A veces un viaje suele ser tan largo que uno mismo siente como si flotara
de manera permanente, aunque tenga los pies bien clavados en la tierra. Esto
sucede hasta que finalmente la cabeza logra comprender que ya no habrá regreso.
Mi viaje comenzó hace muchos años, unido a una columna de hombres que
avanzaban a marchas forzadas, doblados bajo el peso de enormes mochilas.
Primero fui soldado, hace más de una década en un archipiélago. Más tarde fui
aprendiz de boxeador, hace años en las noches de una ciudad. Me alejé de la
milicia y del ring. Me fui de mi país buscando alejarme de todo, de la
oscuridad, del pasado, de la incertidumbre diaria de unas calles desbordadas de
violencia, del sin sentido, de la claustrofobia de saberme en una vida sin
futuro. Necesitaba respirar, curar las malas fotos guardadas en la mente.
Viajé hacia el Norte. Aquel país era inmenso y hermoso. Tenía llanuras,
selvas, sierras y grandes bosques y muchas costas sobre el mar. Tenía volcanes
y alcoholes y tortillas y muchos indios que se vestían de vivos colores. Una vez,
en unas aguas de aquel país, fui a la deriva en un kayak hasta que una
tempestad de poniente me arrojó sobre la costa. Allí conocí a gentes
increíbles, hice amigos, hermanos del camino, viví placeres y noches eternas, vi
pueblecitos de caña con paredes blancas pintadas a la cal, iglesias enterradas
hasta la mitad en piedras negras, muertos que bailaban y la salsa mas
picante del mundo. Allí también conocí el hambre. Pero un día volví a irme.
Luego de unos años viviendo en aquel lugar me dirigí al Sur, siempre al Sur,
hacia los países cálidos y soleados que había recorrido primero. Un tiempo
antes había llegado a la bahía de Epistoki, en una isla de piedra donde
abundaba el cobre y donde se hablaba el griego y el turco, y, en fin, adonde
también residían unos sacerdotes ortodoxos en un gran monasterio de madera.
Más tarde llegué a un pequeño país entre montañas y bosques, en el
centro de Europa. Los antepasados de esa patria fueron primero soldados de una
confederación y luego mercenarios, porque eran pobres y solo tenían el hábito
de la guerra. Allí me recibieron en un campamento de obreros. Había hombres
grandes, algunos leñadores, casi todos barbudos, cuya lengua tosca gravitaba
entre el alemán y el francés. Usaban máquinas y tractores para demoler la
piedra, pero también herramientas tradicionales para excavar la tierra y cortar
los árboles. Eran hombres rudos. Me uní a ellos.
Los obreros me otorgaron una herramienta para picar la piedra. El cabo y
la punta eran de hierro, con una goma opacada por el uso y por el sudor. Pesaba
mucho más de lo que aparentaba.
Allí aprendí algunas cosas nuevas.
Recordé entonces lo que Jack London escribió: cuando un hombre viaja a un país lejano,
debe prepararse para olvidar muchas de las cosas que ha aprendido antes, y
adquirir las costumbres propias de la vida en el nuevo país. Debe abandonar los
viejos ideales y dioses, y, a menudo, revertir los propios códigos que
delinearon hasta entonces su conducta. Para quienes tienen la facultad proteica
de la adaptación, la novedad de semejante cambio puede ser inclusive una fuente
de placer. Pero, para aquellos que se aferran a los carriles en los que fueron
creados, la presión de un entorno así modificado resulta insoportable, y se
irritan en cuerpo y alma bajo las nuevas restricciones, que no comprenden. Esta
irritación hace al hombre reaccionar, produce males diversos y conduce a más de
una desgracia.
El hombre que no sepa adaptarse a la nueva rutina haría mejor en volver
a su país. Si dilata demasiado su regreso, es muy posible que muera.