Me dispongo a narrar un relato muy viejo.
Advierto que es un cuento que con el tiempo se ha transformado en leyenda, y que luego se ha olvidado mil veces.
Advierto que es un cuento que con el tiempo se ha transformado en leyenda, y que luego se ha olvidado mil veces.
No es mi intención profanar su sepultura en este acto, pero debo admitir
que esta es la historia de un cadáver cuyo dueño fue un hombre libre pero sin
suerte, y que resulta realmente muy atractiva de contar. La escribo porque creo
indispensable rescatar la vida de este bravo, de entre todos esos muertos
anónimos que yacen en la tierra convertidos en maleza, cuyas almas se amontonan
deambulando por las noches, mientras vagan por los pasillos y las tumbas de un
viejo cementerio de Buenos Aires, sin más virtudes que el recuerdo del buen
manejo del cuchillo, y la certeza del coraje.
Dedico este texto a los pedantes defensores de la paz, santurrones e hipócritas,
que escriben a veces en editoriales de papel prensa o en columnas de opinión, y
que se jactan de eruditos al abrazar con absoluto fervor la veracidad única de
la enciclopedia extranjera. Me refiero a los “progresistas” que desdeñan
historias como esta, creadas sobre el imaginario popular de unos hombres
anónimos llamados gauchos, que nacieron bajo un cielo interminable en el sur de
todas las pampas del mundo. Que sepan ellos, ignorantes de etiqueta y
pacotilla, chupamedias del Robin Hood y de todo lo sajón, que a través de estos
relatos también se aprende cultura. Y, porque la violencia también educa, aquí les
traigo la historia de este bravo argentino del siglo XIX.
Los que conocieron (y fueron muchos), la vida de nuestro hombre,
destacan la influencia que tuvo la llanura sobre su formación. Pero este gaucho
vivió, eso sí, una vida brutal y monótona. Al momento de su muerte, en 1874, de
una puñalada feroz que le atravesó un pulmón, no había alcanzado a ver jamás
una montaña, ni un pico nevado ni un barco de guerra. Tampoco había conocido el
mar. El padre de nuestro personaje fue un individuo tenebroso y criminal que
terminó ajusticiado por las tropas del ejército, y su madre una mujer campesina
y analfabeta que intentó criar a su hijo lo mejor que pudo. Nada más se sabe de
ellos.
Nuestro gaucho nació en 1829 en el partido bonaerense de San José de
Flores, a unas 20 leguas del pueblo viejo de Lobos. Fue el año del ataque
francés a la escuadra argentina, y tiempos en que las huestes del General
Lavalle se replegaban, cabalgando desordenadamente rumbo al abrigo de la Pampa,
hostigados ya por Rosas que asumía el poder.
Llevó este hombre una vida tranquila durante casi treinta años, alejado
del alcohol, de las pulperías y de los altercados entre los troperos. Individuo
taciturno, sus días transcurrían durmiendo sobre un catre, mateando desde
temprano y recogiéndose a la oración. Dedicaba su tiempo, generalmente, al
trabajo rural desde el alba hasta el poniente, y aplicado a esas labores consiguió
rancho propio, unas cabezas de ganado y algunas hectáreas de tierra aptas para
labrar.
Era un hombre alto y fuerte, de barba negra y cerrada, de melena irregular
color castaño y el rostro enrojecido picado de viruela. Una noche feliz en un fogón
le reveló habilidades para la guitarra y el canto. Enseguida ganó fama de
mujeriego pero se enamoró de una hembra apodada “la Vicenta”, con quien se
casó. Y es allí donde se inician todas sus desgracias porque, “la Vicenta”, era también pretendida por el Teniente Alcalde
de la zona, quien comenzó a perseguir a nuestro gaucho acusándole delitos
injustificables.
En su furtiva y valerosa vida abundan los actos de arrojo, pero no es intención
de este cronista contarlos a todos en este relato. Sería muy largo. De todas
aquellas jornadas de desventuras nos interesa solo una noche; la jornada de su
muerte y el día en que se inició la leyenda. Los acontecimientos ocurrieron más
o menos así:
A mediados del mes de abril de 1874, nuestro hombre venía huyendo al
galope por las vastedades del campo bonaerense entre Navarro y Lobos, escapando
de la autoridad después de haber sido acusado de asesinar de cinco puñaladas a un
fulano de apellido Sardetti en un almacén. En su defensa el gaucho alegó que el muerto le
debía cinco mil pesos, y que por eso lo había tendido de cinco puntazos a la altura
del plexo. En el camino se había trabado en combates desiguales de los que
siempre salió airoso, luchando salvajemente contra malones de indios y partidas
policiales, agazapado y abriéndose paso entre los pajonales y las neblinas
indescifrables como si fuera un animal. Ya había soportado golpizas y malos tratos
por parte de los cabos que lo alcanzaban cada tanto en alguna población o
puesto aislado, y de quienes permanentemente volvía a evadirse. Se había
escapado varias veces de aquellas miserias, porque prefería perder la vida
antes que su libertad. Era el tiempo de una existencia errante de vastos
amaneceres, y de jornadas que tenían el olor del caballo. A esas alturas ya se
había enviciado en la práctica habitual de matar, y hay quienes dicen que fue
uno de los primeros asesinos seriales del país.
El veinte de abril del mismo año, y por orden del Gobernador de Buenos
Aires, se envía una partida policial de 25 hombres para detener al infractor.
Lo rodean en el pueblo bonaerense de Lobos, dentro de un almacén y pulpería de
nombre “La Estrella”, donde había parado a descansar.
Ninguno de los policías allí presentes se animaba a entrar para buscarlo,
y los minutos transcurrían lentamente transformándose en horas. De pronto, en
mitad de aquella noche, el criminal salió de su guarida para pelearlos.
Entonces el cabo Eulogio Varela lo entrevé en la penumbra: es él, con la
melena crecida y la barba negra y cerrada que parece comerle la cara. Nuestro
gaucho comienza en el acto a encarnizarse con los policías que tiene más a
mano, apuñalando a mansalva. Siente como la sangre le corre entre los dedos, y el
palpitar de los pequeños manantiales escarlata que brotan de los cuerpos tras
cada puntazo metálico. Apila muertos y heridos en un pasillo, aullando con ojos
de loco, mientras busca la salida. Aprieta los dientes cada vez que granizan las
puñaladas. Intenta luego afirmarse contra una pared para cubrirse la espalda, pero
es herido por la bayoneta del sargento Chirino que le perfora el pulmón
izquierdo. Cayó pero pudo levantarse para disparar un trabuco, dejar ciego a un perseguidor de un impacto en un ojo, y luego cortarle a otro cuatro dedos de una
mano con el golpe de su propio sable. Después de dos vómitos de sangre quedó
tendido para siempre en el suelo, con las dos piernas apuntando hacia el campo.
Y así fue como murió, atropellando la muerte, en aquella pelea
desesperada por la supervivencia, después de mucho matar, con las barbas empapadas,
el cuchillo entre los dientes y el escapulario de la virgen chorreando sangre
propia y ajena.
Pocas pertenencias se le reconocieron tras su muerte: un caballo
colorado, un pequeño perro llamado “cacique”, un poncho de vicuña y un enorme
cuchillo de 63 centímetros de hoja que le había obsequiado un tal Adolfo
Alsina. Su herencia fue un hijo del mismo nombre, y una mujer apodada “la
Vicenta”
En el libro de muertos de la parroquia del pueblo se asentó el deceso de
este hombre, producto de múltiples puñaladas y de una gran herida corto
punzante en la cabeza. Y así, partido el cráneo por un sable de las guerras del
Brasil, ingresó nuestro héroe al firmamento de las leyendas.
Su nombre era Juan Moreira, y fue un gaucho libre que murió peleando.
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