El monumento a la Minerva había quedado atrás.
Caminaba por la avenida Vallarta en una tarde calurosa, típica de septiembre en esta parte del mundo.El sol del crepúsculo acariciaba suavemente las hojas de limoneros y palmeras: iba acabando su viaje hacia el otro horizonte.Un vientito agradable se colaba por las ventanillas abiertas de los escarabajos volkswagen. Iba camino a casa. Pensaba en literatura.Sentía deseos de escribir alguna historia, de esas cotidianas, ocultas, las de siempre, pero no me salía nada. Estaba con la cabeza en blanco y disfrutaba del paisaje citadino. Arcos, monumentos, plazas y jardines, todo mezclado con los bocinazos alocados de un tránsito desquiciado.Un caleidoscopio pintoresco.
De repente, la sorpresa: un pedacito del caribe clavado en medio de una ciudad que huele a maíz y tequila.
Todas las ciudades tienen un olor característico. Viajando por ahí aprendí a descubrirlos. Los olores, esos compañeros invisibles que te siguen en silencio.
Ahí estaba, flameando al ritmo monocorde de la brisita vespertina. La bandera azul y blanca de una sola estrella, sola como esa hermanita huérfana de madre y padre, que perdió también a sus hermanos en la guerra.Entré despacio y sin apuro, disfrutando cada instante, cada rincón desconocido.El me miraba desde arriba, como en un pedestal silencioso robado a la historia.Su imagen volvió a estremecerme, como en Bolivia. La mirada altiva, la boina negra, los bigotes elegantes de señor francés y esos cabellos tan rebeldes como su vida.
En un momento imaginé que lo escuchaba. Ese discurso en las NACIONES UNIDAS en 1964, cuando levantaba su voz en defensa de los pobres de America Latina.El lugar olía a ron y tabaco, a mar caribe y a esas cosas viejas como las fotos de una abuela.Por un instante creí haber visto las mesas colmadas de soldados, hombres barbudos con uniformes verde olivio y fusiles colgando a sus espaldas.En la media luz de la bodega el tiempo se detuvo. Volví a los años 60, a Bahía de Cochinos y a la Unión Soviética, a las noticias de última hora que venían de Vietnam y la explosión colorida de los hippies fumando marihuana en San Francisco.
El lugar exhalaba una sensación: revolución.
Las paredes con graffitis recordaban a esos barrios de la Habana vieja, marcos de madera y música de Rumba y Son cubano.El fantasma de Compay Segundo flotaba en un rincón, y el Buena Vista social Club sonaba en una vieja rocola.Estaba en el Bar más emblemático de la Cuba libre, casi un enclave del país caribeño en éste México tan bondadoso. Porque desde México fue que se planeó la revolución, de la mano de Fidel y de un tal “CHE”, ese argentino “loco” que decía ser doctor en medicina.Un mozo me dio un pasaporte, una especie de souvenir de bienvenida para el turista que busca la foto. En realidad yo buscaba historia, sabores y aromas.
Senté mis huesos en una mesita de madera oscura y ví caer la tarde desde una ventana del primer piso. Estaba solo y podía dialogar conmigo mismo.A veces es bueno un ratito de soledad para aclarar las ideas. Pensé en mi viaje, en esta nueva aventura mexicana. Recordé el viaje por Bolivia y el Perú, la marcha en ascenso al Machu Picchu, la tumba de selva en La Higuera.Descubrir los caminos por donde pasó este grande es un verdadero desafío, más de lo que creía.
Alguien llamó desde abajo y estiró la mano: “¡che, argentino!, esto es para ti“. El mozo me regala el pasaporte color madera y una sonrisa cómplice.
La tarde se transformó en noche y salí de nuevo a la calle, silbando bajito, imitando una canción de rumba que ya no me acuerdo.En mi mano el cartón con forma de pasaporte. Sentí que era el embajador de la república de los sueños y la aventura. Pero tan sólo fui un anónimo visitante de esta Cuba en miniatura.