El otro día charlaba por teléfono con mi viejo amigo Oscar Barone,
vecino filántropo de Zarate, amante de las motos y, entre otras cosas,
excelente artista. Cada tanto me tomo el trabajo de hacer este ejercicio (el de
charlar a la distancia con los amigos que aún conservo en la Argentina),
respecto de cómo sigue la cosa por allí, para recordarme a mí mismo de donde
vengo y mantener así la lucidez de que la vida es cruel y de que el ser humano,
además de ser un animal peligroso, es también un hijo de la gran puta.
Entre una charla y otra Oscar me pidió que le diera mi opinión respecto
de un editorial en el que un individuo llamado Santiago Cúneo (que se hace
llamar periodista), habla sobre la situación actual de las Fuerzas Armadas, y
del país en general.
Al ver la nota de este tipo confirmé lo que pienso de mi país hace
bastante tiempo, y volví a recordar una de las grandes causas por las que
decidí emigrar y buscarme la vida en el extranjero, hace ya ocho años.
El editorial es un vídeo editado de unos veinte minutos de duración, en
el que se ve a un hombre (calvo, sombra de barba sobre la cara regordeta,
mediana edad, incipiente obesidad y un tic nervioso que le obliga a apretar los
párpados rítmicamente cada cierto tiempo), lanzando improperios y blasfemando
en arameo en contra de las cúpulas militares argentinas, del presidente de la
nación y de la madre que lo parió, e incitando a la sublevación, al levantamiento
y al motín a oficiales, suboficiales y tropa subordinados a dichas autoridades.
Un tipo ridículo, sin argumento ni inteligencia, aburrido pero, sobre
todo, emitiendo un mensaje peligroso.
En Argentina normalmente se confunde bronca con crítica, rabia con
revolución; Y eso no puede ser así. Los argentinos somos furibundos por
naturaleza. Somos un país violento por razones históricas, políticas y
sociales. Pero una cosa es la calentura visceral y otra muy distinta la
incitación impune al desorden.
La bronca de un “periodista” no lleva a ninguna parte si no va
acompañada de un análisis crítico, de un debate intelectual, de un razonamiento
organizado, sistemático y eficaz. Y este hombre no posee esas virtudes. Al
escucharlo me doy cuenta de que no tiene la preparación necesaria para abordar
este análisis. Su mensaje queda flotando entre la bronca contenida, el pugilato
visceral contra la situación a la que se opone, y una violencia desmedida sin
sentido común. Es el mismo insulto viejo y estéril que me tocó escuchar durante
siete años contra el gobierno de turno cuando fui militar. Creo que la opinión
de este individuo no aporta una solución inteligente a este nuevo problema (y
digo nuevo sumando los otros viejos problemas), que afectan al país.
A los argentinos nos han manipulado mucho y tantas veces, que hasta de
lo que podemos estar orgullosos lo utilizamos como arma arrojadiza, como
elemento de discordia y confrontación. Somos gente de trinchera, de barricada.
Somos el "conmigo o contra mí". Somos de boca o somos de river,
radicales o peronistas. El argentino es muy consecuente con sus amores y con
sus odios. Sobre todo con sus odios. Porque resulta que el argentino odia mucho
más de lo que ama, es decir; siempre vota más en contra que a favor. Desconfía
siempre de casi todo, y por eso se permite creer en mensajes viscerales como
éste.
El problema que afecta nuevamente hoy a la Argentina es viejísimo como
la historia misma: la puja entre la oligarquía y la clase obrera. La creciente
deuda externa (una vez más). El recorte salarial. El menosprecio al esfuerzo
del trabajador. Pero esto no es nuevo. Ha pasado muchas veces y el problema
vuelve porque Argentina es un drama cíclico que termina siempre estancado en un
mismo punto: empantanado en su enferma y carcomida clase política.
Yo lo viví de primera mano. Nadie me lo contó. Lo sufrí en carne propia
durante diez años cuando era un joven soldado que creía en la subordinación y
en el honor, en los ideales de valor, de patria, de soberanía y de unidad nacional.
Y todo eso estalló en mil pedazos cuando choqué de frente con una realidad
difícil de asimilar: la corrupción institucionalizada, el abandono, la
cobardía, el desprestigio sistemático hacia los voluntarios que decidieron
entregar su juventud en aras de un ideal. La ausencia de valores morales.
El problema es que en Argentina hay mucha incultura. No se lee lo
suficiente ni se intenta siquiera comprender que es lo que sucede. El país está
gobernado por los mismos desde hace mucho tiempo, porque en realidad no existe
ninguna diferencia entre Kirchner o Macri, entre Menem o Alfonsín, entre
Onganía o Videla... o entre los múltiples mandatos del mismo Perón, porque al
final, él mismo era siempre la misma persona. Por eso digo que siempre son los
mismos: la asquerosa condición humana.
Yo pienso que todo el problema de Argentina es un problema de educación.
Los políticos no son más que una manifestación pública, el síntoma de una
enfermedad llamada "nosotros". El conformismo, la incultura, el cainismo,
la vileza, la envidia; eso somos nosotros, los argentinos. El político no es
más que nuestra manifestación exterior. La oficialización de nuestra esencia.
Y esa ignorancia de lo que somos y de lo que fuimos nos hace caer, por ejemplo,
en las estupideces que se leen cada día en las redes sociales. Como últimamente
se ha puesto de moda venerar a un excombatiente de Malvinas de apellido
Poltronieri (y que es verdad, el tipo protagonizó sin saberlo una gran hazaña
cubriendo la retirada de sus compañeros bajo fuego enemigo), olvidando que fue
un soldado que hizo exactamente lo que tenía que hacer y nada más; combatir.
Prácticamente en todos los países del
mundo (por no decir todos, pues hay algunos que no cuentan con Fuerzas
Armadas), la vida militar es una actividad amarga, anónima y sumamente ingrata.
Esto es así porque así debe de ser. Desde los imperios bélicos hasta los sometidos coloniales, la vida del soldado siempre ha sido
solitaria y nunca bien reconocida. Pero hay dos puntos de inflexión en este
asunto que hacen la diferencia. Se llaman tradición guerrera y cultura de la
honra. Inglaterra tiene eso, por ejemplo. Esos soldados británicos y anónimos
(o mercenarios al servicio de la reina), son enviados a zonas de conflicto con
sus trescientos veinte años de tradición militar a cuestas peleando alrededor
del mundo, con precisión y crueldad. Y cuando regresan a casa los aplauden y
los honran colectivamente o de manera individual, si se lo merecen. Luego se
mezclan con los ciudadanos comunes de la sociedad y ya está, algunos siguen la
vida y mueren de viejos, pero siempre conservan el orgullo y el reconocimiento
de haber sido soldados. En Argentina sucede todo lo contrario. No es un país
con tradición guerrera y la honra o el "honor" son palabras vacías
que no existen en realidad, porque la gente las repite estúpidamente y no tiene
ni idea de lo que significa. Por eso en el país donde me tocó nacer se sigue
mascullando la bronca de combates que se libraron hace 30 o 40 años,
transmitiendo la discordia de generación en generación. Los soldados
profesionales de países con tradición bélica (y en este caso me refiero a
soldados englobando a todos por igual, a cuadros junto a la tropa, voluntarios
o forzados), van a la guerra sin pasión y sin odio, porque saben que combatir
es su profesión y ya está, y que cuando termina ese combate perderán amigos y
con los que quedan embarcarán en el siguiente puerto y sangrarán todos juntos
de nuevo en otro punto del planeta, y que así será por el resto de los siglos,
en el futuro. En mi país no se comprende esto y nunca se comprenderá, llamando
"chicos de la guerra" a soldados que simplemente cumplieron con su
trabajo, confundiendo honor con resentimiento o sentimentalismo y mezclando
patriotismo verdadero con el aliento a un equipo de fútbol, enfundados
en una puta bandera. Hay cientos de poltronieris analfabetos a lo largo de la
historia argentina que sostuvieron la ametralladora mientras cubrían la
retirada de sus camaradas, el asunto es que nunca nadie los ve, y solamente
salen a la luz cuando les conviene a algunos imbéciles que precisan de sangre
fresca y joven para jactarse de patriotas y respetuosos de la jodida memoria.
Argentina está empantanada en un barrial del que no saldrá en mucho tiempo, si
es que sale. Al menos yo no lo voy a ver. Esa publicación "honrando a un
héroe de la patria", es simplemente propaganda. Basura mediática para consumo de un
bar de analfabetos virtuales.
Entonces pienso que más allá de la gestión política de turno que manda
el destino del país, el problema de Argentina es un problema de cultura. Y no
me refiero a la pseudocultura en el sentido del diseño, del cine, de la música
o el teatro. Me refiero a la cultura de verdad; al conocimiento de la propia
memoria, de la historia, de los mecanismos sociales y políticos.
Eso es en realidad lo que fabrica ciudadanos críticos, porque un
individuo educado en esa actitud tiene mecanismos de defensa sólidos. Así se
puede pelear. Se puede combatir.
En fin. Así se puede cambiar el mundo asumiendo una actitud estoica; sin
gritar, sin disparar una sola munición, sin seguir a ningún imbécil ni arrojar ninguna piedra.