"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Sobre recuerdos, patrias y utopías


Hace un rato vi en la prensa una noticia sobre el lugar donde nací, así que recordé aquel sitio que dejé atrás; la Argentina. El titular del diario La Nación era lapidario: “Por las crisis. Tres de cada cuatro argentinos consideraron emigrar”. Entonces reviví mi propia historia mientras leía.
Comencé a irme mentalmente de allí hace varios años (15 o algo así), desde que vi como el entorno que me rodeaba se caía a pedazos, y desde que tomé conciencia que la cosa no iba a cambiar. Nunca.
Me fui primero por un tiempo y regresé una vez, después de vivir 3 años en México, y al volver de ese viaje tuve la secreta esperanza de que algún milagro podría haber hecho que todo sea distinto. Pero me bastó con salir a la calle y un rato de verle la cara a la gente para que mis esperanzas se rompieran, sin anestesia, una vez más y definitivamente. Como tantas otras veces, comencé a preguntarme qué carajo estaba haciendo allí. ¿Que esperaba? ¿Por qué no me iba para siempre de una vez por todas? Y así encontré mi propia respuesta: ese país era un lugar en el que si te ibas un par de semanas y regresabas, todo había cambiado. Pero si te ibas por 20 años y regresabas, nada había cambiado. El tiempo era solo un número. Pero el drama cíclico seguía girando sobre el eje roto de un carrusel sin solución. Igual que ocurre ahora mismo, y ocurrirá por meses y años y décadas, y así por siempre.
Entonces volví a irme, pero esta vez sin fecha ni ánimo de retorno. Y cuando me largué de nuevo en esa oportunidad, supe que ya no volvería atrás. Que era la última. Allí cambió mi forma de pensar. Supe que las ganas de volver, extrañar, la nostalgia y todo eso era un gran verso. No se extraña un país. Se extraña el barrio en todo caso, pero también lo extrañas si te mudas a diez cuadras. El que se siente "patriota", el que se cree que pertenece a un país y que solo por eso tiene una "identidad", es un tarado mental y un perfecto idiota.
La patria es un invento urdido por poderosos para derramar sangre joven en nombre de estupideces, igual que el ultra-nacionalismo o el dogmatismo religioso lo fueron en su momento, o lo siguen siendo. Simple basura mediática para agitar a las masas incultas, a las ovejas descerebradas que marchan cantando alegremente al matadero. He visto morir gente en guerras crueles o genocidios atroces perpetrados en nombre de alguna de esas causas infames. La fiel manifestación de la puerca condición humana. Yo, por ejemplo, que nací en Misiones ¿qué tengo que ver con un platense, un salteño o un pampeano? Son tan ajenos a mí como un suizo, un asiático, un ruso o un africano. Son simples estadísticas. Números sin cara. No tengo sentimiento alguno en común con ellos, y por lo tanto ninguna razón por la que pelear o morir en nombre de las causas que ellos abracen. Saber esto fue una de las tantas causas que pusieron fin a mi oficio de soldado profesional. En buena hora, para aquel momento.
En realidad uno se siente parte de muy poca gente. El país de uno son sus amigos, y eso sí se extraña. Pero con el tiempo también pasa. Como todo pasa con el tiempo.
Lo único que siempre tuve muy claro es que cuando uno tiene la chance de largarse de Argentina, la tiene que aprovechar. Es un país donde no se puede ni se debe vivir. Te hace mierda. Si te lo tomas en serio, si piensas que puedes hacer algo para cambiarlo, te haces mierda. Es un país sin futuro. Un país saqueado y depredado, y no va a cambiar. Los muchos que se quedan (porque no tienen otra opción) con la idea de que algo va a mejorar, se frustrarán todo el tiempo; y los mismos de siempre que perduran amasando el botín, no van a permitir que la cosa cambie nunca, porque les conviene que así sea. Me refiero a esa casta infame, corrupta y podrida que se hace llamar “clase política”, que lucrará para siempre con el dolor de la gente. Porque de eso se trata, oigan. Es un sistema concebido para aplastar la inteligencia y machacar el futuro.
La Argentina es cualquier otra cosa menos un sitio adecuado en donde prosperar. No es un país. Es una trampa. Alguien inventó algo como la zanahoria del burro y todos repiten: "puede cambiar", o "tenemos esperanza". La trampa es que te hacen creer que puede cambiar. Lo sientes cerca, crees que es posible, que no es una utopía, que es ya, o mañana. Y siempre te cagan. Siempre.
Llegan los “jóvenes idealistas” con sus putas y anacrónicas ideas socialistas y sus jodidas “buenas intenciones”, y hacen temblar el país entero a punta de atentado, secuestros y asesinatos impunes en nombre de dudosos “juicios populares”. O vienen los militares y matan 30.000 tipos, mochando parejo todo lo que se les cruza por delante. O viene la democracia y las cuentas no cierran, y otra vez la inflación y a aguantar y a cagarse de hambre. Y lo único que puedes hacer es intentar sobrevivir o no perder lo poco que tienes. Y el que no se muere de un infarto o queda tullido o idiota en una silla de ruedas, se traiciona a sí mismo y se hace mierda. Y encima te dicen que tu y que todos somos culpables.
Son muy hábiles los bastardos que manejan la Argentina, sean “fachos” o “zurdos”. Todos son unos hijos de la gran puta. Pero hay que reconocer que son inteligentes. Saben trabajar a largo plazo.
Cuando me fui de la Argentina en realidad no me fui alegremente porque quise ser un maldito turista aventurero. Me fui porque me echaron. Como siguen echando a todos los que tienen alguna posibilidad y deciden largarse. Entonces comprendí que mi país había muerto para mí, que se acabó, que ya no existe. Así que me dejé de joder con la nostalgia y di el portazo detrás mío. No me siento culpable por eso. No me siento culpable de nada. Cuando se trata de seguir vivo no hay reglas. Las reglas se borran. Vale todo. Apretar los dientes y acuchillar a mansalva hacia adelante es lo único que cuenta. Pero hay que estar entero. Uno puede venderse pero no entregarse. Hay que aguantar, porque algún día se saldrá del túnel y se volverá a ser uno mismo. Y para cuando ese día llegue se precisará aplomo y mucha serenidad. Solo hay que ser estoico, valiente y no perderse en el camino.
En síntesis. La vida de inmigrante termina empujando al individuo hacia lugares impensados, y algunas veces acabas convertido en un simple mercenario para poder seguir vivo. Y ya se sabe que los mercenarios no suelen ser los individuos mas honrados ni los más piadosos , pero casi siempre suelen ser hombres valientes. Y eso es lo único que cuenta en estos casos. A mucha honra.
Muchas veces, las durezas de la vida de inmigrante despierta en los hombres el dolor de la lucidez. Sin límites. Sin piedad.
Entonces uno establece prioridades y cae en cuenta de cómo es la cosa en realidad, y lo que realmente importa: la patria está donde se vive bien.