"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

miércoles, 27 de enero de 2016

Retrato de un bravo

Me dispongo a narrar un relato muy viejo. 
Advierto que es un cuento que con el tiempo se ha transformado en leyenda, y que luego se ha olvidado mil veces.
No es mi intención profanar su sepultura en este acto, pero debo admitir que esta es la historia de un cadáver cuyo dueño fue un hombre libre pero sin suerte, y que resulta realmente muy atractiva de contar. La escribo porque creo indispensable rescatar la vida de este bravo, de entre todos esos muertos anónimos que yacen en la tierra convertidos en maleza, cuyas almas se amontonan deambulando por las noches, mientras vagan por los pasillos y las tumbas de un viejo cementerio de Buenos Aires, sin más virtudes que el recuerdo del buen manejo del cuchillo, y la certeza del coraje.
Dedico este texto a los pedantes defensores de la paz, santurrones e hipócritas, que escriben a veces en editoriales de papel prensa o en columnas de opinión, y que se jactan de eruditos al abrazar con absoluto fervor la veracidad única de la enciclopedia extranjera. Me refiero a los “progresistas” que desdeñan historias como esta, creadas sobre el imaginario popular de unos hombres anónimos llamados gauchos, que nacieron bajo un cielo interminable en el sur de todas las pampas del mundo. Que sepan ellos, ignorantes de etiqueta y pacotilla, chupamedias del Robin Hood y de todo lo sajón, que a través de estos relatos también se aprende cultura. Y, porque la violencia también educa, aquí les traigo la historia de este bravo argentino del siglo XIX.

Los que conocieron (y fueron muchos), la vida de nuestro hombre, destacan la influencia que tuvo la llanura sobre su formación. Pero este gaucho vivió, eso sí, una vida brutal y monótona. Al momento de su muerte, en 1874, de una puñalada feroz que le atravesó un pulmón, no había alcanzado a ver jamás una montaña, ni un pico nevado ni un barco de guerra. Tampoco había conocido el mar. El padre de nuestro personaje fue un individuo tenebroso y criminal que terminó ajusticiado por las tropas del ejército, y su madre una mujer campesina y analfabeta que intentó criar a su hijo lo mejor que pudo. Nada más se sabe de ellos.
Nuestro gaucho nació en 1829 en el partido bonaerense de San José de Flores, a unas 20 leguas del pueblo viejo de Lobos. Fue el año del ataque francés a la escuadra argentina, y tiempos en que las huestes del General Lavalle se replegaban, cabalgando desordenadamente rumbo al abrigo de la Pampa, hostigados ya por Rosas que asumía el poder.
Llevó este hombre una vida tranquila durante casi treinta años, alejado del alcohol, de las pulperías y de los altercados entre los troperos. Individuo taciturno, sus días transcurrían durmiendo sobre un catre, mateando desde temprano y recogiéndose a la oración. Dedicaba su tiempo, generalmente, al trabajo rural desde el alba hasta el poniente, y aplicado a esas labores consiguió rancho propio, unas cabezas de ganado y algunas hectáreas de tierra aptas para labrar.
Era un hombre alto y fuerte, de barba negra y cerrada, de melena irregular color castaño y el rostro enrojecido picado de viruela. Una noche feliz en un fogón le reveló habilidades para la guitarra y el canto. Enseguida ganó fama de mujeriego pero se enamoró de una hembra apodada “la Vicenta”, con quien se casó. Y es allí donde se inician todas sus desgracias porque,  “la Vicenta”,  era también pretendida por el Teniente Alcalde de la zona, quien comenzó a perseguir a nuestro gaucho acusándole delitos injustificables.
En su furtiva y valerosa vida abundan los actos de arrojo, pero no es intención de este cronista contarlos a todos en este relato. Sería muy largo. De todas aquellas jornadas de desventuras nos interesa solo una noche; la jornada de su muerte y el día en que se inició la leyenda. Los acontecimientos ocurrieron más o menos así:
A mediados del mes de abril de 1874, nuestro hombre venía huyendo al galope por las vastedades del campo bonaerense entre Navarro y Lobos, escapando de la autoridad después de haber sido acusado de asesinar de cinco puñaladas a un fulano de apellido Sardetti en un almacén. En su defensa el gaucho alegó que el muerto le debía cinco mil pesos, y que por eso lo había tendido de cinco puntazos a la altura del plexo. En el camino se había trabado en combates desiguales de los que siempre salió airoso, luchando salvajemente contra malones de indios y partidas policiales, agazapado y abriéndose paso entre los pajonales y las neblinas indescifrables como si fuera un animal. Ya había soportado golpizas y malos tratos por parte de los cabos que lo alcanzaban cada tanto en alguna población o puesto aislado, y de quienes permanentemente volvía a evadirse. Se había escapado varias veces de aquellas miserias, porque prefería perder la vida antes que su libertad. Era el tiempo de una existencia errante de vastos amaneceres, y de jornadas que tenían el olor del caballo. A esas alturas ya se había enviciado en la práctica habitual de matar, y hay quienes dicen que fue uno de los primeros asesinos seriales del país.
El veinte de abril del mismo año, y por orden del Gobernador de Buenos Aires, se envía una partida policial de 25 hombres para detener al infractor. Lo rodean en el pueblo bonaerense de Lobos, dentro de un almacén y pulpería de nombre “La Estrella”, donde había parado a descansar.
Ninguno de los policías allí presentes se animaba a entrar para buscarlo, y los minutos transcurrían lentamente transformándose en horas. De pronto, en mitad de aquella noche, el criminal salió de su guarida para pelearlos.
Entonces el cabo Eulogio Varela lo entrevé en la penumbra: es él, con la melena crecida y la barba negra y cerrada que parece comerle la cara. Nuestro gaucho comienza en el acto a encarnizarse con los policías que tiene más a mano, apuñalando a mansalva. Siente como la sangre le corre entre los dedos, y el palpitar de los pequeños manantiales escarlata que brotan de los cuerpos tras cada puntazo metálico. Apila muertos y heridos en un pasillo, aullando con ojos de loco, mientras busca la salida. Aprieta los dientes cada vez que granizan las puñaladas. Intenta luego afirmarse contra una pared para cubrirse la espalda, pero es herido por la bayoneta del sargento Chirino que le perfora el pulmón izquierdo. Cayó pero pudo levantarse para disparar un trabuco, dejar ciego a un perseguidor de un impacto en un ojo, y luego cortarle a otro cuatro dedos de una mano con el golpe de su propio sable. Después de dos vómitos de sangre quedó tendido para siempre en el suelo, con las dos piernas apuntando hacia el campo.
Y así fue como murió, atropellando la muerte, en aquella pelea desesperada por la supervivencia, después de mucho matar, con las barbas empapadas, el cuchillo entre los dientes y el escapulario de la virgen chorreando sangre propia y ajena.

Pocas pertenencias se le reconocieron tras su muerte: un caballo colorado, un pequeño perro llamado “cacique”, un poncho de vicuña y un enorme cuchillo de 63 centímetros de hoja que le había obsequiado un tal Adolfo Alsina. Su herencia fue un hijo del mismo nombre, y una mujer apodada “la Vicenta”
En el libro de muertos de la parroquia del pueblo se asentó el deceso de este hombre, producto de múltiples puñaladas y de una gran herida corto punzante en la cabeza. Y así, partido el cráneo por un sable de las guerras del Brasil, ingresó nuestro héroe al firmamento de las leyendas.

Su nombre era Juan Moreira, y fue un gaucho libre que murió peleando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario