En el aislado pueblo turco de Gunyeli, en el norte de Chipre, la gente
aún sigue hablando de la guerra.
Todavía queda en la memoria de los viejos el lejano sonido a tableteo de ametralladoras
griegas, intentando defender sus posiciones, y la imagen de miles de
paracaidistas turcos aterrizando a los tumbos sobre campos y tejados, cayendo
desde el amanecer azul oscurecido por una nube de aviones de transporte.
Pensando en aquella gente fue que recordé las malas fotos en blanco y
negro que aún me quedan grabadas en la cabeza, y que veía siempre pegadas en un
muro de piedra de la ciudad vieja de Nicosia, justo frente al puesto de control
de la ONU donde nos tocaba hacer guardia: el rostro del niño que llora en la
frontera aferrado a la mano de sus padres mientras muestran documentos, camino
hacia el exilio; los vecinos agazapados en un portal mirando hacia arriba
mientras suena el estrépito de las bombas; hombres haciendo cola con ojos
grandes de hambre y miedo para conseguir un mendrugo de pan. El cadáver en la
cuneta. El soldado que tiembla de frío en su trinchera; el inválido que acaba
de pisar una mina y es ayudado por sus compañeros a trepar por el camino de
tierra, mientras se le caen las tripas y la cinta de munición de los hombros.
El techo hundido de la casa abandonada, destrozada por un obús de artillería.
La familia de campesinos que huye con lo puesto, desesperada, escapando entre
columnas de humo negro, dejando atrás la mesa servida, el perro atado y hasta
los juguetes del crío tirados en el jardín.
Esa guerra de Chipre no la viví, pero algunos años después estuve allí
intentando ayudar a mantener la paz, o algo que se le parezca. En realidad esa
paz nunca llegó de verdad pero al menos lo intentamos, mis compañeros y yo.
Aquello que me tocó ver y oír fueron los restos de la disputa por la
isla de Chipre, que comenzó en 1974 entre los ejércitos de Grecia y Turquía, y
que continúa hasta hoy.
Inició en 1931 cuando se aprobó la "Enosis", anexión de Chipre
a Grecia, siguiendo el ejemplo de la unión de la isla de Creta al continente.
Los turcos, conformes con la tutela británica preferían la
"Taksin" (partición de la isla), antes que ser minoría bajo un
gobierno griego. También estaba en juego la disputa por el monopolio de las
creencias religiosas, ya que los turcos no toleraban la idea de someter su
credo musulmán bajo el rito cristiano ortodoxo griego. Y entonces, estallo la
violencia.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU), intervino con una fuerza
militar compuesta por soldados de diversas nacionalidades y con una misión
común: imponer la paz y evitar el resurgimiento de las hostilidades. Pero no
hubo paz ni nada que se le parezca, porque si hay paz no existen soldados ni
cascos azules que la cuiden.
Bajo esa situación me enviaron a la isla.
Llegué al aeropuerto de Larnaca (en el sur de Chipre), una mañana
calurosa del año 2005, después de diecisiete horas de vuelo, dos malas comidas
y una escala en Senegal, África. Era septiembre y el verano comenzaba a morir.
La tierra arenosa, parda, color marrón claro, era un paisaje que me
recordaba a los relatos bíblicos de Nazaret o Jerusalén. Burros, Palmeras de
dátiles y cultivos de aceituna salpicaban las montañas, y numerosos yacimientos
minerales dominaban el paisaje.
Al bajar del avión vi el rostro de un paracaidista inglés que esperaba
el relevo de su guardia. Era un soldado joven, que mascaba un chicle apoyado
sobre una ametralladora G.P.M.G. Su silueta se perdía entre las bolsas de fardo
que custodiaba en un camión. La cabeza rapada bajo su casco de kevlar lo hacía
ver como un hongo, color arena y negro. Tal vez pensaba en su casa, como yo.
Descargamos cajas de suministros de unos enormes camiones y cargamos en
él nuestras bolsas de embarco y las mochilas, bajo la mirada de un sargento
británico de bigotes, que estaba parado sobre palets de madera. Gritaba en
inglés y daba órdenes a unos cabos, que se movían como las hormigas cuando les
patean el nido.
Subí junto a mi grupo a un blindado color blanco, con el escudo de la
ONU por todos lados y una bandera azul que bailaba en la brisa. Comenzamos el
viaje hacia el Campo San Martín, que es la base argentina donde viven los
contingentes militares durante 6 meses.
En aquel tiempo yo tenía el grado de cabo segundo, y mi puesto de
combate era el de fusilero y operador de radio de la Compañía
"Bravo", uno de los escalones más bajos de la tropa. Y allí, en aquel
vehículo blindado que trepaba por montañas y se perdía entre los valles
viajábamos nosotros, demasiado valientes, jóvenes e inconscientes como para
sentir miedo o interpretar el dolor ajeno. Anónimos y rasos como el resto de la
infantería en todo el mundo, íbamos junto a otros compañeros con quienes
compartir las mismas emociones y ansiedades. Formábamos parte de un Batallón
Conjunto Argentino destinado en la isla de Chipre, para cumplir misiones de
reconocimiento y observación.
Atravesamos los límites del aeropuerto militar y por primera vez pude
ver los restos de una guerra, heridas todavía frescas. La huella de la metralla
en los muros de las casas y de los viejos edificios. La pista de
aterrizaje, castigada por las granadas de mortero. Aviones abandonados que yacían
esparcidos como fichas de poker desordenadas. Las marcas de los impactos de
cohetes y de obuses que se veían como enormes flores negras, grandes agujeros abiertos,
oscuros y oxidados. Intimidaba verlos. Por primera vez sentía estar realmente
en una zona de conflicto.
Saliendo desde nuestra base por los caminos rurales, pasábamos por
pueblitos clavados en las montañas o perdidos en parajes desolados. Viajábamos
siempre rumbo al norte, a la zona turca y más pobre de la isla. Recuerdo haber
detenido varias veces la mirada en pequeños caseríos que colgaban de las
laderas de los cerros. Uno se llamaba Kokinotrimitia y era muy bonito. Lo veía
por primera vez, y lo vería por mucho tiempo más. Los mocosos corrían felices
detrás de bastones con rueditas en las puntas o cuidaban las ovejas de los
campos linderos. Las viejas del pueblo, con las cabezas cubiertas por pañuelos
de colores, los puños apretados contra las caderas y vestidas con faldas largas
ceñidas a la cintura, regresaban a sus casas desde el campo, después de labrar
la tierra, y regalaban pan con ricota a los hombres que patrullaban la zona.
Entonces los soldados bajaban un momento la guardia, se colgaban el fusil a la
espalda y jugaban a la pelota con los chicos. Pero algunos años atrás,
pueblitos como aquel fueron el escenario de la barbarie.
Un día de patrulla llegamos al sector de las aldeas turcas de Maratha, Santalaris y
Aloda, que están ubicadas en un valle entre montañas, casi pegadas una al lado de la otra. Son semejantes a la
mayoría de los pequeños pueblos turcos de Chipre situados en las zonas de
cultivo: una calle principal con sus tres cafés, su círculo de antiguos
combatientes musulmanes, algunos almacenes griegos y otros pequeños comercios
turcos. Los musulmanes caminan muy serios rumbo a la mezquita, evitando
tropezarse con los cristianos ortodoxos que regresan de la vieja iglesia de
piedra donde cuelgan iconos religiosos al estilo ruso. En los pueblos mixtos, donde todavía conviven turcos y griegos, el odio entre ellos se ha hecho una
cosa viva, palpable, y tiene su olor y sus costumbres; por la noche gruñe en
las calles desiertas como un perro hambriento.
Un paisaje rural domina siempre el horizonte, y al final del invierno los campos se llenan de flores amarillas.
Los viejos que se reunían en las tabernas y en los bares a beber vino y
a jugar a los dados me lo contaron. Entonces supe que tenía la gran oportunidad
de ver y de escuchar en vivo esa otra guerra, la guerra muda y desnuda, la que se vive
todavía de puertas para adentro, la que nunca verán los turistas y la que no
sale en la tele ni en los diarios. Allí supe que las guerras terminan siendo
siempre la misma mierda en todos los rincones del mundo: un relato alucinado y escalofriante de amigos, vecinos y parientes que lo han perdido todo,
sorprendidos por el fuego de la artillería en plena madrugada, o arrancados de
sus casas en pijama, mientras las mujeres y los hijos imploran con los mocos
colgando desde la escalera.
En aquella aldea turca de Maratha ocurrió este relato que a
continuación escribo. Allí conocí a un viejo canoso y rengo que me contó esta historia
atroz. Su nombre era Ahmad, atendía uno de los bazares donde nos abastecíamos
de agua, y había sido marinero de cubierta en un sardinero español, algún
tiempo después de la guerra.
La masacre
Unas horas después del asalto de los paracaidistas turcos al norte de la
isla, el 20 de julio de 1974, los griegos se llevan de la aldea a todos los
hombres de etnia turca en edad militar, como prisioneros de guerra. Una vez que
los hombres se han marchado, llegan varios soldados de una guerrilla griega llamada
“EOKA B”, provenientes de la vecina Peristeronopigi e instalan un campamento en
una cafetería. Más tarde se emborrachan, disparan varias veces al aire y violan
a muchas mujeres, niñas e incluso también a los niños. La violación continúa
durante 24 días, hasta el 14 de agosto de 1974, cuando deben retirarse debido a
una segunda incursión turca. Entonces deciden no dejar ningún testigo y
exterminar a toda la población.
Ya se levanta el sol del día 15 de agosto cuando llegan los cascos
azules ingleses desplegados en la zona, avisados por los campesinos. Se
encuentran ante el espectáculo de 84 cuerpos de musulmanes (mujeres, ancianos y
niños), alineados unos al lado de los otros en la falda de una colina, frente a
la mezquita. Algunos están degollados y tienen los pies apuntando hacia
Occidente, en dirección a Grecia. El mensaje es brutal: limpieza étnica y odio
religioso, así de simple. Los faros de un camión iluminan en el amanecer la
escena de terror. Un soldado inglés se aparta para vomitar.
Según el Imán de la mezquita de Maratha, había 90 civiles en la aldea antes
de la masacre. Sobreviven solo 6.
Un testigo afirma que al menos 3 de los atacantes tenían el acento nativo
de Grecia, lo cual sugiere que podría tratarse de soldados griegos.
La venganza
Días después el ejército turco avanza ganando posiciones hacia el sur.
Ya se han enterado de lo sucedido en Maratha.
Es de noche cuando llegan al poblado y sabotean la central de
electricidad. Peristeronopigi duerme. Un capitán emerge de la oscuridad y está parado en el
centro de un círculo que forma su sección, unos 30 hombres en uniforme de
camuflaje. Nunca antes han visto a su jefe con ese rostro, con esa facción tan terrible. “Solo
a los hombres”, dice con voz seca, “no tocaremos a las mujeres ni a los niños;
sólo a los hombres y con el cuchillo, para que los que tengan valor puedan
defenderse”.
Se desabrochan el correaje y dejan las mochilas a la custodia de los
centinelas que vigilan el perímetro. Los hombres se han despojado de sus cinturones, de sus equipos, de
sus fusiles y de sus granadas, conservando solo el cuchillo.
Se deslizan en la oscuridad como fantasmas, sin hacer el menor ruido. El
furor y la necesidad de sangre y de venganza que les llega desde el vientre es
lo que los vuelve fríos y tranquilos.
Avanzan lentamente hacia las puertas de las casas de paredes blanqueadas
a la cal. Se sienten fatigados pero a la vez con una extraña fuerza que los
empuja hacia adelante.
El capitán derriba la primera puerta a las patadas. Ningún guerrillero
griego alcanza a defenderse.
Al otro día descubren 28 cuerpos tendidos en la calle, frente a la vieja
iglesia ortodoxa de piedra, degollados, con el vientre abierto y las partes sexuales
metidas en la boca. Un oficial le indica a su jefe que los cadáveres están
colocados en dirección hacia el Oriente, hacia La Meca, como bestias
sacrificadas en ceremonia religiosa. En otro tiempo los turcos hacían lo mismo,
en Armenia. La ley del talión se ha consumado; ojo por ojo y diente por diente.
El cuchillo transforma la guerra en asesinato. Han reaccionado hombres
primitivos y no soldados al perpetrar este holocausto. Pero para ellos, la
venganza era necesaria.
Años después de todo aquello, cuando me tocó el turno de estar 6 meses
trabajando en esa hermosa isla acariciada por el Mediterráneo, inicialmente
ignoré todo esto que acabo de narrar. Tal vez por pura ignorancia o quizás simplemente
porque no supe expresar, en su momento, aquellos relatos crueles y las miradas de
horror en las caras flacas de aquellos pobres infelices, cuando contaban sus
historias. Eran seres con los que cada tanto me cruzaba en el camino.
Ciertamente
en aquel tiempo yo era solo un crío soñador con simples ganas de chicas, de peleas y aventuras.
Pero hoy, ya descreído y escéptico en general ante a la vida, se que en el
mundo hay más hijos de puta que hombres buenos, lamentablemente, que la mala
leche es el puñetazo diario en la cara y que la crueldad, los psicópatas impunes,
las injusticias y los miserables están a la orden del día.
Por eso no me extraña ni me impresiona que hombres crueles hayan perpetrado estas masacres, como en este capítulo olvidado de Chipre que acabo de contar, o como en Sarajevo, o
Colombia, o Guatemala, o Camboya, o como en tantos otros rincones del mundo que ahora
mismo son mudos, y que tal vez siempre quedarán así.
Entonces ahí la tienen; la simple, bastarda y sucia condición humana.