Sebastian Galarza, Luzern, Suiza.
En los inicios de una nueva década, nadie sabe ya cuál es la posición de
Estados Unidos de cara al mundo. A medida que Washington promete todo y no
cumple nada, las potencias regionales han empezado a buscar sus propias
soluciones, mediante la violencia o la diplomacia.
Los conflictos locales en el diverso mosaico global reproducen
tendencias mundiales. Sus formas de encenderse, desarrollarse, persistir y
llegar a una solución reflejan los cambios en las relaciones entre las grandes
potencias, la intensidad de su rivalidad y el grado de ambición de los actores
regionales. Así se ponen de manifiesto cuestiones que obsesionan a la opinión
pública internacional. Hoy, esas guerras "de baja intensidad" cuentan
la historia de un sistema global atrapado en las primeras olas de un cambio
trascendental y unos líderes regionales al tiempo envalentonados y asustados
por las oportunidades que ofrece esa transición.
El tiempo dirá hasta qué punto el unilateralismo en las transacciones,
el desprecio a los aliados tradicionales y el coqueteo con los rivales de
siempre que está mostrando Estados Unidos perdurará, y en qué medida
desaparecerá cuando acabe la presidencia de Donald Trump. No obstante, sería
difícil negar que algo está en marcha. Las relaciones y el equilibrio de poder
que antes servían de base al orden mundial (por más que fueran imperfectos
injustos y problemáticos), ya no funcionan. Washington desea conservar las
ventajas de su liderazgo y se muestra reacio a soportar las cargas que entraña.
Como consecuencia, es culpable del pecado cardinal de cualquier gran potencia:
permitir que crezca el abismo entre los fines y los medios. En estos tiempos,
ni los amigos ni los enemigos saben del todo cuál es la posición de Estados
Unidos.
Los roles de las otras grandes potencias también están cambiando. China
muestra la paciencia de una nación segura de tener cada vez más influencia,
pero sin prisa por ejercerla. Escoge sus batallas y se centra en las que
considera prioritarias: el control interno y la represión de la posible
disidencia (como en Hong Kong o en las detenciones masivas de musulmanes en
Xinjiang), los Mares del Sur y de China Oriental y la incipiente guerra
tecnológica con Estados Unidos. Todo lo demás son objetivos a largo plazo.
Rusia, por el contrario, es un país impaciente, agradecido por el poder
que le han otorgado éstas circunstancias extraordinarias y deseoso de
reafirmarlo antes de que sea demasiado tarde. La política exterior de Moscú es
oportunista, consistente en aprovechar las crisis en su propio beneficio,
aunque es posible que esa sea hoy toda la estrategia que se necesita. Trata de
demostrar que es un socio más sincero y fiable que las potencias occidentales y
respalda a algunos aliados con ayuda militar directa, mientras que en otros,
como Libia y África Subsahariana, envía a contratistas privados para dejar clara
su creciente influencia.
Para todas estas potencias, la prevención y la resolución de conflictos
tienen escaso valor intrínseco. Juzgan las crisis en función de lo beneficiosas
o perjudiciales que pueden ser para sus intereses, cómo pueden promover o debilitar
los de sus rivales. Europa podría ser un contrapeso, pero, precisamente cuando
debería llenar el hueco, está debatiéndose con sus turbulencias internas, las
desavenencias entre sus líderes y una obsesión con el terrorismo y la
inmigración que, a menudo, pervierte la política.
Las consecuencias de estas tendencias geopolíticas pueden ser letales.
La fe exagerada en ayudas externas puede distorsionar los cálculos de los
actores locales, empujarlos hacia posiciones inflexibles y alentarles a correr
riesgos contra los que creen estar inmunizados. En Libia, la crisis corre
peligro de sufrir una metástasis porque Rusia está interviniendo en favor de un
general que se dirige a la capital, Estados Unidos transmite mensajes ambiguos,
Turquía amenaza con acudir al rescate del Gobierno y Europa (a muy corta
distancia), exhibe su impotencia en medio de divisiones internas. En Venezuela,
la obstinación del Gobierno, alimentada por la convicción de que Rusia y China
van a amortiguar su caída económica, choca con la falta de realismo de la
oposición, reforzada por las insinuaciones estadounidenses de que va a derrocar
al presidente Nicolás Maduro.
Siria (una guerra que no aparece en esta lista), ha sido un microcosmos
de todas estas tendencias: allí, Estados Unidos combina la grandilocuencia de
la potencia hegemónica con la postura del espectador. Los actores locales (como
los kurdos) se sienten alentados por las promesas desmesuradas de Estados
Unidos y decepcionados cuando no las cumple. Rusia, por su parte, defiende a su
brutal aliado, mientras que otros países de la zona (en concreto, Turquía)
tratan de aprovecharse del caos.
Las malas noticias pueden contener un lado positivo. A medida que los
dirigentes ven las limitaciones del respaldo de sus aliados, empiezan a comprender
verdaderamente la realidad. Arabia Saudí, animada inicialmente por el aparente
cheque en blanco del gobierno de Trump, hizo una demostración de fuerza
regional hasta que una serie de osados ataques iraníes y la falta de reacción
de Estados Unidos demostraron al reino del Golfo hasta qué punto estaba en
peligro, lo que le obligó a buscar un acuerdo en Yemen y, tal vez, relajar la
tensión con Irán.
Para muchos estadounidenses, Ucrania evoca un sórdido caso de
intercambio de favores y el proceso político que puede llevar a la destitución
de Trump. Pero para su nuevo presidente, Volodímir Zelenski, que se encuentra
en el ojo de ese huracán, la prioridad es acabar con la guerra en el este del
país, un objetivo para el que parece ser consciente de que Kiev necesitará
hacer concesiones.
Hay otros que quizá puedan reajustar también sus posturas: quizá el
gobierno afgano y otros poderosos antitalibanes acepten que las tropas
estadounidenses no van a estar siempre allí, e Irán y el régimen de Siria vean
que las nuevas bravatas de Rusia en Oriente Medio no los protege contra los
ataques israelíes. Puede que no se queden totalmente abandonados a su suerte,
pero, si el apoyo de sus aliados solo llega hasta cierto punto, es posible que
vuelvan a bajar a la tierra. El realismo tiene sus ventajas.
Existe otra tendencia que merece nuestra atención: el fenómeno de las
protestas masivas en todo el mundo. Es un descontento igualitario, que sacude
países gobernados por la izquierda y por la derecha, democracias y autocracias,
ricos y pobres, de Latinoamérica a Asia, pasando por África. Especialmente
llamativas son las de Oriente Medio, porque muchos observadores pensaban que
las ilusiones rotas y los terribles baños de sangre que siguieron a las
revoluciones de 2011 serían disuasorios.
Los manifestantes han aprendido, se plantean la lucha a largo plazo y,
en su mayoría, evitan la violencia, que hace el juego a los gobernantes a los
que se oponen. Las élites políticas y militares han aprendido también, y
recurren a medios diversos para capear el temporal. En Sudán, seguramente uno
de los casos más positivos de este último año, las protestas desembocaron en la
caída del histórico autócrata Omar al Bashir y pusieron en marcha una
transición que quizá traiga un orden más democrático y pacífico. En Argelia, en
cambio, los dirigentes se han limitado a mover las sillas. En muchos otros
países, demasiados, han recurrido a la represión. Aun así, en casi todos, sigue
vivo el sentimiento de injusticia económica que sacó a la gente a la calle.
Si los gobiernos, viejos o nuevos, no son capaces de abordarlo, es de
prever que este año arderán más ciudades.
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