Habíamos dejado atrás las últimas luces del embarcadero de Escobar, en las riberas del Paraná Guazú. La noche lo tragaba todo. Frío y soledad.
Remábamos a pulso firme pero relajado. No habíamos obtenido el permiso de la Prefectura Naval para navegar de noche, de manera que lo hacíamos despacio, sin ruidos, como al acecho.
A eso de las doce, Gaston encendió la radio, una radio chiquita, de esas que usan los vigilantes para sentirse acompañados. Nosotros también lo hicimos, escuchamos la radio. Nos sentíamos cuidadores de esa noche, cuidadores del río, sabe?
Llegando a la boca del Río de la plata, cambió el viento y las aguas se pusieron bravas. Eran como las cuatro de la mañana y veníamos dándole duro a la remada. Se movía mucho el bote y entonces decidimos dormir un rato en el monte. Dormimos como duermen los carpinchos: sobre la tierra húmeda y cubierta de hojas y ramas.
Yo sentía frío, un frío que me calaba hasta los huesos. Esa noche no prendimos fuego. Saqué mi cuchillo y comí de una lata de conserva. Sentí vergüenza de tener frío. A esas alturas yo no podía mostrar debilidad, entonces me callé la boca y pensé en una mujer, porque a mi, mujer que veo, mujer que me dan ganas de ponerla horizontal y meterme adentro. Es por esa cosa del calorcito ¿sabe?, usted me entiende señor.
Con las primeras luces del amanecer iniciamos nuevamente la remada. Ahora si cruzábamos el gran Río-mar de color marrón y aguas traicioneras. El río de La Plata nos recibió dándonos una paliza, como si nos dijera "si me molestan, se las devuelvo".
Y entonces nos metimos nomas en el agua brava, de cabeza, proa al este, desafiando al viento y a las olas espumosas que hundían la punta del bote.
Yo sentía que me transformaba en un pirata, en uno de esos viejos soldados que llegaron en galeones de madera oscura, hace tantos años, y que eran hábiles con la baraja y el cuchillo. Por un instante me creí un pobre marinero que luchaba contra el agua y la incertidumbre de no saber cuando naufragaría. Pero en realidad no sentía miedo, confiaba mas en mi compañero remador y en mi pulso sobre la pala.
En poco mas de dos horas cruzamos las aguas marrones, y llegamos a una isla apurados por un frente de tormenta que metía miedo. Un letrero indicaba que habíamos llegado al Uruguay.
Cargando los kayaks al hombro nos metimos caminando en una picada del monte. Y allí estaba; el cartel que nos daba la bienvenida a su isla, la isla que usted eligió como base para defendernos, para liberarnos de esos piratas españoles en 1814.
Yo estaba impresionado, y a pesar de la sed brutal que sentía, decidí primero recorrer un poco el viejo casco y los cañones grises que apuntaban hacia el agua. Todo era historia y leyendas que esperaban ser descubiertas. La inquietud histórica pudo más que la sed.
Al pasar caminando por la plaza de armas de la antigua fortaleza, pude ver su imagen.
Ahí estaba usted, con la vista altiva y su plexo de bronce brillando bajo los rayos del sol. Yo ya lo había visto antes en cuarteles y en regimientos pero esa vez, lo vi de otra manera. Creo que fue la primera vez que me detuve a contemplar su imagen.
Ahí estaba usted, con la vista altiva y su plexo de bronce brillando bajo los rayos del sol. Yo ya lo había visto antes en cuarteles y en regimientos pero esa vez, lo vi de otra manera. Creo que fue la primera vez que me detuve a contemplar su imagen.
Usted, que en los años de esa lucha tenía el grado de teniente coronel, se ganó una página gloriosa de la historia por haber combatido en esa isla, en ese preciso lugar donde yo caminaba ahora, casi 200 años después.
Quiero que sepa, señor almirante, que yo había ido a buscar otras historias a esa isla, tal vez historias de aventuras o saqueos de piratas, de libertad o del nacimiento de mi patria. Pero al pararme frente a su imagen, su figura marcial y segura me inspiró respeto y me despertó la inquietud de descubrir más acerca de su intrigante vida.
El día que contemplé su estatua por primera vez yo estaba todavía en el servicio activo en la marina. Era cabo, ¿sabe?, un simple y humilde suboficial subalterno, un soldado.
En los batallones de la infantería de marina siempre me habían hablado mucho de usted, de sus hazañas y aventuras por el mundo.
Allí supe que usted había nacido en Irlanda, en un pequeño pueblito llamado Mayo, en el condado de Foxford, en el año 1777.
Allí supe que usted había nacido en Irlanda, en un pequeño pueblito llamado Mayo, en el condado de Foxford, en el año 1777.
Yo, por distraído que soy no le había prestado mucha atención. Sólo decía que si para complacer a mi sargento. Después de todo, nunca me gustó estudiar historia a la fuerza. Pero esta vez era distinto, porque estaba descubriendo la historia por mi mismo. Estaba escribiendo mi propia historia en esa isla.
Caminaba por las ruinas de las antiguas construcciones de ladrillo y adobe cuando me dieron ganas de mear. Utilicé un árbol como quien se esconde de las viejas feligresas un domingo rumbo a misa, para que no lo vean ni critiquen. A mis espaldas estaba la antigua cárcel, donde se alojaron a los prisioneros de guerra españoles capturados por las fuerzas patriotas en la batalla por el dominio de esta isla, Martín García.
El combate de Martín García se libró entre los días 10 y 15 de marzo de 1814 entre las fuerzas de las Provincias Unidas del Río de la Plata a su mando, (entonces teniente coronel Guillermo Brown) y las realistas españolas que, bajo el mando del capitán de fragata Jacinto de Romarate, defendían la plaza.
Usted y sus tropas tomaron por asalto la isla obligando a la escuadra contraria a retirarse.
La victoria dividió las fuerzas enemigas, y aseguró para las Provincias Unidas el control del acceso a los ríos interiores y posibilitó su posterior e inmediato avance sobre Montevideo. Con ello, cerrar por mar el bloqueo al que esa ciudad era sometida por tierra, forzando finalmente así su rendición. Era, paradójicamente, el inicio de la independencia militar de España, pero el comienzo de la dependencia económica de Inglaterra. Una de cal y una de arena, sabe?
Conocer esa isla perdida en medio del marrón del río fue una experiencia inolvidable. Dos siglos de historia se paralizaron ante mis ojos regalándome leyendas y sucesos intrigantes. Era como estar viviendo dentro de una gran novela.
Pasamos cuatro días con sus noches durmiendo en una carpa y comiendo guisos en una olla de aluminio que me traje de Bolivia, de otra aventura mía que no vale la pena contar ahora. Eramos tres deportistas jóvenes y entusiastas en busca de nuevas aventuras. Descubrimos una historia increíble. Conocimos más de la Argentina, escribimos nuestra propia historia remando a bordo de un kayak.
Creo que ha llegado el momento de la despedida, señor almirante. Sólo quería contarle lo que sentí en esa isla, su isla, la que usted cuida y vigila día y noche.
Hoy ya quedó atrás esa tierra, ya ni siquiera vivo en mi país. Soy hijo adoptivo de una nueva nación que me cobija bajo su paño. Un país tan lejano y a la vez tan hermano de nuestro continente, del continente con el cual usted colaboró.
Le agradezco por haber consagrado su vida en defensa de mi patria a pesar de que nació usted tan lejos. Ojalá pudiera encontrármelo algún día, en la cubierta de algún barco fumando de su pipa, y que me cuente sus historias, en una aventura por alguno de los siete mares de este planeta loco en que vivimos.
Ahora escucho un sonido de gaitas escocesas llamando a su descanso. Resuena en mi cabeza la marcha SAINT PATRICK S DAY, como en los viejos tiempos de mi antiguo batallón.
Descanse señor almirante, que usted ya trabajó bastante.