"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 23 de junio de 2018

Una incursión en el norte de África



(Sebastian Galarza para Enlace Crítico. Puerto de Tánger. Marruecos)

El barco que tres veces por día sale desde la punta de Tarifa (España) rumbo al puerto de Tánger (en Marruecos), navegó unos sesenta minutos sobre el mar que conservaba un aspecto de lámina  aceitosa azul oscuro. A popa solo distinguíamos la estela de espuma blanca que dejaba atrás el gigantesco motor al cortar el agua, el vuelo rasante y chillón de las gaviotas y un horizonte a la vez lejano, líquido y movedizo que se perdía de vista, invitando a imaginar las arenas de la costa. En esas aguas, que se adensan y prolongan hacia norte y sur, se unen un mar y un océano; Mediterráneo y Atlántico se hermanan a punta de viento y oleaje. Aguas bravas y altivas que los romanos llamaron "Mare Nostrum" y los egipcios "el Gran Verde", y que han sido motivo central de comercio, de historias y relatos desde el poniente de Europa hasta el levante del norte africano.

Tocamos puerto poco después del mediodía. Antes de desembarcar escuchamos por radio las últimas novedades en idioma español: 

-Más de un centenar de migrantes han sido rescatados durante esta madrugada en aguas internacionales frente a las costas de Libia. Navegan a bordo del Aquarius rumbo al puerto español de Valencia. Hay muertos. Médicos sin fronteras atienden a los heridos.-

Los dos policías vestidos de civil que controlaban documentos se retorcieron incómodos en sus asientos cuando leyeron la palabra “Press” en mi declaración de aduana. Siempre resulta molesto un periodista husmeando en lugares donde se ocultan cosas.
Caminamos por la rue de la Marine y subimos las escaleras por las que se accede desde el zoco (nombre que en los países árabes se le da al mercado en una plaza u otro lugar al aire libre) hasta el Continental, un hotel que se levanta sobre la antigua sede de la Aduana y en el que durante los años de entre guerras se alojaron diplomáticos, intelectuales, políticos y espías.

Caminábamos sin prisas descubriendo lugares, el cámara español David Vilches y el arriba firmante en misión periodística, pero a la vez disfrutando del paseo. Buscábamos entrevistar a alguien dispuesto a contar alguna historia de migrantes, de gente común que se juega la vida aventurándose en el mar para llegar a Europa.
Me sentía bien en Tánger. Tenía la costumbre de moverme por territorios de límites imprecisos, y esa ciudad era uno de ellos. El ambiente local me resultaba tan familiar como la frontera entre México y Estados Unidos o la línea turbulenta que separa Chipre entre turcos y griegos. Era un ambiente en el que me sentía cómodo, anónimo, clandestino e impune. Por azar, necesidad táctica o placer personal, había pasado algunos años de mi vida frecuentando sitios parecidos: bares y cantinas sudamericanas, callejones oscuros de Guatemala, tabernas, puestos fronterizos y prostíbulos del Mediterráneo oriental. Atento siempre a los gestos, las palabras, las conversaciones. Aprendiendo lecciones útiles para la vida y la supervivencia. Por eso me movía con idéntica soltura en el Hotel Europa de San Sebastian o el “Des Mines” de París que en el Cerro del Cuatro de Guadalajara, entre las cucarachas de una pensión bonaerense argentina o en un burdel de Nicosia. Incluidos ambientes en los que convenía averiguar dónde estaba la puerta de salida antes de pedir una botella, y bebérsela echando un vistazo prudente por encima del hombro.
Estaba en esos pensamientos cuando me topé con una ciudad fascinante de estatus internacional. Un sitio que daba lugar al comercio, al tráfico de armas, de mujeres, de estupefacientes.

Era el lugar perfecto en donde ambientar una novela de espías. Recordé entonces al Lorenzo Falcó de don Arturo Pérez Reverte, aquel personaje oscuro, vital y aventurero que protagoniza las letras de sus últimas historias.
Es que las cosas nunca han sido del todo tranquilas en esa ciudad fronteriza donde todo se mezcla.
Bajo el sol, en las callejas y terrazas, el viento agitaba las chilabas de los hombres y los velos de las mujeres que caminaban hacia la Medina. Estaban en pleno Ramadán; el ayuno diario que realizan los creyentes de la fe musulmana cada noveno mes del calendario, desde el alba hasta que se pone el sol.
Como dije, accedimos a la ciudad vieja desde la Medina, subiendo por las calles inundadas de covachas y comercios de alfombras.

Las tiendas se apretaban en los callejones y los mercaderes barbudos vendían babuchas junto a camisetas de Cristiano Ronaldo y Leo Messi. Antes, en tiempos de la guerra, en ese mundo espiaban desde los limpiabotas hasta las putas. El olor a Kif y a desinfectante se apretaba ahora con el del humo del tabaco. Avanzábamos abriéndonos paso a través de un mundo exótico. Nuestra primera incursión en el norte de África.
En 1937, en esos mismos locales por donde ahora pasábamos nosotros rozando las paredes, se atraía a los viandantes con un farol rojo en el dintel y donde moros, prostitutas y legionarios franceses de quepis blancos bebían matarratas y fumaban Kif, la mezcla de la marihuana con el hachís.

Rodeamos una muralla e ingresamos en un establecimiento atiborrado de chucherías y baratijas coloridas. Alfombras y zapatos colgando del techo, cuchillos corvos de hoja lisa, cimitarras, grandes pipas de fumar, platería, dátiles secos…un vendedor callejero ofreciendo droga a hurtadillas. Allí, medio escondido, aguardaba nuestro contacto.
Un viejo de barba y túnica blanca, tocado con un gorro a la usanza marroquí nos condujo por el callejón hasta una puerta pequeña. Entonces apareció Aladino. Alto, delgado, con su ropaje largo y marrón que le llegaba hasta los pies, el cráneo rapado y la mirada tranquila, su sonrisa desdentada y los zapatos puntiagudos que me hicieron recordar a ese mago de los cuentos que vive en una lámpara.

Le conté acerca de nuestra misión en la ciudad y me dijo que, si teníamos suerte, tal vez encontraríamos a alguien que quisiera hablar del tema. Nos explicó que en Tánger todo era relativo y que nada era seguro salvo que el sol se ponía por el oeste.
Aladino nos sugirió entonces confraternizar con gente local para dar con alguien dispuesto a hablar acerca de cómo se cruza el mar y se ingresa ilegalmente en Europa. Nos invitó a visitar un Hammam.
En la tradición de los países árabes, se llama Hammam al baño público: una sauna segregada cuidadosamente separando a los hombres de las mujeres. Es un lugar antiguo que no solo cubre funciones de descanso e higiene, sino que también constituye un recinto de reunión social y política, donde se urden intrigas y se organizan conspiraciones.
Bajo el añoso techo de ladrillo mordido aquí y allá por manchas de verdín (una superficie abovedada similar a las cavas mexicanas donde se reposa el tequila), yacían hombres jóvenes y fuertes junto a débiles ancianos sentados o recostados todos ellos sobre el suelo y bancas de mármol. Hacía mucho calor y un vapor espeso inundaba la estancia. Un moro flaco y fibroso, de aspecto recio, con el torso descubierto, descalzo y vestido con un pantalón corto cargaba agua caliente en cubetas plásticas color negro. Cada hombre tomaba una cubeta y se echaba el agua sobre el cuerpo para luego ir a estirarse directamente sobre el suelo resbaladizo y espejado por el vapor.    
Sentado en un rincón sobre una plancha de mármol, estaba un anciano encorvado que tenía un ancla azul y desteñida tatuada en el antebrazo izquierdo. Se llamaba Alí y era un veterano de la última guerra.
Salaam Alaikum- le dije-. Que la paz esté contigo.
Era un anciano duro. Guerrillero del frente Polisario que en 1975 intentó liberar al pueblo saharaui de la opresión marroquí. Un viejo apergaminado, de dientes gastados, el cráneo reluciente y la mirada desafiante. Me invitó a sentarme junto a él.
-         Hablo cinco idiomas. Herencia colonial- dijo.
-         ¿Eres español?- preguntó.
-         No. Soy argentino.-
-         Pues hablaremos castellano.-
-         Cuénteme como fue aquello-
-         Éramos pocos y nos movíamos de noche. Cuando nos sentíamos más débiles que el enemigo o habíamos sufrido muchas bajas, nos separábamos en pequeños grupos y volvíamos a reunirnos en el desierto. El Sáhara es grande. Alhamd lilah. Gracias a Dios.-
-         Hábleme de la sed-
-         La sed te hace ver cosas que no existen. En el desierto es como la muerte: en algún momento les llega a todos.-
-         ¿Qué le pasó en el brazo?
-         Una granada. Fue en 1975, cerca de Tindouf. Tenía hambre y había mucho viento. Cuando tiré me falló la mano. Mala suerte.-
-         ¿Y qué pasó después?
-         El viaje de regreso bajo la lluvia. El desierto pasando rápido bajo las ruedas del jeep. Mi boca que tiembla. La fiebre. La sed. El barco de la cruz roja en el puerto de Marsella. El hospital de Tánger.
-         Shukram, gracias- le dije.
-         Beslama, adiós.- dijo el viejo.

Salimos del Hammam y el aire exterior olía a una mezcla de sal marina, basura rancia en descomposición y resina de pino. En las calles que rodean la parte vieja, y que dan paso al puerto o las murallas, se concentraban sonidos, olores, conversaciones. En las casas de comida que desembocan en la Medina había olor a parrilla moruna y especias. Algunas tenían la mano de Fatma en el dintel de la puerta y en el interior mesas grasientas llenas de comensales a esa hora de la tarde.
Aladino nos condujo a un restaurante mugriento, a medio terminar, con bolsas de cemento apiladas una sobre la otra que hacían las veces de mostrador improvisado. Nos sentamos a una mesa bajo sombrillas de plástico y miramos alrededor: ningún occidental más que nosotros, nada de turistas ni extranjeros. Trozos de pollo empalados en pinchos, pimientos, caldos que se estaban cociendo, carnes que nadaban en salsas oscuras, difundían un olor cálido, sabroso y aromático. Comimos hasta el hartazgo y al levantarnos de allí, el sol comenzaba a declinar.

Se oyó un Al-lah Akbar lejano y prolongado en la distancia. Desde lo alto de un minarete llegaba el canto del muecín de una mezquita: la oración del crepúsculo.
Ese día no pudo ser lo de la entrevista con los migrantes. No dimos con ninguno. Se nos escurrían por los callejones como los gatos escuálidos que abundan en Tánger. Temían la caza de brujas lanzada por la policía, que los empuja a malvivir como ratas en cuevas infectas.  
Nos despedimos de Aladino con un abrazo luego de pagarle sus servicios de traductor frente al puerto de los pescadores. Tensas las cadenas de fondeo, los barcos anclados en la bahía apuntaban sus proas al viento.
Shukram, gracias- dijo Aladino.- Yo también ser hombre de la calle. Jefe, yo buscarme la vida.-
  

sábado, 9 de junio de 2018

Ingrata herencia


Lo experimenté algunas veces viviendo en el extranjero, especialmente en países de América Latina. En algunas ocasiones me tocó pagar el precio de portar mi pasaporte color azul. Ser argentino fuera de Argentina es una suerte o una maldición. Sin decirte nada y para sus adentros,  la gente te ama o te odia, te facilita el camino o te cierra la puerta, te da la mano o te rechaza. No hay términos medios. No hay grises. Es así de radical, de inexorable, de intenso. Y esta es una opinión muy personal, oigan, simplemente lo que yo he vivido. Lo aclaro para que luego no anden algunos rasgándose las vestiduras y acusándome de hipócrita, de cobarde o no sé de cuantas estupideces más. Es “experiencia de vida”, que le dicen.
Mi teoría acerca de Argentina es que sobre nosotros pesan dos grandes caracteres: el español y el italiano. Y ese carácter, desgraciadamente, está desequilibrado en favor del español, es decir, pesa más el español que el italiano. El italiano tiene naturalmente incorporado el arte de "arrangiarsi", como dicen ellos, y que significa "conformarse con lo que se tiene". Es un ciudadano más sabio, más lúcido, más conciliador y paciente. Pero el español es otro asunto. Es un tipo que pone etiquetas a las cosas o problemas, que elige casi siempre el "conmigo o contra mí", que predica "todo lo tuyo es malo y en mi bando no hay ningún defecto". Ese radicalismo es muy español. Es ese carácter el que llevó, por ejemplo, a aquella cruenta y estúpida guerra civil que desangró a España durante tres largos años (1936-1939).
La cuestión es que en Argentina pesa más el español que el italiano, y su hubiera un mayor equilibrio entre esas dos genéticas, quizás mi patria sería un país mucho más habitable.
Por eso es imposible reparar la grieta que separa esos "dos bandos" de los que tanto se habla últimamente. Es muy difícil construir una sociedad democrática cuando se piensa así, confrontando siempre y sin sentido, practicando el pugilato visceral contra todo el que se opone, eligiendo siempre la violencia desmedida sin sentido común. Un ejemplo burdo y simple: negarle toda virtud al equipo de fútbol contrario y adjudicarle al propio equipo todos los aciertos es, a parte de estúpido, suicida. Además de que es mentira.
En Argentina siempre hubo una "futbolización" de la política. Y digo bien; desde siempre. Cuando uno va a una cancha a ver algún partido, los fanáticos cantan a sus rivales lo mismo que en los mítines y comités de banderías políticas (redefiniendo la palabra “rival”, que en el argot fanático-futbolero o partidario de mi país equivale a enemigo): "no existís, fulano, no existís". Eso se traduce en una intolerancia profunda, en un rechazo sin lógica ni objetividad. La estupidez en una de sus más claras expresiones.
Por razones complejas de índole histórico, social o político, Argentina es un país con una gran infelicidad general, donde nos han hecho muchas cosas sucias y nos han deformado y hecho pagar precios muy altos por muchas cosas. Por eso al argentino no le interesa ver a su adversario convencido, sino más bien exterminado. No quiere que su rival conviva ni discuta con él, sino que pretende degollarlo, que no exista, borrar su memoria, su familia, su huella, sus monumentos, su nombre de las calles, descolgar sus retratos o sus fotos de las galerías y de los anales de la historia. El argentino busca arrasar sencillamente con todo aquello que se le oponga, sin que el sentido común valga una mierda. Ese impulso primitivo, visceral y cainita es muy argentino, desgraciadamente. Y lo digo yo que soy argentino y que me considero un tipo medianamente culto, que ha leído algo, que ha viajado por países en conflicto y que ha visto relativamente el mundo. En España es igual.
Entonces, como digo, todo lo anteriormente descripto es muy español y, por herencia genética, también muy argentino. Ese negar al adversario cualquier posibilidad, cualquier virtud o acierto es tan argentino que me aterra y me hace comprender porque en el extranjero nos ven así. Por eso es muy útil ver el problema desde afuera, porque desde una prudente distancia se aprecia mejor el asunto. La cercanía es miope, mientras que la distancia aclara la mirada.
Voy a dar un ejemplo claro. En Roma, Italia, caminas por la calle y ves edificios magníficos, con fachadas hermosas sobre las cuales se ven números y frases que dicen así: “Año II del fascismo”, o “SPQR (Senatus Populus Quorum Romanum-El senado es el pueblo de Roma-)”; y a los italianos les importa un carajo que ese edificio lo haya construido Mussolini, el Emperador Tiberio o la madre que lo parió. Es un buen edificio y listo. La gente entra y sale y nadie se preocupa por subir allí con una escalera a quitar, tachar o cincelar la inscripción que ahí arriba figura. Respetan la historia como corresponde porque así fue como ocurrió; con sus aciertos, errores, vilezas o decencias. Expresiones, al fin, de la grandeza o la decadencia humana. Y los italianos aceptan todo eso como es. Ni más ni menos.
En Argentina o en España en cambio, son capaces de hasta demoler el edificio o derribar una estatua (como ya lo han hecho, en efecto, con una imagen de Cristóbal Colón que estaba ubicada hasta el año 2013 detrás de la Casa Rosada, sede del gobierno en Buenos Aires), simplemente porque no comparten las ideas o acciones del infeliz de turno que realizó tal o cual acción.
Allí radica la diferencia genética. El italiano puede convivir con su memoria perfectamente, tiene ese arte, esa naturaleza práctica; mientras que el español necesita, visceralmente, destruir aquello que se le opone, que está en el bando opuesto.
Y así es Argentina. Carga con esa herencia genética del enfrentamiento sin razón.