Hace unos días, mientras viajaba en el tren matinal de las 05:30 rumbo al
trabajo, di con una nota del escritor Damián Tabarovsky publicada en el portal
online "letras libres", en la que hablaba sobre la Argentina, la
política y la Cultura.
Antes de entrar en la calidez del vagón y de sentarme cómodamente para
iniciar mi viaje diario, el clima al aire libre de la vía pública era
desalentador. La madrugada estaba horrible; el viento peinando los edificios y las
estatuas, los ciclistas resbalando sobre las calles espejadas por el hielo, un
frío de los mil cojones y todo eso. Ya saben, un clásico invierno suizo.
Entonces, en mi medio despertar y todavía entumecido por la paliza que la
lluvia y la nieve me habían propinado sobre la bicicleta, estiré el índice para
pulsar la pantalla del móvil y allí estaban aquellas letras.
Siempre me ocurre igual. Una frase en algún libro que estoy leyendo en
ese momento, algún título de alguna nota que me resulta interesante o esa idea
suelta que cae en mis manos en el momento apropiado, y en mi cerebro se acciona
el gatillo imaginario que activa una especie de mecanismo de disparo en la
cabeza, y luego, cuando al final del trajín semanal alcanzo por fin la calma,
en la confortable tranquilidad y el silencio de mi biblioteca, aquella idea que
fui rumiando durante unos días suele salirme a través de los dedos, bailando
sobre las teclas del ordenador, y explotar en forma de nota o crónica como si
fuera un disparo de escopeta, el seco jab de un boxeador o una patada en la
boca. Es que escribo con las tripas, oigan, y eso, como dijo el buen Hemingway
"me ayuda a quemar la grasa del alma".
El asunto, como les contaba, es que leí esa nota de Tabarovsky y quise
compartirles lo que interpreté y lo que pienso al respecto. A grandes rasgos,
el tipo propone establecer las diferencias con las que las últimas gestiones
políticas de Argentina (léase Kirchner y Macri), abordaron la situación de la
cultura en el país en, por lo menos, los últimos 10 años, abriendo aún más la
brecha ideológica entre ellos, y estableciendo barricadas infranqueables a ambos
lados de esa árida frontera imaginaria mientras despliega, a manera de bandera
a conquistar en un combate, la ya muy golpeada y prostituida palabra
"Cultura". En mi opinión, más de la misma y estúpida demagogia sin
aporte favorable ni sentido común. Es que el grano en el culo se llama Argentina,
donde nada cambia nunca y las disputas siempre van más allá de cualquier
gestión política.
El punto está en que ese intento de achacarle todo el mal a uno u otro
sector partidario no me sorprende, oigan, pues se trata de la típica
personalidad masificada del argentino promedio; un extraño ciudadano que
siempre vota más en contra que a favor, y al que casi siempre le cuesta horrores
ser ecuánime, es decir, reconocer alguna mínima virtud en su adversario.
Y aquí les va mi gatillazo de escopeta al cerebro, porque a más de uno
le vendría de maravilla airear un poco la cabeza: la palabra cultura, en
Argentina, sigue en boca de los de siempre. Y los de siempre, pocamierdas
iletrados que lo mismo valen para Industria que para Exteriores o Educación y
Cultura, o para secretarios de algún sindicato pedorro, marcan el pulso y el
tono del asunto. Y el tono lo registra, con admirable sintonía, toda la murga
de oportunistas, y retrasados mentales, y caraduras que viven de chupar la teta
y el subsidio de un Estado que hace mucho, es un Estado fallido. Y el drama es
que esto no es una simple gestión política, como dije más arriba, sino más bien
una enfermedad social crónica y degenerativa. Y mientras tanto el entorno, y los
grandes medios de "Prensa" del país, y la madre que los parió a
todos, por no verse descolgados de la moda, por no quedar fuera de lo
políticamente correcto en relación con la cultura o con lo que sea, aplauden y
mueven el rabo con la fe exaltada de un creyente fanático. El resultado está a
la vista: una multitud de analfabetos que nunca ojearon ningún cuento de
Borges, y que consideran el diseño como única expresión cultural, sinvergüenzas
y tontosdelculo aplaudiendo como bufones un discurso plano y vacío, facilón y
asumible sin esfuerzo. El relato oficial cotidiano transformado en diálogos tan
elementales como el mecanismo de un sonajero, pero revestidos de grave
trascendencia. Toda esa moralina idiota y superficialidad inaudita, más falsa
que una moneda de plomo, adormecida y regada por la basura de la puta tele y el
show vulgar y bronco del Marcelo Tinelli.
Pero oigan, que no todo está perdido. Aunque la cosa no de más de
jodida, siguen existiendo mecanismos para pelear contra la estupidez y la
barbarie, pequeñas herramientas que nos permiten sobrevivir en medio del caos
general que nos rodea, analgésicos que nos ayudan a amortiguar el dolor que
produce habitar en un entorno tan hostil. Me refiero a los libros, a algunos
libros clave donde cada uno, solito, desde la relativa tranquilidad que
garantiza un entorno privado puede, con algo de tiempo y esfuerzo, dar batalla
a la demagogia que copa las calles. Y a aquel que le resulte imposible acceder
a los libros de papel, tiene siempre el último recurso de conectarse a internet
y leer online, igual que están haciendo ahora mismo con este chisme que les
estoy contando. O sea, a ver si nos entendemos, que hoy en día es analfabeto el
que quiere. Y no se ponen más excusas, compadre.
Fíjense bien. No hay mejor vacuna contra la estupidez que el
conocimiento. Y de eso se trata la cultura, en el sentido amplio y generoso del
término: no soluciona nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el
embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirles que lean, que
miren y, si se puede, que viajen lo más largo y lo más lejos que alcancen.
Busquen, revisen, sean curiosos. Para conocerse, para comprender, lean
al menos lo básico, Estudien la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y
las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales
de éste. Estudien latín si pueden (en internet hay muchos cursos gratis y
abiertos para todos), y dedíquenle al asunto aunque sea unas semanas o meses,
para tener la base, la madre y el universo de la lengua castellana que hablan,
ese eficaz y bellísimo instrumento que en todo el mundo conocen como español.
Lean como mínimo a Quevedo y a Cervantes, y descubran como se vivía en la vieja
tierra de donde llegaron nuestros abuelos. Aprendan las diferencias entre las diversas
regiones de España, para no quedar luego como idiotas señalando a todos los
españoles bajo el mote de "gallego". Para aprender eso lean cualquier
novela de Pérez Galdóz, que era canario, o un libro de Pío Baroja, que era
vasco, o descubran a Moratín, que era madrileño. Rastreen sus textos y
encontrarán etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de
las clásicas. Con algunos de ellos aprenderán también fácilmente Historia, y
eso les llevará a Heródoto, a Tácito y a tantos otros griegos y latinos.
Pónganlos a todos ellos en buena compañía en una pequeña biblioteca personal o
en un archivo de sus ordenadores junto a Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens,
Dostoievski, Tolstoi, Melville, Joseph Conrad, Jack London y Borges, entre
otros. No olviden el nuevo testamento y recuerden que, antes de los romanos, el
principio de todo fue la Biblia (pero léanla con calma, como una simple y
hermosa novela donde se narra el mundo y sin ese fervor dogmático de religioso bruto
y anacrónico), y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo,
sino notas a pie de página a la obras de Platón y Aristóteles.
En síntesis, les recomiendo que viajen con la cabeza cuando lean, y si
pueden hacerlo de verdad háganlo con esos libros en la intención, en la memoria
y en la mochila. Así verán qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cura
de campanario sobreviven a un paseo tranquilo por la Torre Eiffel, a una mañana
soleada en la cumbre del Machu Picchu, a un festín de tortillas calientes con
arrachera y queso de Oaxaca fresco en el mercado Juárez de Guadalajara, a una
caminata por el casco viejo de Mallorca, a una navegación por el río Mekong a
bordo de una larga canoa de madera entre Laos y Tailandia, al emocionante
sonido de una llamada a la oración por los altavoces de todas las mezquitas mientras
cae la tarde sobre el Mediterráneo azul y la Kasbah de Tánger, o a un buen
trago de vino rojo, mientras hueles el aire cargado de sal en el puerto de
Marsella. Si hacen eso (o al menos sueñan con hacerlo), conocerán la única
patria que de verdad vale la pena.
Pues nada. Que quise contarles lo que entiendo por Cultura y ahí les
dejo humeando el escopetazo.