Paseo por Londres, sin prisas, en una de esas tardes frías y lluviosas
que dieron fama a esta ciudad recostada sobre el Támesis. A pesar de todo es un
lugar tranquilo, me digo, que ni las hordas de turistas ensayando poses
ridículas frente a sus teléfonos móviles logran desgraciar. Vengo de ver el
cambio de guardia en el Palacio de Buckingham, temprano por la mañana, y de
almorzar en un mercadillo al aire libre bajo un puente de hierro donde pululan
los mendigos; y en la esquina de un enorme parque descubro el monumento. Es un
lugar conmovedor, pues muestra las figuras de siete hombres, soldados todos
(aviadores británicos que murieron cumpliendo con su deber sobre Alemania
durante la Segunda Guerra Mundial), vestidos con sus uniformes de vuelo y sus
pertrechos y sus radios y todo aquello que usaban, en unas actitudes serenas y
muy dignas. Son tipos muertos de verdad, piensa uno cuando los ve. Se ve que realmente
lo están. Parecen fantasmas melancólicos.
El monumento se encuentra casi frente a la casa de Wellington, en la
entrada oeste del Green Park, y de verdad que vale mucho la pena darle un
vistazo. Estatuas de unos tipos que murieron mientras bombardeaban Alemania,
causando centenares de miles de víctimas (un solo escuadrón de bombardeo era
capaz de arrasar el centro urbano de una ciudad en apenas media hora en mitad
de la noche y así ocurrió, por ejemplo, en Dresde, donde en solo dos noches
palmaron 30 mil civiles). Y sin embargo, la idea del monumento pretende quedar
por encima del horror: combatían por su patria, cumplían con su deber y cayeron
como héroes. Punto. Lo demás puede (y naturalmente debe), discutirse en otros
lugares. Pero aquí solo se trata de honrar a hombres valientes. A héroes de
guerra.
Contemplo las figuras de bronce, brillantes por la lluvia que cae ahora
como finos hilos de plata, y paso la mano sobre el relieve dorado que aparece
al pie de la base de mármol: "Memorial inaugurado por Su Majestad la Reina
Elizabeth II", se lee en estricto inglés. Frente al monumento hay una
protesta de gente que se manifiesta contra el Brexit. Ciudadanos comunes golpeando
cacharros y gritando consignas contra Boris Johnson. Individuos indignados porque
unos pocos políticos idiotas les quieren arrebatar su histórica y muy arraigada
identidad europeísta. Estos ciudadanos que protestan son ingleses,
indudablemente, pero primero son europeos.Todos están exaltados y rodean el
lugar pero nadie, absolutamente nadie se atreve a profanar el monumento. Un
hombrecillo viejo de bigotes blancos y corbata azul deambula por la calle con
un cartel amarillo y circular con la inscripción “Only god can rescue our
nation now” (solo Dios puede rescatar nuestra nación ahora). Lleva en el pecho
el emblema de la rosa roja que es el símbolo nacional británico y representa la
paz y la unidad del país. Y entonces, frente a todo ese desmadre que se sucede
frente a mí en singular espectáculo, permanezco parado en el pequeño oasis que
representa el monumento. En él no faltan flores y hay pequeñas cruces de madera
que recuerdan a familiares y amigos, a padres y abuelos caídos en aquellas
acciones, y además todo está impecable, limpio, fríamente disciplinado
y en estricto orden. No hay paredes pintadas ni graffitis sobre las estatuas,
ni suciedad a la vista ni en los alrededores. Todo está como debe estar, en
armonía con esas graves y elegantes estatuas. Entonces me digo claro, allí está
la diferencia, estos tipos cuidan el detalle. Es un país sin complejos
históricos. Saben que con los héroes y con la Historia no se juega, y por eso
no utilizan a sus muertos como arma arrojadiza. Son ecuánimes y saben tomar
distancia. Me gusta eso.
Pienso en ello mientras recuerdo inevitablemente lo que leí en la prensa
sobre mi país hace unos meses: en Buenos Aires, dos veteranos pilotos
argentinos supervivientes de los ataques aéreos contra la flota británica en
1982 eran insultados cuando fueron invitados a contar sus experiencias en un
colegio de la ciudad. Habían sido llamados para dar una charla y se llenó el
aula, pero, en cuanto abrieron la boca, dos alumnos mocosos y un adulto sacaron
a relucir los 30.000 desaparecidos de la represión y la infame maniobra que fue
Malvinas para el régimen militar. Eran ciertos ambos extremos, sobre los que
aún se debate, y con razón, en Argentina; pero sin ninguna relación con el
motivo de la charla, pues los dos pilotos, que durante la guerra tenían veintipocos
años, habían sido invitados a la escuela para que hablasen de los combates
aéreos que protagonizaron, de los compañeros derribados mientras atacaban a los
barcos ingleses, del sacrificio suicida de aquellos jóvenes que, volando en sus
Skyhawks al límite de las reservas de combustible, a diez metros sobre el mar y
con salpicaduras de las olas en el parabrisas, se metieron entre la implacable
defensa aérea enemiga y murieron sin rechistar, sencillamente, cumpliendo con
su deber y con su oficio.
No les dejaron ni contarlo. Con la aprobación y el aplauso de alumnos y
padres de ambos sexos, los dos mocosos y el adulto centraron sus preguntas
exclusivamente sobre la dictadura militar, reprochando a los dos veteranos que
hubieran ido allí a hablar de otra cosa. Les insultaron y les dijeron “milicos
de mierda”, como se suele llamar casi siempre en Argentina a los hombres y
mujeres que defienden patrimonios históricos relacionados con cualquier cosa
vinculada a lo militar. Y entonces, con calma, los dos viejos veteranos
recogieron sus cascos de vuelo y volvieron a colocarse sus chaquetas (porque
así vestidos concurren siempre, orgullosos, a cada charla o cada evento al que
son convocados), y se largaron en silencio de aquel auditorio hostil donde no
eran bienvenidos, sin haber podido hablar de nada.
Parado frente a las impecables estatuas de bronce, en esta ciudad gris y
melancólica, pienso ahora que Inglaterra tiene cosas muy criticables que
resultan chocantes para el resto del mundo, como el colonialismo o la antigua
piratería, pero sin dudas también hay que reconocerles algo: tienen un profundo
respeto por sus héroes y por las batallas que libraron, y una unión cívica
frente al desastre que resulta emocionante de ver. Además son una sociedad
ecuánime; siempre intentan ver alguna virtud en su enemigo, como en aquel vídeo
real que vi de la guerra de las Malvinas, cuando un piloto argentino, durante
una batalla, volando impávido al ras del agua en su caza de ataque, entre el
intenso fuego antiaéreo, se eleva un poco para lanzar sus bombas y pasa rozando
el palo de la fragata desde la que le disparan; y desde el otro barco cercano,
desde el que están filmando la escena, se escuchan los gritos de admiración y
los aplausos de los marinos ingleses.
Son las cinco de la tarde y la noche ya cayó sobre la vieja ciudad recostada
sobre el río. Camino por una orilla en dirección a Spitalfields y entonces
recuerdo unas líneas de Joseph Conrad, escritas en la primera parte de El
corazón de las tinieblas: “cuando camines por los cauces bajos del Támesis,
honra la memoria de los hombres y los barcos que han regresado al reposo del
hogar o partido hacia las batallas del océano. Aguas que han transportado a
aventureros y colonos, buscadores de oro y de fama, almirantes, marineros, capitanes,
mercaderes, oscuros traficantes o nobles sacerdotes, empuñando la espada y
otras veces la antorcha, mensajeros todos ellos del poder y de su patria”. Tiemblo
por un instante. Tal vez sea el frío o la humedad.
El viento barre las piedras de las calles espejadas por la lluvia.
Vuelvo a mi habitación de mala muerte en un antiguo suburbio del este con los
puños apretados y hundidos en los bolsillos, y masticando mis propios recuerdos
de aquella patria ingrata y cruel de donde me tocó emigrar. Tengo por delante un
camino largo y voy pensando. Claro, estos tipos creen en el detalle y en la
caballerosidad. Por eso han sabido dominar el mundo con precisión y crueldad.
Como dijo mi amigo Guillermo, cada sociedad tiene el país que se merece. Es cierto, me digo. Por eso
mis paisanos son tan despreciables en la mayoría de las derrotas y tan crueles
en las pocas victorias. En cambio estos británicos se han ganado su reputación
a punta de siglos de temple, voluntad y determinación, peleando contra todos en batallas que duran hasta hoy. Un pueblo de guerreros, poetas y marinos.
Recuerdo a los dos pilotos
veteranos siendo insultados en la escuela, y recuerdo a aquel imbécil que me
escupió el uniforme en el tren mientas viajaba de Bahía Blanca a Constitución, en mis
tiempos de soldado.
Pateo una piedrita y sigo caminando. El hotelucho y una comida caliente ya están cerca.
A veces hay broncas que quedan en la memoria y se olvidan por un tiempo, y luego vuelven y se largan de nuevo, pero nunca se van del todo.
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