Ocurrió ayer. Como todos los sábados por la tarde, aproveché la
tranquilidad doméstica para apostarme (taza de té a mano), en mi pequeña biblioteca
frente al ordenador atrincherado entre libros, sacudirme el trajín de la
semana, leer actualidad y enterarme de los sucesos sobre los cuales giró el
mundo durante los últimos días.
Abrí, como de costumbre, los portales digitales de "El País" y
el "New York Times", para dirigirme raudamente a sus respectivas
columnas de opinión. Allí, entre otras cosas, leí un editorial de Vargas Llosa
y otro interesante artículo sobre cuánto nos afecta a los seres humanos la
contaminación del aire.
Luego de la lectura exhaustiva de toda aquella rigurosa prensa, decidí
que era un buen momento para distraerme un poco y entonces comencé a navegar
por YouTube. Así fue como di con el video.
Al pulsar "Play" apareció en pantalla la imagen de una chica
argentina frágil y menuda que hablaba de manera extraña defendiendo una especie
de "huelga" estudiantil: pañuelo verde al cuello, el pelo corto estirado
en una melena que apenas le pasaba las orejas, el perfil afilado y tibiamente
masculino de adolescente imberbe y enfermizo que pretende irrumpir con
vehemencia imprudente en el mundo de los adultos, los ojillos cansados por el peso
de la excesiva responsabilidad de comunicar tras unos marcos de lentes
demasiado grandes para su fisonomía, la voz indiscutible de jovencita tierna
que apenas ha dejado de ser niña (no pasaría los diecisiete). Ya saben, lo de
siempre, el típico crío de secundario con ánimos exaltados que sueña con la
vieja y cansada utopía de cambiar el mundo.
Pero la descripción física de esta niña es solo una anécdota que utilizo
narrativamente para abordar lo que en realidad quiero y es objeto de esta nota.
Su forma de hablar.
La cría se expresaba modificando grotescamente en sus palabras las letras
"o" por las "e" y, según me entero por otros artículos, es
ahora moda en Argentina esta forma de lenguaje "inclusivo", que
pretende exaltar el feminismo recalcitrante mediante chantajes y disparates
como éstos, lo cual corrompe el noble idioma español con su estupidez y
demagogia. Es que “utilizar la letra O en textos y discursos nos está
excluyendo como mujeres”, dicen.
Ojalá lean esto esos cretinos (y cretinas), que pretenden establecer
como delito social, con protestas y denuncias, el uso correcto de la lengua;
del español que yo uso para parlamentar y escribir, el mismo que amo y
defiendo.
Sepan los que leen y comprenden esta dulce lengua, que más allá de lo
que digamos ustedes o yo, lo cierto es que el idioma español con que hemos sido
paridos (o castellano, según a quien le quede el poncho), es nuestra verdadera
patria, el pasaporte inmediato que nos acredita identidad alrededor del mundo.
Y al permitir estupideces como el "lenguaje inclusivo", estamos
siendo indiferentes e incapaces de sacar partido a esa patria común
impresionante, variada y poderosa que nos une, formada por 550 millones de
individuos en 23 países cuya verdadera y legítima bandera es "El Quijote"
(y en el caso de Argentina, además, el "Martín Fierro"). Si eso fuera
así, si supiéramos utilizar el sentido común en vez de reventarnos a trompadas
o permitir idioteces como éstas, los gringos nos tendrían verdadero miedo. Lo
malo es que ya nos tienen tomado el pulso y saben que no somos suficiente
enemigo, por nuestra propia estupidez.
Ya los quisiera ver yo a esos críos malcriados que profanan el propio acervo
cultural de su lengua, peleando en un país extranjero para ganarse la vida como
obreros de la construcción, granjeros u operarios de fábrica, mientras cada día,
al enfrentarse a la calle para ganarse el jornal, les apura también la urgencia
de romperse la nariz contra idiomas nuevos y duros como el ruso, el checo o el
alemán, para intentar integrarse en esa nueva cultura que ahora los acoge y les
permite, finalmente y con mucho sacrificio, retomar lentamente la cuesta arriba
hacia el futuro que perdieron en sus tierras de origen.
Pero la culpa no la tienen ellos sino nosotros mismos, los que lo
sabemos y nos hacemos nada, los que habiendo vivido, leído, viajado, escrito y
peleado, sentimos vergüenza de corregir a pequeños imberbes como éstos,
agachando las orejas para que no nos llamen misóginos o machistas. O, por
supuesto, directamente fascistas. Como si tuviera algo que ver ser de
izquierdas o de derechas para maltratar a una mujer. País de cobardes e
inútiles.
En fin. A veces, es cierto, en episodios como los que acabo de narrar,
dan ganas de no abrir nunca más una noticia sobre Argentina; pero no es cosa de
regalar esa satisfacción. Mejor seguir dando palos, peleando por el sentido
común, llamando imbéciles a los que lo son, y estúpidos a quienes creen que por
meter la cabeza en un agujero no se les queda el culo al aire.