"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 27 de noviembre de 2016

El Chipre que nunca te han contado: la guerra desnuda


En el aislado pueblo turco de Gunyeli, en el norte de Chipre, la gente aún sigue hablando de la guerra.
Todavía queda en la memoria de los viejos el lejano sonido a tableteo de ametralladoras griegas, intentando defender sus posiciones, y la imagen de miles de paracaidistas turcos aterrizando a los tumbos sobre campos y tejados, cayendo desde el amanecer azul oscurecido por una nube de aviones de transporte.
Pensando en aquella gente fue que recordé las malas fotos en blanco y negro que aún me quedan grabadas en la cabeza, y que veía siempre pegadas en un muro de piedra de la ciudad vieja de Nicosia, justo frente al puesto de control de la ONU donde nos tocaba hacer guardia: el rostro del niño que llora en la frontera aferrado a la mano de sus padres mientras muestran documentos, camino hacia el exilio; los vecinos agazapados en un portal mirando hacia arriba mientras suena el estrépito de las bombas; hombres haciendo cola con ojos grandes de hambre y miedo para conseguir un mendrugo de pan. El cadáver en la cuneta. El soldado que tiembla de frío en su trinchera; el inválido que acaba de pisar una mina y es ayudado por sus compañeros a trepar por el camino de tierra, mientras se le caen las tripas y la cinta de munición de los hombros. El techo hundido de la casa abandonada, destrozada por un obús de artillería. La familia de campesinos que huye con lo puesto, desesperada, escapando entre columnas de humo negro, dejando atrás la mesa servida, el perro atado y hasta los juguetes del crío tirados en el jardín.
Esa guerra de Chipre no la viví, pero algunos años después estuve allí intentando ayudar a mantener la paz, o algo que se le parezca. En realidad esa paz nunca llegó de verdad pero al menos lo intentamos, mis compañeros y yo.
Aquello que me tocó ver y oír fueron los restos de la disputa por la isla de Chipre, que comenzó en 1974 entre los ejércitos de Grecia y Turquía, y que continúa hasta hoy.
Inició en 1931 cuando se aprobó la "Enosis", anexión de Chipre a Grecia, siguiendo el ejemplo de la unión de la isla de Creta al continente.
Los turcos, conformes con la tutela británica preferían la "Taksin" (partición de la isla), antes que ser minoría bajo un gobierno griego. También estaba en juego la disputa por el monopolio de las creencias religiosas, ya que los turcos no toleraban la idea de someter su credo musulmán bajo el rito cristiano ortodoxo griego. Y entonces, estallo la violencia.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU), intervino con una fuerza militar compuesta por soldados de diversas nacionalidades y con una misión común: imponer la paz y evitar el resurgimiento de las hostilidades. Pero no hubo paz ni nada que se le parezca, porque si hay paz no existen soldados ni cascos azules que la cuiden.
Bajo esa situación me enviaron a la isla.

Llegué al aeropuerto de Larnaca (en el sur de Chipre), una mañana calurosa del año 2005, después de diecisiete horas de vuelo, dos malas comidas y una escala en Senegal, África. Era septiembre y el verano comenzaba a morir.
La tierra arenosa, parda, color marrón claro, era un paisaje que me recordaba a los relatos bíblicos de Nazaret o Jerusalén. Burros, Palmeras de dátiles y cultivos de aceituna salpicaban las montañas, y numerosos yacimientos minerales dominaban el paisaje.
Al bajar del avión vi el rostro de un paracaidista inglés que esperaba el relevo de su guardia. Era un soldado joven, que mascaba un chicle apoyado sobre una ametralladora G.P.M.G. Su silueta se perdía entre las bolsas de fardo que custodiaba en un camión. La cabeza rapada bajo su casco de kevlar lo hacía ver como un hongo, color arena y negro. Tal vez pensaba en su casa, como yo.
Descargamos cajas de suministros de unos enormes camiones y cargamos en él nuestras bolsas de embarco y las mochilas, bajo la mirada de un sargento británico de bigotes, que estaba parado sobre palets de madera. Gritaba en inglés y daba órdenes a unos cabos, que se movían como las hormigas cuando les patean el nido.
Subí junto a mi grupo a un blindado color blanco, con el escudo de la ONU por todos lados y una bandera azul que bailaba en la brisa. Comenzamos el viaje hacia el Campo San Martín, que es la base argentina donde viven los contingentes militares durante 6 meses.
En aquel tiempo yo tenía el grado de cabo segundo, y mi puesto de combate era el de fusilero y operador de radio de la Compañía "Bravo", uno de los escalones más bajos de la tropa. Y allí, en aquel vehículo blindado que trepaba por montañas y se perdía entre los valles viajábamos nosotros, demasiado valientes, jóvenes e inconscientes como para sentir miedo o interpretar el dolor ajeno. Anónimos y rasos como el resto de la infantería en todo el mundo, íbamos junto a otros compañeros con quienes compartir las mismas emociones y ansiedades. Formábamos parte de un Batallón Conjunto Argentino destinado en la isla de Chipre, para cumplir misiones de reconocimiento y observación.
Atravesamos los límites del aeropuerto militar y por primera vez pude ver los restos de una guerra, heridas todavía frescas. La huella de la metralla en los muros de las casas y de los viejos edificios. La pista de aterrizaje, castigada por las granadas de mortero. Aviones abandonados que yacían esparcidos como fichas de poker desordenadas. Las marcas de los impactos de cohetes y de obuses que se veían como enormes flores negras, grandes agujeros abiertos, oscuros y oxidados. Intimidaba verlos. Por primera vez sentía estar realmente en una zona de conflicto.
Saliendo desde nuestra base por los caminos rurales, pasábamos por pueblitos clavados en las montañas o perdidos en parajes desolados. Viajábamos siempre rumbo al norte, a la zona turca y más pobre de la isla. Recuerdo haber detenido varias veces la mirada en pequeños caseríos que colgaban de las laderas de los cerros. Uno se llamaba Kokinotrimitia y era muy bonito. Lo veía por primera vez, y lo vería por mucho tiempo más. Los mocosos corrían felices detrás de bastones con rueditas en las puntas o cuidaban las ovejas de los campos linderos. Las viejas del pueblo, con las cabezas cubiertas por pañuelos de colores, los puños apretados contra las caderas y vestidas con faldas largas ceñidas a la cintura, regresaban a sus casas desde el campo, después de labrar la tierra, y regalaban pan con ricota a los hombres que patrullaban la zona. Entonces los soldados bajaban un momento la guardia, se colgaban el fusil a la espalda y jugaban a la pelota con los chicos. Pero algunos años atrás, pueblitos como aquel fueron el escenario de la barbarie.
Un día de patrulla llegamos al sector de las aldeas turcas de Maratha, Santalaris y Aloda, que están ubicadas en un valle entre montañas, casi pegadas una al lado de la otra. Son semejantes a la mayoría de los pequeños pueblos turcos de Chipre situados en las zonas de cultivo: una calle principal con sus tres cafés, su círculo de antiguos combatientes musulmanes, algunos almacenes griegos y otros pequeños comercios turcos. Los musulmanes caminan muy serios rumbo a la mezquita, evitando tropezarse con los cristianos ortodoxos que regresan de la vieja iglesia de piedra donde cuelgan iconos religiosos al estilo ruso. En los pueblos mixtos, donde todavía conviven turcos y griegos, el odio entre ellos se ha hecho una cosa viva, palpable, y tiene su olor y sus costumbres; por la noche gruñe en las calles desiertas como un perro hambriento.
Un paisaje rural domina siempre el horizonte, y al final del invierno los campos se llenan de flores amarillas.

Los viejos que se reunían en las tabernas y en los bares a beber vino y a jugar a los dados me lo contaron. Entonces supe que tenía la gran oportunidad de ver y de escuchar en vivo esa otra guerra, la guerra muda y desnuda, la que se vive todavía de puertas para adentro, la que nunca verán los turistas y la que no sale en la tele ni en los diarios. Allí supe que las guerras terminan siendo siempre la misma mierda en todos los rincones del mundo: un relato alucinado y escalofriante de amigos, vecinos y parientes que lo han perdido todo, sorprendidos por el fuego de la artillería en plena madrugada, o arrancados de sus casas en pijama, mientras las mujeres y los hijos imploran con los mocos colgando desde la escalera.
En aquella aldea turca de Maratha ocurrió este relato que a continuación escribo. Allí conocí a un viejo canoso y rengo que me contó esta historia atroz. Su nombre era Ahmad, atendía uno de los bazares donde nos abastecíamos de agua, y había sido marinero de cubierta en un sardinero español, algún tiempo después de la guerra.

La masacre

Unas horas después del asalto de los paracaidistas turcos al norte de la isla, el 20 de julio de 1974, los griegos se llevan de la aldea a todos los hombres de etnia turca en edad militar, como prisioneros de guerra. Una vez que los hombres se han marchado, llegan varios soldados de una guerrilla griega llamada “EOKA B”, provenientes de la vecina Peristeronopigi e instalan un campamento en una cafetería. Más tarde se emborrachan, disparan varias veces al aire y violan a muchas mujeres, niñas e incluso también a los niños. La violación continúa durante 24 días, hasta el 14 de agosto de 1974, cuando deben retirarse debido a una segunda incursión turca. Entonces deciden no dejar ningún testigo y exterminar a toda la población.
Ya se levanta el sol del día 15 de agosto cuando llegan los cascos azules ingleses desplegados en la zona, avisados por los campesinos. Se encuentran ante el espectáculo de 84 cuerpos de musulmanes (mujeres, ancianos y niños), alineados unos al lado de los otros en la falda de una colina, frente a la mezquita. Algunos están degollados y tienen los pies apuntando hacia Occidente, en dirección a Grecia. El mensaje es brutal: limpieza étnica y odio religioso, así de simple. Los faros de un camión iluminan en el amanecer la escena de terror. Un soldado inglés se aparta para vomitar.
Según el Imán de la mezquita de Maratha, había 90 civiles en la aldea antes de la masacre. Sobreviven solo 6.
Un testigo afirma que al menos 3 de los atacantes tenían el acento nativo de Grecia, lo cual sugiere que podría tratarse de soldados griegos.

La venganza

Días después el ejército turco avanza ganando posiciones hacia el sur. Ya se han enterado de lo sucedido en Maratha.
Es de noche cuando llegan al poblado y sabotean la central de electricidad. Peristeronopigi duerme. Un capitán emerge de la oscuridad y está parado en el centro de un círculo que forma su sección, unos 30 hombres en uniforme de camuflaje. Nunca antes han visto a su jefe con ese rostro, con esa facción tan terrible. “Solo a los hombres”, dice con voz seca, “no tocaremos a las mujeres ni a los niños; sólo a los hombres y con el cuchillo, para que los que tengan valor puedan defenderse”.
Se desabrochan el correaje y dejan las mochilas a la custodia de los centinelas que vigilan el perímetro. Los hombres se han despojado de sus cinturones, de sus equipos, de sus fusiles y de sus granadas, conservando solo el cuchillo.
Se deslizan en la oscuridad como fantasmas, sin hacer el menor ruido. El furor y la necesidad de sangre y de venganza que les llega desde el vientre es lo que los vuelve fríos y tranquilos.
Avanzan lentamente hacia las puertas de las casas de paredes blanqueadas a la cal. Se sienten fatigados pero a la vez con una extraña fuerza que los empuja hacia adelante.
El capitán derriba la primera puerta a las patadas. Ningún guerrillero griego alcanza a defenderse.
Al otro día descubren 28 cuerpos tendidos en la calle, frente a la vieja iglesia ortodoxa de piedra, degollados, con el vientre abierto y las partes sexuales metidas en la boca. Un oficial le indica a su jefe que los cadáveres están colocados en dirección hacia el Oriente, hacia La Meca, como bestias sacrificadas en ceremonia religiosa. En otro tiempo los turcos hacían lo mismo, en Armenia. La ley del talión se ha consumado; ojo por ojo y diente por diente. El cuchillo transforma la guerra en asesinato. Han reaccionado hombres primitivos y no soldados al perpetrar este holocausto. Pero para ellos, la venganza era necesaria.

Años después de todo aquello, cuando me tocó el turno de estar 6 meses trabajando en esa hermosa isla acariciada por el Mediterráneo, inicialmente ignoré todo esto que acabo de narrar. Tal vez por pura ignorancia o quizás simplemente porque no supe expresar, en su momento, aquellos relatos crueles y las miradas de horror en las caras flacas de aquellos pobres infelices, cuando contaban sus historias. Eran seres con los que cada tanto me cruzaba en el camino. 
Ciertamente en aquel tiempo yo era solo un crío soñador con simples ganas de chicas, de peleas y aventuras. Pero hoy, ya descreído y escéptico en general ante a la vida, se que en el mundo hay más hijos de puta que hombres buenos, lamentablemente, que la mala leche es el puñetazo diario en la cara y que la crueldad, los psicópatas impunes, las injusticias y los miserables están a la orden del día.
Por eso no me extraña ni me impresiona que hombres crueles hayan perpetrado estas masacres, como en este capítulo olvidado de Chipre que acabo de contar, o como en Sarajevo, o Colombia, o Guatemala, o Camboya, o como en tantos otros rincones del mundo que ahora mismo son mudos, y que tal vez siempre quedarán así.


Entonces ahí la tienen; la simple, bastarda y sucia condición humana.

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