"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 9 de noviembre de 2019

Por las calles del "enemigo"


Paseo por Londres, sin prisas, en una de esas tardes frías y lluviosas que dieron fama a esta ciudad recostada sobre el Támesis. A pesar de todo es un lugar tranquilo, me digo, que ni las hordas de turistas ensayando poses ridículas frente a sus teléfonos móviles logran desgraciar. Vengo de ver el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham, temprano por la mañana, y de almorzar en un mercadillo al aire libre bajo un puente de hierro donde pululan los mendigos; y en la esquina de un enorme parque descubro el monumento. Es un lugar conmovedor, pues muestra las figuras de siete hombres, soldados todos (aviadores británicos que murieron cumpliendo con su deber sobre Alemania durante la Segunda Guerra Mundial), vestidos con sus uniformes de vuelo y sus pertrechos y sus radios y todo aquello que usaban, en unas actitudes serenas y muy dignas. Son tipos muertos de verdad, piensa uno cuando los ve. Se ve que realmente lo están. Parecen fantasmas melancólicos.
El monumento se encuentra casi frente a la casa de Wellington, en la entrada oeste del Green Park, y de verdad que vale mucho la pena darle un vistazo. Estatuas de unos tipos que murieron mientras bombardeaban Alemania, causando centenares de miles de víctimas (un solo escuadrón de bombardeo era capaz de arrasar el centro urbano de una ciudad en apenas media hora en mitad de la noche y así ocurrió, por ejemplo, en Dresde, donde en solo dos noches palmaron 30 mil civiles). Y sin embargo, la idea del monumento pretende quedar por encima del horror: combatían por su patria, cumplían con su deber y cayeron como héroes. Punto. Lo demás puede (y naturalmente debe), discutirse en otros lugares. Pero aquí solo se trata de honrar a hombres valientes. A héroes de guerra.
Contemplo las figuras de bronce, brillantes por la lluvia que cae ahora como finos hilos de plata, y paso la mano sobre el relieve dorado que aparece al pie de la base de mármol: "Memorial inaugurado por Su Majestad la Reina Elizabeth II", se lee en estricto inglés. Frente al monumento hay una protesta de gente que se manifiesta contra el Brexit. Ciudadanos comunes golpeando cacharros y gritando consignas contra Boris Johnson. Individuos indignados porque unos pocos políticos idiotas les quieren arrebatar su histórica y muy arraigada identidad europeísta. Estos ciudadanos que protestan son ingleses, indudablemente, pero primero son europeos.Todos están exaltados y rodean el lugar pero nadie, absolutamente nadie se atreve a profanar el monumento. Un hombrecillo viejo de bigotes blancos y corbata azul deambula por la calle con un cartel amarillo y circular con la inscripción “Only god can rescue our nation now” (solo Dios puede rescatar nuestra nación ahora). Lleva en el pecho el emblema de la rosa roja que es el símbolo nacional británico y representa la paz y la unidad del país. Y entonces, frente a todo ese desmadre que se sucede frente a mí en singular espectáculo, permanezco parado en el pequeño oasis que representa el monumento. En él no faltan flores y hay pequeñas cruces de madera que recuerdan a familiares y amigos, a padres y abuelos caídos en aquellas acciones, y además todo está impecable, limpio, fríamente disciplinado y en estricto orden. No hay paredes pintadas ni graffitis sobre las estatuas, ni suciedad a la vista ni en los alrededores. Todo está como debe estar, en armonía con esas graves y elegantes estatuas. Entonces me digo claro, allí está la diferencia, estos tipos cuidan el detalle. Es un país sin complejos históricos. Saben que con los héroes y con la Historia no se juega, y por eso no utilizan a sus muertos como arma arrojadiza. Son ecuánimes y saben tomar distancia. Me gusta eso.
Pienso en ello mientras recuerdo inevitablemente lo que leí en la prensa sobre mi país hace unos meses: en Buenos Aires, dos veteranos pilotos argentinos supervivientes de los ataques aéreos contra la flota británica en 1982 eran insultados cuando fueron invitados a contar sus experiencias en un colegio de la ciudad. Habían sido llamados para dar una charla y se llenó el aula, pero, en cuanto abrieron la boca, dos alumnos mocosos y un adulto sacaron a relucir los 30.000 desaparecidos de la represión y la infame maniobra que fue Malvinas para el régimen militar. Eran ciertos ambos extremos, sobre los que aún se debate, y con razón, en Argentina; pero sin ninguna relación con el motivo de la charla, pues los dos pilotos, que durante la guerra tenían veintipocos años, habían sido invitados a la escuela para que hablasen de los combates aéreos que protagonizaron, de los compañeros derribados mientras atacaban a los barcos ingleses, del sacrificio suicida de aquellos jóvenes que, volando en sus Skyhawks al límite de las reservas de combustible, a diez metros sobre el mar y con salpicaduras de las olas en el parabrisas, se metieron entre la implacable defensa aérea enemiga y murieron sin rechistar, sencillamente, cumpliendo con su deber y con su oficio.
No les dejaron ni contarlo. Con la aprobación y el aplauso de alumnos y padres de ambos sexos, los dos mocosos y el adulto centraron sus preguntas exclusivamente sobre la dictadura militar, reprochando a los dos veteranos que hubieran ido allí a hablar de otra cosa. Les insultaron y les dijeron “milicos de mierda”, como se suele llamar casi siempre en Argentina a los hombres y mujeres que defienden patrimonios históricos relacionados con cualquier cosa vinculada a lo militar. Y entonces, con calma, los dos viejos veteranos recogieron sus cascos de vuelo y volvieron a colocarse sus chaquetas (porque así vestidos concurren siempre, orgullosos, a cada charla o cada evento al que son convocados), y se largaron en silencio de aquel auditorio hostil donde no eran bienvenidos, sin haber podido hablar de nada.
Parado frente a las impecables estatuas de bronce, en esta ciudad gris y melancólica, pienso ahora que Inglaterra tiene cosas muy criticables que resultan chocantes para el resto del mundo, como el colonialismo o la antigua piratería, pero sin dudas también hay que reconocerles algo: tienen un profundo respeto por sus héroes y por las batallas que libraron, y una unión cívica frente al desastre que resulta emocionante de ver. Además son una sociedad ecuánime; siempre intentan ver alguna virtud en su enemigo, como en aquel vídeo real que vi de la guerra de las Malvinas, cuando un piloto argentino, durante una batalla, volando impávido al ras del agua en su caza de ataque, entre el intenso fuego antiaéreo, se eleva un poco para lanzar sus bombas y pasa rozando el palo de la fragata desde la que le disparan; y desde el otro barco cercano, desde el que están filmando la escena, se escuchan los gritos de admiración y los aplausos de los marinos ingleses.
Son las cinco de la tarde y la noche ya cayó sobre la vieja ciudad recostada sobre el río. Camino por una orilla en dirección a Spitalfields y entonces recuerdo unas líneas de Joseph Conrad, escritas en la primera parte de El corazón de las tinieblas: “cuando camines por los cauces bajos del Támesis, honra la memoria de los hombres y los barcos que han regresado al reposo del hogar o partido hacia las batallas del océano. Aguas que han transportado a aventureros y colonos, buscadores de oro y de fama, almirantes, marineros, capitanes, mercaderes, oscuros traficantes o nobles sacerdotes, empuñando la espada y otras veces la antorcha, mensajeros todos ellos del poder y de su patria”. Tiemblo por un instante. Tal vez sea el frío o la humedad.
El viento barre las piedras de las calles espejadas por la lluvia. Vuelvo a mi habitación de mala muerte en un antiguo suburbio del este con los puños apretados y hundidos en los bolsillos, y masticando mis propios recuerdos de aquella patria ingrata y cruel de donde me tocó emigrar. Tengo por delante un camino largo y voy pensando. Claro, estos tipos creen en el detalle y en la caballerosidad. Por eso han sabido dominar el mundo con precisión y crueldad.
Como dijo mi amigo Guillermo, cada sociedad tiene el país que se merece. Es cierto, me digo. Por eso mis paisanos son tan despreciables en la mayoría de las derrotas y tan crueles en las pocas victorias. En cambio estos británicos se han ganado su reputación a punta de siglos de temple, voluntad y determinación, peleando contra todos en batallas que duran hasta hoy. Un pueblo de guerreros, poetas y marinos. 
Recuerdo a los dos pilotos veteranos siendo insultados en la escuela, y recuerdo a aquel imbécil que me escupió el uniforme en el tren mientas viajaba de Bahía Blanca a Constitución, en mis tiempos de soldado. 
Pateo una piedrita y sigo caminando. El hotelucho y una comida caliente ya están cerca. 
A veces hay broncas que quedan en la memoria y se olvidan por un tiempo, y luego vuelven y se largan de nuevo, pero nunca se van del todo.

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