Lo experimenté algunas veces viviendo en el extranjero, especialmente en
países de América Latina. En algunas ocasiones me tocó pagar el precio de
portar mi pasaporte color azul. Ser argentino fuera de Argentina es una suerte
o una maldición. Sin decirte nada y para sus adentros, la gente te ama o te odia, te facilita el
camino o te cierra la puerta, te da la mano o te rechaza. No hay términos medios.
No hay grises. Es así de radical, de inexorable, de intenso. Y esta es una
opinión muy personal, oigan, simplemente lo que yo he vivido. Lo aclaro para
que luego no anden algunos rasgándose las vestiduras y acusándome de hipócrita,
de cobarde o no sé de cuantas estupideces más. Es “experiencia de vida”, que le
dicen.
Mi teoría acerca de Argentina es que sobre nosotros pesan dos grandes
caracteres: el español y el italiano. Y ese carácter, desgraciadamente, está
desequilibrado en favor del español, es decir, pesa más el español que el
italiano. El italiano tiene naturalmente incorporado el arte de
"arrangiarsi", como dicen ellos, y que significa "conformarse
con lo que se tiene". Es un ciudadano más sabio, más lúcido, más
conciliador y paciente. Pero el español es otro asunto. Es un tipo que pone
etiquetas a las cosas o problemas, que elige casi siempre el "conmigo o
contra mí", que predica "todo lo tuyo es malo y en mi bando no hay
ningún defecto". Ese radicalismo es muy español. Es ese carácter el que
llevó, por ejemplo, a aquella cruenta y estúpida guerra civil que desangró a
España durante tres largos años (1936-1939).
La cuestión es que en Argentina pesa más el español que el italiano, y
su hubiera un mayor equilibrio entre esas dos genéticas, quizás mi patria sería
un país mucho más habitable.
Por eso es imposible reparar la grieta que separa esos "dos
bandos" de los que tanto se habla últimamente. Es muy difícil construir
una sociedad democrática cuando se piensa así, confrontando siempre y sin
sentido, practicando el pugilato visceral contra todo el que se opone, eligiendo
siempre la violencia desmedida sin sentido común. Un ejemplo burdo y simple:
negarle toda virtud al equipo de fútbol contrario y adjudicarle al propio equipo
todos los aciertos es, a parte de estúpido, suicida. Además de que es mentira.
En Argentina siempre hubo una "futbolización" de la política. Y
digo bien; desde siempre. Cuando uno va a una cancha a ver algún partido, los
fanáticos cantan a sus rivales lo mismo que en los mítines y comités de
banderías políticas (redefiniendo la palabra “rival”, que en el argot
fanático-futbolero o partidario de mi país equivale a enemigo): "no
existís, fulano, no existís". Eso se traduce en una intolerancia profunda,
en un rechazo sin lógica ni objetividad. La estupidez en una de sus más claras
expresiones.
Por razones complejas de índole histórico, social o político, Argentina
es un país con una gran infelicidad general, donde nos han hecho muchas cosas
sucias y nos han deformado y hecho pagar precios muy altos por muchas cosas. Por
eso al argentino no le interesa ver a su adversario convencido, sino más bien
exterminado. No quiere que su rival conviva ni discuta con él, sino que
pretende degollarlo, que no exista, borrar su memoria, su familia, su huella,
sus monumentos, su nombre de las calles, descolgar sus retratos o sus fotos de las
galerías y de los anales de la historia. El argentino busca arrasar
sencillamente con todo aquello que se le oponga, sin que el sentido común valga
una mierda. Ese impulso primitivo, visceral y cainita es muy argentino,
desgraciadamente. Y lo digo yo que soy argentino y que me considero un tipo
medianamente culto, que ha leído algo, que ha viajado por países en conflicto y
que ha visto relativamente el mundo. En España es igual.
Entonces, como digo, todo lo anteriormente descripto es muy español y,
por herencia genética, también muy argentino. Ese negar al adversario cualquier
posibilidad, cualquier virtud o acierto es tan argentino que me aterra y me
hace comprender porque en el extranjero nos ven así. Por eso es muy útil ver el
problema desde afuera, porque desde una prudente distancia se aprecia mejor el
asunto. La cercanía es miope, mientras que la distancia aclara la mirada.
Voy a dar un ejemplo claro. En Roma, Italia, caminas por la calle y ves
edificios magníficos, con fachadas hermosas sobre las cuales se ven números y
frases que dicen así: “Año II del fascismo”, o “SPQR (Senatus Populus Quorum
Romanum-El senado es el pueblo de Roma-)”; y a los italianos les importa un
carajo que ese edificio lo haya construido Mussolini, el Emperador Tiberio o la
madre que lo parió. Es un buen edificio y listo. La gente entra y sale y nadie
se preocupa por subir allí con una escalera a quitar, tachar o cincelar la
inscripción que ahí arriba figura. Respetan la historia como corresponde porque
así fue como ocurrió; con sus aciertos, errores, vilezas o decencias.
Expresiones, al fin, de la grandeza o la decadencia humana. Y los italianos
aceptan todo eso como es. Ni más ni menos.
En Argentina o en España en cambio, son capaces de hasta demoler el
edificio o derribar una estatua (como ya lo han hecho, en efecto, con una
imagen de Cristóbal Colón que estaba ubicada hasta el año 2013 detrás de la
Casa Rosada, sede del gobierno en Buenos Aires), simplemente porque no
comparten las ideas o acciones del infeliz de turno que realizó tal o cual
acción.
Allí radica la diferencia genética. El italiano puede convivir con su
memoria perfectamente, tiene ese arte, esa naturaleza práctica; mientras que el
español necesita, visceralmente, destruir aquello que se le opone, que está en
el bando opuesto.
Y así es Argentina. Carga con esa herencia genética del enfrentamiento
sin razón.
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