"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

lunes, 8 de febrero de 2016

Cuadernos balcánicos: Croacia

(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex-Yugoslavia)

Agosto 17. Una noche en un barco rumbo a Dubrovnik

Sobre un mar aletargado y plomizo, Bari parece desvanecerse entre una bruma lejana. Las luces titilantes forman puntos mortecinos que caen desde los barrios hacia el puerto, lanzando sombríos y amarillentos reflejos sobre el agua.
Este barco croata de la empresa Jadrolinija, parte del muelle dejando atrás las siluetas metálicas de las enormes grúas, que se levantan más allá de las casas bajas como si fueran sombras de aspecto quijotesco. Esta noche, a bordo de este transbordador que surca el Adriático, es un momento dulce para mí. Puedo asomarme a la amura de proa, sobre la banda de estribor, y apreciar las grandes diferencias que surgen entre la Marina de guerra y la comercial. Recuerdos de pasadas experiencias sobre las cubiertas de otros navíos, destellan en mi mente como flashes, en esta noche opaca que comienza a encapotarse.
En ningún rincón de este barco croata existe ese sombrío marinero apoyado aquí o allá en la borda, solitario, fumando en silencio con expresiones frías y desdeñosas en la cara, producto tal vez del desarraigo de la tierra, o del recuerdo reciente de algún clandestino calor encontrado en alguna prostituta portuaria, o del anhelo insoportable de aquella niña dulce que en el último permiso en algún pueblo, ha convertido en mujer. 
Este barco no huele a comida rancia, ni a ese hedor característico al cual nos habíamos acostumbrado, una especie de sebo mezclado con sustancias nauseabundas. Los mamparos no exudan esa típica película de agua y petróleo, y en las bodegas van los autos de los turistas, en vez de vehículos de desembarco, o toneladas de munición, o aquellas pilas de pertrechos militares cubiertas de cualquier manera por lonas verdes. Estoy viviendo esta experiencia nueva y me siento muy extraño, porque esta es la primera vez que navego a bordo de una embarcación civil de este calado.
Los corredores son igual de angostos pero muy iluminados, a diferencia de la roja penumbra que reinaba en el interior de las unidades operativas de superficie.
En la calidez de las cubiertas inferiores, y allí donde las tropas de infantería dormían agotados luego de extenuantes campañas, envueltos en ponchos camuflados sobre el suelo, ahora existen mesas de billar y música fuerte, con turistas que beben cerveza y charlan en animados grupos, con despreocupado placer en el comienzo de sus vacaciones.
Con los ojos puestos en la costa oscura, y levantando la vista de las crónicas de un periodista español de nombre Alfonso, veo los muelles hermanos que nos despiden al salir de Bari, y la torre del faro a la izquierda, en la sombra de una neblina caprichosa, espesa, mística, y los obreros que se quedan hasta el final en el puerto. Este barco que se aleja, quizá con restos de un corazón, quizá con el cadáver vivo de algún amor, como el de aquellos soldaditos jóvenes y recién hechos dispuestos a morir, aquellos que cantaban canciones fascistas en 1992, en la cubierta de popa.
La proa a oscuras, ahora que he conseguido quedarme solo en la cubierta bajo el puente, con el viento compañero y confidente, veo la luna a la derecha que baña de plata las aguas del mar, tras una nube grande que juega de ratos con ella. Pienso en la vida y pienso en la muerte, en la larga paciencia de esperar que nos de la mano, el sueño de pensar que nuestra vida pueda seguir soñando que es real, posible, verdadera. Pienso en los que enmudecidos viven, y en los que nunca podrán hablar, porque simplemente no pueden.
En los que sueñan que todo puede ser distinto, que quedan aún transbordadores que abordar, labios que besar, páginas que escribir. “Y todo esto tal vez sea solo el pensamiento de un náufrago anónimo en esta noche solitaria”, como diría aquel amigo periodista.
Mi compañera duerme en la cabina común, y sus cabellos rubios lucen desparramados en un violento torbellino. A ella le debo el calor en este viaje, y un sentimiento muy especial, privado, muy mío. Pero todavía yo resisto al sueño: primero aquí, mas tarde junto a la banda de estribor y lo más cerca de la quilla, porque es allí donde el acero del casco doblega la potencia terrible del agua. Y me quedo contemplando sobre todo el mar, que se extiende a lo largo de kilómetros oscuros, como he contemplado hace unas horas la costa de Bari que ha quedado atrás, o como lo hice muchas veces en aquella lejana costa de Buenos Aires, y pienso en la desconocida franja de Gaza, y en la nunca antes vista estación ucraniana de Donestk, donde ahora mismo caen bombas, y en las tantas otras costas y estaciones de las que he oído y leído sin haberlas visto nunca. Y a pesar de todo, de no conocerlas, siento nostalgia de ellas. Pienso en aquellas mañanas y en aquellas noches de México, en todo aquel tiempo vivido, y en que ya no soy soldado ni soy nada, solo un pequeño náufrago del mundo en este mar lejano.
Recordando fantasmas de antiguas y recientes vivencias, a veces prohibidas, otras veces mudas, dibujo con letras todo lo que en mí se contiene, esta noche en el mar Adriático, rumbo a las costas de un país que se llamaba Yugoslavia.

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