acuden al llamado de la oración. No importa cuántas veces lo hayas oído, pero una página cantada del Corán nunca deja de impactarte. Recuerdo ahora aquel lejano y polvoriento puesto en la Isla de Chipre, donde me tocó hacer guardia entre iconos ortodoxos griegos y estampas turcas. El sonido de los parlantes de aquellas mezquitas era igual a este, con la diferencia de que aquí ya no hay bases militares de la ONU.
Entrar en la ciudad es como recibir un puñetazo en la boca del estómago, porque las marcas de la metralla en todas las paredes parecen gritar en silencio, denunciando el cling-clang metálico de aquellos salvajes disparos serbios. Hemos llegado a Mostar, la capital de Herzegovina.
Ubicada en el sur de Bosnia, esta es una región histórica de los Alpes Dináricos. Una zona de frontera, de montañas que separan a los cristianos ortodoxos de los musulmanes, a los serbios de los bosnios, a los eslavos balcánicos de los turcos (o los de la región europea de Estambul). Es una de las más extrañas tierras que me ha tocado visitar, porque aquí coexisten culturas demasiado fuertes como para que pueda germinar en ella la semilla de la paz. Y me refiero a una paz verdadera. Los geógrafos la llaman Balcanes. Yo la llamo polvorín.
Esta mañana hemos desayunado comida bosnia a base de carne especiada y un pan circular llamado “burek”, con el té turco de rigor. Un sabor realmente exquisito. Y me he quedado sosteniendo por un instante una moneda de 5 KM (konvertible Mark), que es la moneda local, y debo decir que me han gustado mucho sus detalles. Es el precio que pagamos por comer, 5 KM. Barato, simple, abundante y de buen sabor.



Aparentemente a salvo nuevamente, como en Sarajevo, o como en el puerto de Dubrovnik, como si la guerra aquí nunca hubiera existido. Pero es imposible, las marcas lo recuerdan todo. Las marcas, a cada paso.
Un viejo puente de piedra, construido por los otomanos en el siglo XVI, domina el paisaje sobre las turquesas y heladas aguas del río Neretva, que en este sector de Bosnia marca literalmente una frontera invisible. En la parte occidental de la ciudad viven los croatas católicos (quienes habían bombardeado el puente en 1993, para frenar un avanzada serbia), y en la parte oriental los bosnios musulmanes. En estas calles de piedra hay culturas demasiado diferentes para ser mezcladas todas juntas en un sitio tan pequeño. Es como si encerráramos a un zorro y a un águila dentro de un gallinero lleno de pequeños huevos, recién puestos e incubados durante un tiempo. La tentación por comer es enorme, como muchas son las ganas de pelear para llevarse la mejor tajada, urdiendo intrigas y esperando el mejor momento para morder.
En todo este lugar flota una oriental mezcla de gente con aspecto de italiano o de turco, pero con expresiones de campesino ruso. Todos los colores se pierden al final en el gris de las paredes, que los rostros de las personas han terminado por absorberlo. A pesar de todo lo ocurrido, en estas caras parece ya no haber musulmanes, ni ortodoxos, ni católicos ni nada: sus fisonomías se han borrado en un mortero anónimo, que las vuelve homogéneas y polvorientas. El gris también está en la dicción. Todos hablan el mismo lenguaje áspero, seco.
La arquitectura a menudo recuerda Francia, a la Europa central o a la Turquía musulmana, pero con servicios públicos en condiciones africanas. Si no fuera por el turismo esto habría muerto, como murieron esos muchos en 1993.
Solo estamos a 40 minutos de vuelo desde Roma, pero las letras del alfabeto en los carteles, nos recuerdan que ingresamos en un entorno diferente. Aquí el idioma serbobosnio es al ruso, lo que el portugués al español, similitudes en la lengua eslava. Hemos pasado la frontera de otro mundo, clavado en pleno corazón de Europa oriental.
La población de este lugar viaja en obsoletos vehículos de origen soviético de la marca “Zastava” o “Yugo”, tan decadentes como aquel antiguo y derrumbado régimen rojo, castigado ahora por el olvido mediático de la tele, como pasa con todas las modas donde los súper héroes fracasan, porque envejecen, o porque simplemente dejan de interesarle a la gente, quienes cansados y aburridos cambian de canal. Pero por aquí la sombra de Lenin todavía se ve en estos viejos autitos de color azul, todos iguales, compactos y duraderos, fabricados en grandes masas para que sean eternos. Eternos como el herrumbrado poder de la hoz y del martillo.
En 1993, en estas calles donde ahora la brisa cálida de agosto acaricia el cabello de mujeres esbeltas, no existía ningún cuarto de hotel o pensión aparentemente a salvo del sol y de los francotiradores. Los agujeros que aún hoy se observan por todos lados en las paredes nos recuerdan que aquí sucedió algo. Aquí ha sido la guerra.
Las paredes ametralladas nos regalan la misma imagen gratuita en todas las esquinas. Y en el camino del puente viejo, más allá de los minaretes reconstruidos, la mesitas de madera sobre veredas adoquinados venden banderas de la extinta Yugoslavia, y por 20 euros te llevas un cargador de Kalashnikov vacío, o avioncitos hechos de vainas servidas de calibre .50 o 7,62, o la mira estropeada de un fusil Dragunova, o un cuchillo de quien sabe quién, o postales de la guerra de 1993, imágenes del hambre y de la muerte.
En un puesto al otro lado del río, todas las postales parecen las mismas, todos los rostros iguales: Milicianos afeitándose en las calles, miradas cargadas de espanto, fusiles colgando sobre espaldas encorvadas, hombres con hambre y demasiadas lágrimas furtivas derramadas. Es el cargamento mediático de esta nueva e incipiente economía del turismo. Lucran con todo, hasta con el sufrimiento pasado. Necesitan vivir.
De los tendederos de ropa cuelgan trapos de colores sobre ventanas abiertas, y lo taxis son demasiado dudosos para ser confiables. Varios comedores en penumbras, canillas públicas para recoger el agua. Se puede percibir que por este lugar ha pasado la negra túnica con guadaña en mano. La muerte ha viajado por aquí.
Esto es Mostar, donde a pesar del fuego pesado de los obuses, los domingos eran como cualquier otro domingo en otra parte. Fútbol y cerveza entre emboscadas y explosiones, viejas fumando sobre el suelo cubierto de cristales rotos, esperando. Esperaban evacuación o rescate o lo que fuera, algún analgésico para paliar los dolores del alma. Sobrevivir de cualquier manera, colgarse de los convoyes de los cascos azules, o cambiar sexo por un poco de agua potable y una ración de combate. Sobrevivir a no morir matando. El ser humano puede ser el animal más duro que existe, cuando se lo presiona a fondo.
El periodista Alfonso Armada escribió esto acerca de Mostar:
“La guerra ha sido especialmente cruel y absurda aquí. Los objetivos eran civiles. Limpieza étnica. Toda una ciudad convertida en objetivo militar, sin defensas y sin capacidad de réplica. Me parece todo tan absurdo, tan estúpido. Todo esto ha sido especialmente muy extraño”. Esto era Yugoslavia.
Perdido en Mostar, me duermo en un rincón sobre mi mochila en medio de un aliento raro, como si esperara algo en mitad del día. Me siento muy cansado. Duermo y sueño…
Mi sueño trata de que tal vez ahora ya no hubiera podido verlo en mitad de la noche, a escasos metros del frente, usando palos para marcar mi sector de tiro en el terreno. Ese enemigo fantasma en el horizonte negro, mientras suenan cañonazos sordos. Siento que no alcanzo mi fusil, que ya ha pasado mi tiempo, el de la brutalidad de los combatientes arrojados a la mierda de las trincheras, el de la vida clavada en un pozo miserable. Cargo municiones en un cargador sin resortes. Sueño que estoy lento, que no llego. Solo pienso en salir de allí.
Despierto nuevamente y ya casi es de noche, y las montañas brillan en un rojo atardecer. Tengo el consuelo egoísta que proporciona el hecho de ser testigo y no protagonista. Y siento ahora esa mezcla de asco y de amargor en la boca, que produce la cercanía del sufrimiento ajeno, con la rabia de imaginarme a mí mismo en aquellos años, con mi miedo o cobardía a cuestas, y con las ganas que hubiera tenido de colgarme del primer camión de la ONU para huir, para largarme de aquí en cuanto pudiera, con la idea fija de no regresar nunca.



Cuadernos balcánicos: Sarajevo y los recuerdos del infierno


(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex-Yugoslavia)
Agosto 20
“Aparentemente a salvo”, como dijo Alfonso. 
Llegamos anoche pero todavía intento comprenderlo. Ya no caen granadas en la carretera, y los cañones han callado su charla de plomo contra los tejados. Al menos por ahora.
En los últimos kilómetros del viaje sentí esa familiar tensión que me recorre la espalda y el cuello, cada vez que ingreso a un territorio hostil, desconocido.
Por un momento recordé las noches de patrulla en aquellos caminos polvorientos de la isla de Chipre, cuando tenía poco más de veinte años y me ocupaba de una ametralladora de 12, 70 milímetros, instalada en el techo de un blindado de los cascos azules argentinos, desplegados en aquel perdido rincón del mundo. 
Pero anoche, en Bosnia central, la luna bailaba su danza sobre los penachos del maíz, en la carretera, y a través de la ventanilla observé las primeras luces de Sarajevo. 
El crepúsculo ya había caído con su aliento azul, turbio, y pensé en que algo emocionante podría suceder al otro día.
Pero me he equivocado como siempre, como siempre cuando la esperanza es asesinada. El recuerdo de una guerra nunca tiene nada de romántico ni de emocionante más que esto: cuarenta por ciento de paro con bajo salario y corrupción; un vecino viejo, alcohólico y cojo, que se arrastra por una calle cualquiera; un marido sin esperanza y transformado en contrabandista del mercado negro para sobrevivir; una hermana joven pero marchita después de ser violada por una pandilla de hijos de puta, o la marca de un mortero en plena vereda, bajo la parada del transporte público y pintada ahora con cera para ocultar los rastros de sangre seca y coagulada. La guerra no es nada más que eso, y es necesario olvidarla rápido, para seguir viviendo.
Esta mañana despertamos en una ciudad extraña, dominada por montañas que se levantan rodeándola por las cuatro puntas. La llamada a la oración que cantan los parlantes de las mezquitas islámicas ha sido nuestro exótico despertador, mezclado con el sonido opaco de las campanas de los templos católicos.
Todavía no puedo dejar de pensar en la tensión vivida al llegar, cuando bajamos del taxi en aquel callejón oscuro, bajo miradas amenazantes de tipos con aspecto neonazi, en los suburbios del barrio musulmán. 
Las casas de madera, que en la penumbra de la media noche se convertían en grises, se alineaban a lo largo de la calle en una sórdida desolación. El número 7 de la calle Sokak era el destino, de la habitación de esta pensión barata en donde ahora escribo notas.
He venido en busca de una historia, pero creo que esto será más fuerte.
Nos arrojamos a las calles en esta mañana soleada y fresca de mediados de agosto, y tras los cadáveres de los viejos tranvías que se arrastran sobre el estrecho acero, descubrimos una ciudad hermosa y fascinante, pero con muchos rastros de haber sufrido recientemente la brutalidad y la barbarie.



Vuelvo a perderme en la crónica terrible de una ciudad y hoy, en la capital de este país reciente y roto por la guerra, no puedo olvidarme de ellos, de los ciudadanos comunes que murieron haciendo la cola para el pan, o de los que fueron víctimas de la destrucción y del desastre cuando llovían las granadas de mortero, o de los que reventaron simplemente sin saber porqué.
Caminamos por la calle Mula Baseskije, y descubrimos porqué llaman a esta ciudad “la Jerusalén de Europa”. Sobre esta misma vía (que lleva el nombre de un clérigo musulmán), y separados por distancias de no más de cuatro cuadras, se levantan templos de religiones diversas. En un extremo asoma imponente el minarete de una mezquita. Más adelante, barbudos sacerdotes de bonete negro y rostros eruditos, comienzan la oración diaria en un templo ortodoxo. En la cuadra siguiente, el portón de hierro que protege una sinagoga judía, luce perpetuos orificios de los disparos de un fusil. Y al final de la vía, brillan cruces doradas en las torres blancas de una catedral católica. Este es un paisaje surrealista, y francamente impresionante.
Mezcladas con este panorama sacrosanto, las casas acribilladas y los edificios bombardeados que yacen hoy en ruinas silenciosas, son mudos testigos del espanto que aquí ocurrió. Fachadas renegridas, machacadas por las balas, son todavía hoy, un vago lamento a lo largo de muchas calles de esta bella ciudad.
Imagino que a la mayoría de ustedes, Sarajevo les importa un carajo. Y no los culpo, porque de verdad está ubicada en el patio trasero de lo que fue la Unión Soviética, bastante lejos de todo, y más próxima a Rusia por el idioma, que a Italia por el glamur.
Me importa muy poco que me juzguen más tarde por lo que hoy escribo sobre este lugar. Tal vez lo mío sea simplemente una necesidad meticulosa de contar lo que veo, o algo parecido a lo que dijo Borges una vez: “Me siento justificado, porque estoy cumpliendo con mi destino de escritor” 
En este caso siento que estas notas sirven para que la gente no olvide lo que pasó aquí, en la década de 1990, y si eso ocurre, si los lectores se toman tan solo un momento para recordarlo, yo ya habré ganado.
Contar esta historia y la de su gente es difícil, pero también necesario. Por eso hoy voy a tomar partido, ¿y cómo no tomarlo si estás escribiendo, si te paras de este lado del cementerio, donde han caído las granadas más terribles? 
La verdad, me tiene sin cuidado que me juzguen por no mantener mi neutralidad periodística, como aquel perfecto desconocido lector de Enlace Crítico, que desdeñaba mis relatos de otras zonas de conflicto con argumentos infantiles y ademanes de matón. 
Quien escribe humanamente acerca de la guerra, necesariamente debe tomar algún partido, elegir un bando, sentirse comprometido. De lo contrario será solo un pedante redactor de enciclopedias, o un híbrido cobarde que alaba por igual a Sodoma y a Gomorra. 
Y ahora me pregunto con que parte del cuerpo debo seguir escribiendo, ¿con el cerebro, con el corazón, con las tripas? Ya no me importa, porque ya he dado este paso.
Hoy ya no soy soldado ni soy nada de todo aquello, y hago uso de mi legítimo derecho ciudadano de romper la sutil línea que separa la información de una denuncia. Lo hago porque personalmente siento el deber moral de denunciar. De manera que lo contaré todo desde el lado del pueblo bosnio, el lado de los musulmanes con los que hoy charlo y bebo té, el bando de estos habitantes comunes que tienen rostros reales para mí, los que venden escarpines de lana para bebés en el mercado central, los que me regalan un pedazo de sandía y una sonrisa desdentada, los que no saben hablar en ningún otro idioma que no sea el de las montañas, y los que todavía son considerados bastardos o animales por los carniceros serbios, aquellos imbéciles que desde las colinas ejercieron a mansalva su irracional y estúpido “derecho” de matar.
Asedio, francotiradores, limpieza étnica, refugiados, diez mil muertos (entre ellos mil quinientos niños), cincuenta y seis mil civiles heridos por munición, metralla o minas terrestres, más de dos mil víctimas de amputaciones, fueron solo algunos de los números de la barbarie que han dejado los mil doscientos días de asedio medieval a esta capital, multiplicando así por tres, el sitio de Stalingrado. 
Sarajevo parece haberse quedado anclada en un mar de sombras, y lo único que sabía acerca de esta ciudad antes de venir, era una frase que leí en un libro de historia: “El asesinato del heredero del trono austrohúngaro en Sarajevo desencadenó la I guerra mundial”. Nunca imaginé que vendría a escribir acerca de este lugar.
Estoy en la capital de la República de Bosnia, una región montañosa del mundo a la que llaman Balcanes, colinas pardas y de acceso difícil en los Alpes Dináricos, enclavadas entre la Hungría post comunista y una Grecia en plena crisis capitalista.  
Este pequeño país, que declaró su independencia de Yugoslavia el 3 de marzo de 1992, con el reconocimiento de las Naciones Unidas, fue el escenario de una brutalidad que no debe olvidarse. 
El Ejército Federal yugoslavo (con una gran mayoría de serbios étnicos en sus filas), declaró la guerra al gobierno legítimo de Sarajevo, elegido en las urnas. Comenzaba así, una carnicería de tres años y medio transmitida por la tele en directo a todo el mundo. Y toda Europa se cruzaba de brazos, observando la barbarie.
Sarajevo quiere decir “rayo entre las montañas”, y desde las cimas que dominan la ciudad, los serbios separatistas bombardeaban con artillería la ciudad de casi medio millón de habitantes.
La gran Serbia de Radovan Karadzic, se convertiría entonces en el verdugo feroz de un martirio a manos de francotiradores, y de una infantería cuya única táctica sería la de aterrorizar a una población civil, que se jugaba la vida yendo a buscar agua, o a comprar el pan.
Sarajevo, el testigo maldito y privilegiado del inicio y del fin del siglo XX, en la última década del siglo pasado iba a pagar el precio del vacío en la transición de la Europa de la Guerra Fría, a la de un mundo unipolar.
Por primera vez una población civil de un centro de la Europa civilizada, iba a sufrir en carne propia el síndrome de Vietnam. Hasta entonces, solo los militares destacados en Asia habían sido víctimas del shock post traumático típico de la exposición prolongada a la vida en el límite.
La limpieza étnica de musulmanes era el único objetivo de las fuerzas separatistas serbias en Bosnia, y de católicos croatas en Herzegovina. Antes de la guerra, el 52 % de los habitantes de la república eran bosnios de religión musulmana, el 31 % serbios ortodoxos, y el 17 % croatas católicos.
Limpieza étnica significa nada menos que eliminar, asesinar o matar sistemáticamente a todo aquel que no pertenezca a una misma raza, y de paso se hace extensiva una persecución religiosa feroz. Ocurrió ya varias veces en la historia, desde tiempos bíblicos hasta nazis gaseando judíos, turcos degollando armenios, y ahora nuevamente con palestinos resistiendo a piedrazos frente a los tanques sionistas.
Limpieza étnica. Eso fue lo que ocurrió en la década de 1990 aquí, en este país que se llamó Yugoslavia.   
“Los serbios todos juntos y en todas partes, desde Belgrado al Adriático”, había escrito el ministro del interior serbio en 1844, en un documento con el título de “El plan”, que resucitado solo tenía un problema: cómo deshacerse de todos los que no fueran serbios.
El asedio a la ciudad provocó miles de desplazados, que huyeron a las zonas rurales próximas, a intentar salvar el pellejo. Pero a los serbios no les bastó, querían borrarlos del mapa. Entonces los cercaron y estrangularon lentamente, en pueblos como Srebrenica o Gorazde, donde ya son célebres la infamia y las fosas comunes. 
Los “Chetniks”, aquellos locos desgraciados que jugaban a la guerrilla ultra-nacionalista, y que no hacían diferencias entre hombres, mujeres y niños, fueron los autores. Ya lo he dicho: los serbios fueron. 
Esa fue la raíz de la tragedia ocurrida en estas calles, donde hoy camino y me estremezco.
Me invade ahora una melancolía extraña y distante, mientras comienzo a andar por la calle Mariscal Tito, esta avenida que atraviesa la ciudad de punta a punta, paralela al río Miljacka, unas mínimas aguas marrones, que parecen lavar las heridas bajo este suelo castigado y maldito. La ciudad termina a un costado de ella, antes de las colinas pardas y verdosas, que se levantan y oscurecen bajo una nube pasajera.
Esta es la célebre “avenida de los francotiradores” (frente a un cruce de calle abierto y al hotel Holliday Inn que albergaba a la prensa internacional que cubría la guerra), donde los guerrilleros “Chetniks” disparaban contra civiles indefensos que intentaban cruzar en las esquinas. 
Intento imaginar ese cuadro, aunque hoy resulte un poco imposible: columnas de humo en la oscuridad de un día cualquiera, tipos mascando chicles disfrazados de guerrilleros y apostados a 800 metros en las colinas, con sus fusiles automáticos, disparos de francotiradores, trazadoras que pasan recortando los esqueletos negros de los edificios, hacen impacto en el asfalto y todavía hoy se dejan ver. 
Las puntas de mis dedos recorren las paredes agujereadas por esquirlas, y siento que los fantasmas aún laten detrás de ellas.
Pesados, solemnes, inmensos, se levantan a la derecha los monobloques de cemento. 
Al otro lado del río y sobre la misma avenida, comienza un paisaje de monoblocks similares a los de las series de la guerra fría. Rectángulos iguales, ventanas que brillan hacia el monótono asfalto de la calle. Elefantes grises salpicados ahora por graffitis, donde todavía asoma el antiguo sello del comunismo. 
En la distancia del amanecer azul, estos complejos de viviendas familiares adoptan un color extraño, lúgubre, sombrío. 
Esto es Novi Grad, un barrio que ha quedado arrasado desde esa época, y que ya nunca pudo levantarse después de aquello. Los bloques de cemento parecen haber sido mordidos por un ejército de termitas, que han transformado el aspecto del hormigón en un enorme y agujereado pedazo de queso Gruyere, y, para quien lo observa sin conocer su historia, pareciera haber sido diseñado por los peores alumnos de arquitectura, en aquella vieja república que hoy yace aquí, en ruinas. Las imágenes de la destrucción, aún son terribles.
Esto fue Yugoslavia, la vieja y señorial República Socialista, la pro-soviética, la hoy desintegrada, que se revela antes mis ojos como un estigma de lo que fue, como el fantasma de lo que sucedió. Es difícil creerlo, pero estoy en Sarajevo.
Hoy es la capital de la joven Bosnia, y fue reconstruida hace poco y a las apuradas, para intentar devolver a los ciudadanos algo de la dignidad perdida en los años de 1990, cuando arrebataron la inocencia de aquellos niños, que ahora lucen como jóvenes occidentales en apariencia despreocupados. Los que lograron huir de los carniceros y regresaron, y son los que habitan hoy, luego del largo asedio de 4 años sufrido, en esta pequeña comarca del mundo donde ahora camino.
En 1992, los francotiradores serbios cobraban aquí una prima por liquidar periodistas, pero a las personas comunes las mataban gratis. El número de muertos fue bastante alto, pero a veces erraban, gracias a alguna intromisión del viento o del mal tiempo, o la mala puntería después de alguna borrachera. Quién sabe, ahora ya no importa.
Detrás del barrio musulmán donde está la pensión y un poco más allá de las mezquitas, se levanta una colina tapizada de lápidas blancas. Desde este sector de la ciudad, parece que todo Sarajevo es un cementerio. Nombres musulmanes y cristianos que se mezclan y duermen todos juntos, con fechas de nacimiento y muerte a veces tan cortos. Resulta difícil pensar que bajo esos fríos monolitos de mármol blanco, yacen cuerpos de niños.



Me paro un momento a pensar y a meditar. No logro comprender tanta violencia.
En esos años de 1990, este suelo fue el dominio de aquellos fanáticos pro-nazis que practicaron el terrorismo basado en el racismo religioso. Mientras que los ciudadanos bosnios comunes de Sarajevo, aguantando como podían y a duras penas contra ese temporal, formaban una maltrecha defensa convertida en milicia de civiles, en la que se hizo famoso el uniforme del overol azul, las zapatillas deportivas y los viejos fusiles checos.
No logro encontrar hasta el momento, muchas más palabras para describir todo esto. Entonces, como lapidario epílogo de este día, tomaré las líneas de un texto del periodista español Arturo Pérez Reverte: “Respecto a los Balcanes, prefiero ser reportero y limitarme a contar lo que veo. Mejor eso que analista lúcido y desengañado. O que ministro de exteriores comunitario, camuflando el cobarde fracaso de una Europa que no responde, entre risitas idiotas y absurdos mensajes de esperanza”.
Hoy creo haber encontrado algo dentro de mí mismo, aquí, a la orilla del Miljacka, en esta ciudad agujereada por las bombas y coronada de iglesias, sinagogas y mezquitas, llamada Sarajevo.



Cuadernos balcánicos: Una carretera en algún lugar de Bosnia

(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex-Yugoslavia)

Agosto 19
La música del autobús en que viajamos se interrumpe, para dar paso a un parte de noticias en un idioma que no comprendo. Vamos dejando atrás un agotador viaje que viene de Dubrovnik, atravesando colinas salvajes y montañas escarpadas para meternos en esta carretera rural, donde los controles fronterizos son frecuentes al ingresar en Bosnia. 
Mi corazón late de a ratos al ritmo de una ametralladora.
Estamos en la zona de un reciente conflicto, y aquí todavía se siente el calor de la guerra.
Carteles escritos en alfabeto cirílico, van pasando uno tras otro al borde de la ruta, indicando que estamos en un territorio controlado por los serbios. 
Fuera de la Europa occidental, nos metemos en lo profundo de la ex Yugoslavia, y sentimos poco a poco el lento escalofrío de la soledad. Viajamos a bordo de un colectivo croata compartido con lugareños, en su mayoría campesinos con sus familias, charlando de tanto en tanto con una niña de 12 años, quien practica con nosotros su inglés aprendido viendo la tele.
Un crepúsculo rojo cae detrás nuestro y el sol, ahora amarillo y sucio, desaparece abriendo una brecha incandescente en la inerte cúpula de nubes. La penumbra de este colectivo decadente nos deja ver los rostros duros y curtidos de nuestros compañeros circunstanciales. Es gente común de origen eslavo, de estatura más bien grande, con rostros de corte macizo, imperturbable y algo arrogante, que llevan en el cuerpo la elegancia de cualquier ciudadano europeo, pero también ese aspecto violento y característico de los guerreros tártaros. Es un pueblo que ha sufrido mucho, y se les nota.
El temor de Mirjam oculta mi propio temor. Un control de carreteras bosnio entre Metkovic y Mostar puede convertirse en una barrera infranqueable. Y así ocurre. En Doljani nos detienen. Esperamos cuarenta minutos en el patio trasero de un puesto militar colindante a una granja, al borde de la carretera vacía. Retienen mi pasaporte y el de los otros extranjeros, cuando el tiempo comienza a preocuparme. Aquí solo se habla serbo bosnio, un idioma que es al ruso, lo que el español al portugués. No resulta muy reconfortante la idea de permanecer retenidos aquí, mientras el policía gordo de la camisa azul se empeña en aplastar su autoridad sobre la dignidad de los viajeros, exhibiendo malencarado el cargador de su arma, sostenida por una correa desgarrada, y apuntalada con una cinta amarilla de aspecto inestable. 
Por fin salimos del retén antes de que la noche se nos eche encima. Tal vez será mejor en Sarajevo.

Cuadernos balcánicos: el puerto croata de Dubovnik


(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex-Yugoslavia)
Agosto 18
En punto de las siete el barco toca la dársena.
La lámina del mar (ahora ilesa bajo el viento), se observa petrificada como un gran estanque de aceite. Una brisa desciende en suaves remolinos y entra ancha, sin prisas, por la banda de estribor.
Desembarcamos en un puerto simple, como cualquier otro que haya visto antes, pero pienso que tras las grúas se podría esconder el secreto de una ciudad hermosa.
Sin novedad hasta el momento, más que el mal descanso producto de una noche de mal sueño sobre la cubierta dura del barco, y unas ganas terribles de mear. Ya me había desacostumbrado a las incomodidades de la vida a bordo, pero es grato saber eso.
Esta noche o mañana viajaremos al interior, y la idea de ese trayecto enciende mi interés.
Tomaré este día para descansar, o tal vez para escribir alguna sensación recogida sobre la marcha.


Cuadernos balcánicos: Croacia

(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex-Yugoslavia)

Agosto 17. Una noche en un barco rumbo a Dubrovnik

Sobre un mar aletargado y plomizo, Bari parece desvanecerse entre una bruma lejana. Las luces titilantes forman puntos mortecinos que caen desde los barrios hacia el puerto, lanzando sombríos y amarillentos reflejos sobre el agua.
Este barco croata de la empresa Jadrolinija, parte del muelle dejando atrás las siluetas metálicas de las enormes grúas, que se levantan más allá de las casas bajas como si fueran sombras de aspecto quijotesco. Esta noche, a bordo de este transbordador que surca el Adriático, es un momento dulce para mí. Puedo asomarme a la amura de proa, sobre la banda de estribor, y apreciar las grandes diferencias que surgen entre la Marina de guerra y la comercial. Recuerdos de pasadas experiencias sobre las cubiertas de otros navíos, destellan en mi mente como flashes, en esta noche opaca que comienza a encapotarse.
En ningún rincón de este barco croata existe ese sombrío marinero apoyado aquí o allá en la borda, solitario, fumando en silencio con expresiones frías y desdeñosas en la cara, producto tal vez del desarraigo de la tierra, o del recuerdo reciente de algún clandestino calor encontrado en alguna prostituta portuaria, o del anhelo insoportable de aquella niña dulce que en el último permiso en algún pueblo, ha convertido en mujer. 
Este barco no huele a comida rancia, ni a ese hedor característico al cual nos habíamos acostumbrado, una especie de sebo mezclado con sustancias nauseabundas. Los mamparos no exudan esa típica película de agua y petróleo, y en las bodegas van los autos de los turistas, en vez de vehículos de desembarco, o toneladas de munición, o aquellas pilas de pertrechos militares cubiertas de cualquier manera por lonas verdes. Estoy viviendo esta experiencia nueva y me siento muy extraño, porque esta es la primera vez que navego a bordo de una embarcación civil de este calado.
Los corredores son igual de angostos pero muy iluminados, a diferencia de la roja penumbra que reinaba en el interior de las unidades operativas de superficie.
En la calidez de las cubiertas inferiores, y allí donde las tropas de infantería dormían agotados luego de extenuantes campañas, envueltos en ponchos camuflados sobre el suelo, ahora existen mesas de billar y música fuerte, con turistas que beben cerveza y charlan en animados grupos, con despreocupado placer en el comienzo de sus vacaciones.
Con los ojos puestos en la costa oscura, y levantando la vista de las crónicas de un periodista español de nombre Alfonso, veo los muelles hermanos que nos despiden al salir de Bari, y la torre del faro a la izquierda, en la sombra de una neblina caprichosa, espesa, mística, y los obreros que se quedan hasta el final en el puerto. Este barco que se aleja, quizá con restos de un corazón, quizá con el cadáver vivo de algún amor, como el de aquellos soldaditos jóvenes y recién hechos dispuestos a morir, aquellos que cantaban canciones fascistas en 1992, en la cubierta de popa.
La proa a oscuras, ahora que he conseguido quedarme solo en la cubierta bajo el puente, con el viento compañero y confidente, veo la luna a la derecha que baña de plata las aguas del mar, tras una nube grande que juega de ratos con ella. Pienso en la vida y pienso en la muerte, en la larga paciencia de esperar que nos de la mano, el sueño de pensar que nuestra vida pueda seguir soñando que es real, posible, verdadera. Pienso en los que enmudecidos viven, y en los que nunca podrán hablar, porque simplemente no pueden.
En los que sueñan que todo puede ser distinto, que quedan aún transbordadores que abordar, labios que besar, páginas que escribir. “Y todo esto tal vez sea solo el pensamiento de un náufrago anónimo en esta noche solitaria”, como diría aquel amigo periodista.
Mi compañera duerme en la cabina común, y sus cabellos rubios lucen desparramados en un violento torbellino. A ella le debo el calor en este viaje, y un sentimiento muy especial, privado, muy mío. Pero todavía yo resisto al sueño: primero aquí, mas tarde junto a la banda de estribor y lo más cerca de la quilla, porque es allí donde el acero del casco doblega la potencia terrible del agua. Y me quedo contemplando sobre todo el mar, que se extiende a lo largo de kilómetros oscuros, como he contemplado hace unas horas la costa de Bari que ha quedado atrás, o como lo hice muchas veces en aquella lejana costa de Buenos Aires, y pienso en la desconocida franja de Gaza, y en la nunca antes vista estación ucraniana de Donestk, donde ahora mismo caen bombas, y en las tantas otras costas y estaciones de las que he oído y leído sin haberlas visto nunca. Y a pesar de todo, de no conocerlas, siento nostalgia de ellas. Pienso en aquellas mañanas y en aquellas noches de México, en todo aquel tiempo vivido, y en que ya no soy soldado ni soy nada, solo un pequeño náufrago del mundo en este mar lejano.
Recordando fantasmas de antiguas y recientes vivencias, a veces prohibidas, otras veces mudas, dibujo con letras todo lo que en mí se contiene, esta noche en el mar Adriático, rumbo a las costas de un país que se llamaba Yugoslavia.

Bari, o un puerto de pescadores sobre el Adriático


(Notas de un viaje por Italia)

Llegamos desde Roma esta tarde, en un verdoso tren vespertino, atravesando en algo más de cuatro horas el país entero, de occidente a oriente, sobre una vía que transcurre paralela a la humedad del Mediterráneo. 
Viajamos hacia la península de tierra que forma el tacón de la bota en el mapa de Italia, y el destino final ha sido este pequeño pueblito costero sobre el mar Adriático llamado Bari, que resulta lo bastante desconocido e interesante para el foráneo, y que invita al cronista a realizar una descripción más profunda del lugar.
Expresado lo arriba escrito, solo queda narrar entonces los sucesos estrictos de los acontecimientos vividos. 
A simple vista Bari es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una simple prefectura italiana de la costa adriática y nada más. 
Saliendo de la estación del tren ingresamos en una ciudad de aspecto más bien provincial, con andadores peatonales donde los viejos charlan tranquilamente, o se reúnen en torno a las iglesias para jugar cartas o dominó, o bien para pasar el tiempo. 
Luego de un corto caminar ganamos las calles, y las obsoletas columnas de alumbrado sembradas a longitud exacta, y las piedras o adoquines negros y lustrados por el tiempo, que marcan la dirección de un mercado que huele a fruta fresca y vísceras descompuestas de pescado. Continuamos andando entre edificios antiguos y casas bajas de apariencia pobre, despintadas en sus fachadas, carcomidas tal vez por la sal o el mucho tiempo.
La ciudad en sí misma, hay que confesarlo, es vieja pero atractiva. Alejada del glamur y de la pedantería de los almidonados del norte (en referencia a Torino o Milán), su aspecto general es más bien proletario, refugio de cazadores de fortuna y de familias de las clases obreras. Calles que transcurren al ritmo de las pieles eternamente bronceadas y curtidas de sus habitantes (de un aspecto moreno, que bien podría ser siciliano), y de oscuros buscavidas emigrados del sur, tal vez desde Argelia o Marruecos, que le dan al sitio una sensación de tranquilidad ciertamente inquietante. 
Bari Tiene un aire finamente frágil e impregnado de sal, en apariencia siempre a punto de romperse, y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. Una ciudad donde la gente habla fuerte, se percibe arrogante y aparentemente siempre está en discordia o de mal humor. Bari ostenta el típico encanto de los pueblos del sur de Italia, al menos en su parte antigua, la más cercana al puerto, a los pescadores, a las vecinas gordas que cocinan con pomodoro y oliva, y a los gatos callejeros que se quejan en las noches calurosas. El ambiente latino o vagamente argentinizado que exuda el sitio, me recuerda a los barrios de trabajadores en las riberas bonaerenses del lejano Paraná. 
Un fuerte pasado romano y bizantino se deja ver en una media luz tenue, tímidamente filtrada, que se cuela a través de los densos esqueletos de construcciones añejas, preñadas de historia y huérfanas de soledad. Por las estrechas callejuelas vamos esquivando el sol punzante (recostado ahora sobre un cielo desnudo de nubes, que se siente cayendo a plomo desde la mañana), entre el dulce vaivén de la ropa tendida cubriendo las fachadas que nos envuelve al pasar, en aromas de suavizante. Y en las cuatro lenguas de piedra que forman cada esquina, las mujeres se mantienen chusmeando, de pie ante las puertas de las casas, apoyadas tal vez en una escoba, y los críos juegan a la pelota en las pequeñas plazas, y desde los balcones protegidos por telas de colores abombándose al viento, se dibujaban, más abajo, las otras calles empedradas y la imagen de “San Nicola”, el patrono de la ciudad.
Además de pequeña, la ciudad es también abigarrada, mejor dicho muy apretada. Si uno se para en medio de estas calles con los brazos abiertos, podría darle la mano a la señora que amasa pastas en la casa de la izquierda, y con la otra tomar el vaso de “limonata” que nos ofrecen de la mesa de la casa de enfrente. La gente camina en fila india, naturalmente acostumbrada al paso de los vehículos, que bloquean las pequeñas vías destinadas en un principio al paso de mulas y burros.
Las quejumbrosas motos “Vespa” forman el enjambre característico de un sabroso embotellamiento vehicular (insignificante por cierto), mientras transitan, con atenuado desdén, sobre las tapas de hierro que cubren las cloacas donde antiguas marcas romanas se dejan ver, indicando el violento pasado acontecido.
En la hora del hambre y la sed, tomamos un aperitivo en el mostrador del “Niccolino” (bar esquinado bajo una vieja pensión), perseguidos por ojos meticulosos de parroquianos trigueños, mal afeitados, que con escuetos movimientos de cabeza nos dan a conocer su silenciosa bienvenida. Solo se habla italiano, o algún extraño dialecto de la Puglia.
 Comemos aquí, al aire libre, acodados en una mesita de estabilidad dudosa, cerca de la ventana que da a la calle, y rodeados por las camisetas agujereadas de los pescadores, que parecen haber sido paridos todos así: robustos, tostados, gritones y sin pasado.
La charla se inicia con uno de ellos para preguntar la dirección del puerto. Es un hombre corpulento, más bien bajo, con matas blancas entre el negro pelo, una voz grave y la cara grande, inmóvil. Tatuado en el antebrazo derecho me observa imperturbable, con los ojos pardos que miran fríos y levemente cerrados, sobre el corto y carnoso arco de una nariz ganchuda. La boca terca y la mirada recia, traslucen su áspera personalidad sin elocuencia, rústica y tal vez lacónica, e imagino por un instante estar frente a un sargento, un tipo con matices similares a aquellos que están a cargo de las maniobras militares. Sin dudas pertenece a aquella raza de individuos que poseen aptitudes naturales para el mando.   
Llegando al puerto, más allá del “lungomare” o malecón, observamos entre las dársenas el agua, que a esta hora es de un profundo gris transparente. Vamos rumbo a la rampa de los barcos, donde los operarios y las grúas de hierro unen fuerzas para ganarse el jornal. Y se escucha de a ratos un continuo toser, y se siente el olor acre de los cuerpos de los borrachos, un hedor viejo, rancio y triste, a grapa y a orines. Aquí es igual a lo que escribía el piloto naval de aquella novela de Conrad que leí hace un tiempo: “Las velas curtidas de los pequeños navíos anclados suben con la marea, y parecen racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecen mástiles barnizados”. 
En este puerto se hablan dialectos intrincados y misteriosos, casi incomprensibles, derivados de una vieja jerga comercial utilizada ahora por ariscos tripulantes, herederos de esa tradición. Curtidos marineros de maxilares cuadrados, provistos de poderosos trapecios forjados en el milenario oficio de estibar, y dueños (al igual que el hombre del bar), de antebrazos marcados por tatuajes azules, irrigados por venas en apariencia a punto de estallar. Esa lengua recóndita, por ellos practicada, es producto tal vez de alguna antigua influencia griega, pienso, o proveniente de la costa del frente, de algún reducto eslavo de la ex Yugoslavia, donde hasta hace poco tiempo se mataban entre hermanos por la simple intolerancia de no soportar que el vecino haya nacido bosnio, o que la mujer de la casa de al lado llevase la cabeza cubierta por ser musulmana. Allá, en la costa del frente, cruzando las aguas de este apacible y azul Adriático, se encuentra el adolescente pasado de una brutalidad reciente, de esa hoja de la historia que el mundo ha dado la vuelta, y que ha querido olvidar porque ya no interesa, porque ya no forma parte de las inquietudes de la Europa rica, o porque simplemente, su popularidad forjada a sangre y fuego en la década de 1990 ya no vende.
En la última hora de este rojizo crepúsculo que cae hacia occidente, el agua mece las barcas con vaivenes maternales y el cielo, monótono y chato, se une a lo lejos con el mar en un horizonte plano, sin ninguna interferencia. Me he quedado parado en medio de los muelles de hormigón, huyendo del molesto barullo de los grupos de ocasionales visitantes, mientras observo (las manos inquietas al abrigo de los bolsillos), las maniobras y faenas de los marineros a bordo de los transportes navales anclados en la bahía. Recuerdo ahora aquellos tiempos vividos sirviendo en la Marina, cuando participaba junto a los camaradas en maniobras de amarre o amadrinamiento, y pienso en que mañana cruzaré en alguno de estos barcos las aguas, y en cómo serán luego los esqueletos de aquellos recientes escenarios de la guerra. Pienso en esas ciudades desconocidas de nombres difíciles, que por ahora siguen siendo solo puntos y trazos en mi mapa. Pienso en las mudas luchas y en la pequeña desgracia diaria de la gente anónima y sin nombre, en este largo viaje iniciado hace tiempo, y pienso también en la incertidumbre cotidiana de lo que significa vivir la vida, y en que todavía no he visto tanto para contar, para contarlo todo como si se me fuera la vida en ello.