"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Un salto a la libertad: a 30 años de un evento que cambió el mundo. Reportaje a un refugiado que mira hacia atrás


Sus compañeros fueron atrapados, pero Uwe Kunz logró huir del Muro de Berlín en 1988. Durante el recorrido con él por las antiguas instalaciones fronterizas, queda claro cómo se sigue sintiendo la división de Alemania en la actualidad.

Sebastian Galarza, para Enlace Crítico, Berlín.

Se para en la punta de la escalera, y con sus dedos alcanza la cima del Muro de Berlín. "¡Alto o disparo!", grita un guardia detrás de Uwe Kunz. Él sabe que solo tiene un intento. Se inclina ligeramente hacia adelante, corre, salta y se impulsa sobre la pared con todas sus fuerzas. Cae a cuatro metros de profundidad, del otro lado. Al aterrizar en el oeste (la zona libre occidental), rebota sobre sus caderas y se dobla un pie. Si se hubiera quedado atrás, los guardias podrían haberlo atrapado. Uwe habla de puertas colocadas en la pared para llevar a los fugitivos heridos de regreso al este, a esa enorme prisión soviética que latía a cielo abierto. “Al otro lado”, repite. “Soñábamos con pasar al otro lado”.

Él escapa, pero sus compañeros son arrestados. No es la única razón por la que las horas posteriores a la fuga son peores para él que las anteriores. Había visto la fuga más bien como un desafío deportivo. "Realmente no tenía miedo", dice Uwe. Pero luego se siente molesto, inseguro y extraño. Llama por teléfono a su madre, le cuenta de su llegada al oeste. Ella cae de rodillas. Más tarde pide ayuda a la policía y lo llevan a un hospital. En su primera noche en Occidente, no puede dormir.

El pasado 9 de noviembre de 2019, la caída del Muro cumplió su 30 aniversario. Solo en Berlín, al menos 5.000 ciudadanos de la RDA (República Democrática Alamana, país que integraba el antiguo sistema comunista de la Unión Soviética), huyeron a través de la frontera interior alemana hacia el oeste (zona occidental y libre de comunismo). 140 personas murieron en el muro. Después de su construcción en 1961, fue relativamente fácil cruzar la frontera. Pero la Stasi (la temible policía secreta de la Alemania soviética), analizó cada intento de fuga y frustró una escapatoria tras otra. Cuando Uwe escapó en la primavera de 1988, el muro estaba bien asegurado, y nadie esperaba que cayera el año próximo.

Uwe lleva al reportero de Enlace Crítico a lo largo de la antigua frontera interior de Alemania, a dos viejos bloques de viviendas en la Leipziger Strasse, la calle en donde aún se observan los vestigios de aquel tiempo. Aquí comenzó su nueva vida. Desde un edificio podía espiar a los guardias fronterizos y refinar su plan de escape. En la noche del 4 de mayo de 1988, él y sus compañeros se acercaron a la pared a través de la planta baja del otro bloque habitacional, sin que los guardias los vieran. El amigo de Uwe, Andreas (cuyo amigo Simon y él mismo entraron al edificio, camuflados como obreros), disfrazaron el escape. Es por eso que la larga escalera no se notaba.

Puerta de entrada a ninguna parte. A finales de 1961, la parte oriental (Este) de Berlín estaba completamente cerrada. El límite corría detrás de la Puerta de Brandenburgo, el corazón de la actual capital de Alemania.

Hoy, Uwe trabaja como operador de cámara en un canal de televisión en Berlín. Los periodistas de la capital lo conocen, pero pocos saben de su historia. A temprana edad aspiró a una carrera como atleta. Pero aquellos que querían convertirse en algo en la RDA (la ex Alemania comunista), generalmente tenían que someterse al régimen, y esa no era una opción para él.

De Berlín a Tailandia

Uwe tiene 55 años. La mayor parte del tiempo usa zapatillas de deporte y lleva el cabello canoso peinado hacia atrás. Sus anchos hombros eran aún más anchos en 1991: ese año fue subcampeón europeo de culturismo. Arnold Schwarzenegger fue su gran modelo a seguir. Occidente y los países lejanos siempre le han fascinado. "Huí porque quería conocer otras culturas", dice. Cuando ya no era feliz en Berlín Occidental, emigró a Tailandia y permaneció allí durante 16 años.
Su matrimonio con una mujer tailandesa produjo dos hijos, que ahora son adultos. En Bangkok, la capital de aquel país, tenía una fábrica de muebles con 35 empleados, dice Uwe. Como la compañía ya no era lucrativa, regresó a Berlín en 2010, donde vive actualmente con su segunda esposa y su hijo pequeño. Mientras tanto, la capital alemana es demasiado agitada para él. “Si pudiera, me alejaría de nuevo”, remata.

Con pasaporte para visitar a la abuela

Sus raíces están en Berlín. La abuela de Uwe vivía aquí, en Gleimviertel, en el distrito de Prenzlauer Berg. Cuando Alemania se dividió, la frontera con Berlín Occidental corrió por allí. Los visitantes solo podían ingresar al distrito con un pase. Un viejo cartel de información es solo un recuerdo ahora, y actualmente el lugar se encuentra en medio de una obra en construcción cerrada. Una excavadora se mueve de un lado a otro, pero Uwe todavía quiere leer lo que está escrito en el metal herrumbrado. Pega una patada, tira la barrera de advertencia a un lado y comienza a correr. Hace gestos con sus manos a los obreros en señal de que no está haciendo nada malo.
Tal vez sea la casa de la abuela en Gleimstrasse, de donde proviene el anhelo de libertad de Uwe. Cuando era niño, se quedó una vez en el balcón mirando hacia el oeste. Aquella tierra desconocida había despertado su imaginación infantil, esa vez que su abuela saludó desde el balcón a los familiares en Berlín Occidental. Las visitas de tíos y tías rara vez eran posibles.

Los rastros están borrosos

De las personas que vivían en ese momento en Gleimviertel, solo han quedado unas pocas. Entre las tiendas de alimentos naturales y los estudios de yoga, es fácil olvidar que la ciudad solía estar dividida por aquí. Uwe ahora quiere ir a un lugar que le invita a recordar. A pie se dirige al monumento conmemorativo del Muro de Berlín en Bernauer Strasse. En el viento de otoño, Uwe sigue murmurando:"Las cosas son tan diferentes hoy" o "apenas las reconozco".
En una parada de autobús cuelga un afiche publicitario del club de fútbol Hertha BSC. En él se lee: "Si ves el Muro de Berlín es porque la ciudad está muy cerca". Para algunos podría resultar divertido, pero a Uwe no le gusta el póster. Solo unos cientos de metros más adelante hay una piedra con los nombres de los alemanes orientales que murieron en el muro. Nos acercamos al monumento al aire libre, que atrae a muchos turistas en esta fría mañana.
En el suelo de piedra, las líneas de metal muestran el lugar exacto por dónde una vez corrió la frontera. Se ven partes de una pared y una torre de vigilancia. En el medio hay paneles de información, cámaras de vídeo en la punta de los postes de alumbrado y una plataforma de observación para coronar un área ciudadosamente preparada. La minuciosidad alemana se manifiesta aquí en dos sentidos: en el radicalismo con el que dos países se hicieron un solo país, y en la precisión que se observa en el trabajo realizado. Uwe parece extrañamente fuera de sí en este lugar. Los turistas exploran aquí la historia alemana, pero él explora la suya, y esa expedición al pasado nunca parece estar completa.

Vista del muro en Bernauer Strasse alrededor de 1980.

El memorial sobre Bernauer Strasse ahora, noviembre de 2019.


Uwe se detiene frente a la torre de vigilancia que se eleva sobre la pared. Afilada y en ruinas, la construcción de nueve metros de altura se alza allí y da testimonio de la absurda idea de encarcelar a la propia gente. Uwe dice que le gustaría saber cómo se siente mirar desde esa torre. Nunca trató de visitar una. Luego habla de un hombre que conoció mucho después de la caída del Muro en su vida profesional. Había servido en las tropas fronterizas de la RDA (la ex República Democrática Alemana). Cuando Uwe le describió su escape, el hombre le había dicho que si hubiera estado de servicio en ese momento, él no habría escapado.

El pasado es una sombra que parece seguir a Uwe constantemente. Ahora continúa por el distrito de Mitte, donde él creció. En el tiempo de la Guerra Fría, el barrio de Mitte era el amortiguador entre Oriente y Occidente. Las casas mejor ubicadas no se podían habitar, porque el muro cortaba el centro del vecindario. Desde la reunificación, Berlín ha cambiado tanto como cualquier otra ciudad alemana, y Uwe todavía está intentando aceptar eso. Su voz se vuelve más fuerte en el Hackescher Markt. "Solía ​​ser un barrio de clase trabajadora", dice. Hoy en día, los turistas pasean entre boutiques y los hipsters organizan comidas callejeras.

El estado como religión sustituta

En el Hackescher Markt, uno debe buscar las huellas del socialismo con una lupa. No muy lejos de la catedral de Berlín, el Este y el Oeste, sin embargo, son literalmente opuestos. Además del enorme edificio nuevo del Ministerio de Relaciones Exteriores, hay un edificio prefabricado con arte de fachada socialista. Uwe está seguro de que los inquilinos que alguna vez trabajaron en el aparato estatal de la Alemania comunista todavía viven aquí. En ese momento contrae las cejas, y unas arrugas se le forman en torno a los ojos y sobre la frente. En la RDA, el estado se propagó como una religión sustituta, de la que Uwe siempre sospechó. Reitera la pregunta que lo llevó a Occidente: "¿Por qué debía permitirme un régimen que no me interesaba?"
Poco después de su fuga, el periódico "Bild" quiso presentar a sus lectores la historia del joven deportista. Para Uwe, esa entrevista sería la primera experiencia negativa en su nuevo hogar. Fue tratado con arrogancia. Le habían ofrecido rollos de salchicha, con la observación de que no sabía qué era esa cosa. En el editorial fue inmediatamente etiquetado como “sin dinero”. Pero Uwe huyó con 5.000 marcos en el bolsillo, cambiados en la RDA, a un tipo de cambio escandaloso. Se había ganado el dinero trabajando como portero nocturno en el Hotelhochaus de Alexanderplatz.

30 años de silencio

Después de esa entrevista, pasaron 30 años antes de que Uwe volviera a hablar públicamente sobre sus experiencias. Sin embargo, la impresión por la conversación no quedó sin efecto. El entonces presidente federal Richard von Weizsäcker aparentemente había leído su historia. Cuando visitó un centro de recepción para refugiados del muro, reconoció a Uwe y habló con él. Uwe le contó sobre la fuga fallida de sus dos compañeros. Weizsäcker le dijo que no debía preocuparse. Como a muchos otros refugiados, la República Federal ayudaría también a los dos hombres a escapar.
Uwe escapó del régimen, pero nadie puede escapar de su propia biografía. Incluso hoy se queja de que la RDA le ha impulsado a construir una carrera deportiva, y que al escapar tuvo que comenzar completamente de cero, a la edad de 24 años. No había esperado el rechazo de muchos occidentales hacia los orientales. Él cree que las mentes de los alemanes han establecido una caricatura de la RDA, de sus “pobres hermanitos comunistas” . Uwe elogia el sistema educativo comunista, y se entusiasma con el recuerdo del maestro que lo entrenó de joven al iniciar su carrera. Tenían que improvisar mucho en Oriente y siempre se ayudaban mutuamente.
La sólida cohesión, el ingenio en la economía de escasez: son frases que uno escucha una y otra vez de alemanes orientales. "Teníamos que vivir con poco, y eso es un arte", dice Uwe, y agrega: "También puedo estar orgulloso de haber tenido que ir por otro camino". El Muro es y seguirá siendo parte de su vida; no solo mentalmente, sino también materialmente. La oficina del canal de televisión donde trabaja se encuentra directamente en la antigua frontera interior de Alemania. Un pedazo largo del muro que recuerda la división alemana, y un pasado que aún no ha pasado del todo.

Un ciudadano de Berlín Occidental lee el periódico donde se anuncia la noticia, el 10 de noviembre de 1989: “El muro se fue!”

sábado, 9 de noviembre de 2019

Por las calles del "enemigo"


Paseo por Londres, sin prisas, en una de esas tardes frías y lluviosas que dieron fama a esta ciudad recostada sobre el Támesis. A pesar de todo es un lugar tranquilo, me digo, que ni las hordas de turistas ensayando poses ridículas frente a sus teléfonos móviles logran desgraciar. Vengo de ver el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham, temprano por la mañana, y de almorzar en un mercadillo al aire libre bajo un puente de hierro donde pululan los mendigos; y en la esquina de un enorme parque descubro el monumento. Es un lugar conmovedor, pues muestra las figuras de siete hombres, soldados todos (aviadores británicos que murieron cumpliendo con su deber sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial), vestidos con sus uniformes de vuelo y sus pertrechos y sus radios y todo aquello que usaban, en unas actitudes serenas y muy dignas. Son tipos muertos de verdad, piensa uno cuando los ve. Se ve que realmente lo están. Parecen fantasmas melancólicos.
El monumento se encuentra casi frente a la casa de Wellington, en la entrada oeste del Green Park, y de verdad que vale mucho la pena darle un vistazo. Estatuas de unos tipos que murieron mientras bombardeaban Alemania, causando centenares de miles de víctimas (un solo escuadrón de bombardeo era capaz de arrasar el centro urbano de una ciudad en apenas media hora en mitad de la noche y así ocurrió, por ejemplo, en Dresde, donde en solo dos noches palmaron 30 mil civiles). Y sin embargo, la idea del monumento pretende quedar por encima del horror: combatían por su patria, cumplían con su deber y cayeron como héroes. Punto. Lo demás puede (y naturalmente debe), discutirse en otros lugares. Pero aquí solo se trata de honrar a hombres valientes. A héroes de guerra.
Contemplo las figuras de bronce, brillantes por la lluvia que cae ahora como finos hilos de plata, y paso la mano sobre el relieve dorado que aparece al pie de la base de mármol: "Memorial inaugurado por Su Majestad la Reina Elizabeth II", se lee en estricto inglés. Frente al monumento hay una protesta de gente que se manifiesta contra el Brexit. Ciudadanos comunes golpeando cacharros y gritando consignas contra Boris Johnson. Individuos indignados porque unos pocos políticos idiotas les quieren arrebatar su histórica y muy arraigada identidad europeísta. Estos ciudadanos que protestan son ingleses, indudablemente, pero primero son europeos.Todos están exaltados y rodean el lugar pero nadie, absolutamente nadie se atreve a profanar el monumento. Un hombrecillo viejo de bigotes blancos y corbata azul deambula por la calle con un cartel amarillo y circular con la inscripción “Only god can rescue our nation now” (solo Dios puede rescatar nuestra nación ahora). Lleva en el pecho el emblema de la rosa roja que es el símbolo nacional británico y representa la paz y la unidad del país. Y entonces, frente a todo ese desmadre que se sucede frente a mí en singular espectáculo, permanezco parado en el pequeño oasis que representa el monumento. En él no faltan flores y hay pequeñas cruces de madera que recuerdan a familiares y amigos, a padres y abuelos caídos en aquellas acciones, y además todo está impecable, limpio, fríamente disciplinado y en estricto orden. No hay paredes pintadas ni graffitis sobre las estatuas, ni suciedad a la vista ni en los alrededores. Todo está como debe estar, en armonía con esas graves y elegantes estatuas. Entonces me digo claro, allí está la diferencia, estos tipos cuidan el detalle. Es un país sin complejos históricos. Saben que con los héroes y con la Historia no se juega, y por eso no utilizan a sus muertos como arma arrojadiza. Son ecuánimes y saben tomar distancia. Me gusta eso.
Pienso en ello mientras recuerdo inevitablemente lo que leí en la prensa sobre mi país hace unos meses: en Buenos Aires, dos veteranos pilotos argentinos supervivientes de los ataques aéreos contra la flota británica en 1982 eran insultados cuando fueron invitados a contar sus experiencias en un colegio de la ciudad. Habían sido llamados para dar una charla y se llenó el aula, pero, en cuanto abrieron la boca, dos alumnos mocosos y un adulto sacaron a relucir los 30.000 desaparecidos de la represión y la infame maniobra que fue Malvinas para el régimen militar. Eran ciertos ambos extremos, sobre los que aún se debate, y con razón, en Argentina; pero sin ninguna relación con el motivo de la charla, pues los dos pilotos, que durante la guerra tenían veintipocos años, habían sido invitados a la escuela para que hablasen de los combates aéreos que protagonizaron, de los compañeros derribados mientras atacaban a los barcos ingleses, del sacrificio suicida de aquellos jóvenes que, volando en sus Skyhawks al límite de las reservas de combustible, a diez metros sobre el mar y con salpicaduras de las olas en el parabrisas, se metieron entre la implacable defensa aérea enemiga y murieron sin rechistar, sencillamente, cumpliendo con su deber y con su oficio.
No les dejaron ni contarlo. Con la aprobación y el aplauso de alumnos y padres de ambos sexos, los dos mocosos y el adulto centraron sus preguntas exclusivamente sobre la dictadura militar, reprochando a los dos veteranos que hubieran ido allí a hablar de otra cosa. Les insultaron y les dijeron “milicos de mierda”, como se suele llamar casi siempre en Argentina a los hombres y mujeres que defienden patrimonios históricos relacionados con cualquier cosa vinculada a lo militar. Y entonces, con calma, los dos viejos veteranos recogieron sus cascos de vuelo y volvieron a colocarse sus chaquetas (porque así vestidos concurren siempre, orgullosos, a cada charla o cada evento al que son convocados), y se largaron en silencio de aquel auditorio hostil donde no eran bienvenidos, sin haber podido hablar de nada.
Parado frente a las impecables estatuas de bronce, en esta ciudad gris y melancólica, pienso ahora que Inglaterra tiene cosas muy criticables que resultan chocantes para el resto del mundo, como el colonialismo o la antigua piratería, pero sin dudas también hay que reconocerles algo: tienen un profundo respeto por sus héroes y por las batallas que libraron, y una unión cívica frente al desastre que resulta emocionante de ver. Además son una sociedad ecuánime; siempre intentan ver alguna virtud en su enemigo, como en aquel vídeo real que vi de la guerra de las Malvinas, cuando un piloto argentino, durante una batalla, volando impávido al ras del agua en su caza de ataque, entre el intenso fuego antiaéreo, se eleva un poco para lanzar sus bombas y pasa rozando el palo de la fragata desde la que le disparan; y desde el otro barco cercano, desde el que están filmando la escena, se escuchan los gritos de admiración y los aplausos de los marinos ingleses.
Son las cinco de la tarde y la noche ya cayó sobre la vieja ciudad recostada sobre el río. Camino por una orilla en dirección a Spitalfields y entonces recuerdo unas líneas de Joseph Conrad, escritas en la primera parte de El corazón de las tinieblas: “cuando camines por los cauces bajos del Támesis, honra la memoria de los hombres y los barcos que han regresado al reposo del hogar o partido hacia las batallas del océano. Aguas que han transportado a aventureros y colonos, buscadores de oro y de fama, almirantes, marineros, capitanes, mercaderes, oscuros traficantes o nobles sacerdotes, empuñando la espada y otras veces la antorcha, mensajeros todos ellos del poder y de su patria”. Tiemblo por un instante. Tal vez sea el frío o la humedad.
El viento barre las piedras de las calles espejadas por la lluvia. Vuelvo a mi habitación de mala muerte en un antiguo suburbio del este con los puños apretados y hundidos en los bolsillos, y masticando mis propios recuerdos de aquella patria ingrata y cruel de donde me tocó emigrar. Tengo por delante un camino largo y voy pensando. Claro, estos tipos creen en el detalle y en la caballerosidad. Por eso han sabido dominar el mundo con precisión y crueldad.
Como dijo mi amigo Guillermo, cada sociedad tiene el país que se merece. Es cierto, me digo. Por eso mis paisanos son tan despreciables en la mayoría de las derrotas y tan crueles en las pocas victorias. En cambio estos británicos se han ganado su reputación a punta de siglos de temple, voluntad y determinación, peleando contra todos en batallas que duran hasta hoy. Un pueblo de guerreros, poetas y marinos. 
Recuerdo a los dos pilotos veteranos siendo insultados en la escuela, y recuerdo a aquel imbécil que me escupió el uniforme en el tren mientas viajaba de Bahía Blanca a Constitución, en mis tiempos de soldado. 
Pateo una piedrita y sigo caminando. El hotelucho y una comida caliente ya están cerca. 
A veces hay broncas que quedan en la memoria y se olvidan por un tiempo, y luego vuelven y se largan de nuevo, pero nunca se van del todo.