En el año 2004 y durante mi primera misión junto a las Fuerzas Especiales, fui enviado al norte del Perú, a una base de entrenamiento en plena selva amazónica donde se adiestraban soldados para un estilo de guerra llamada "no convencional".
Los militares la denominan "Guerra irregular" o "Contrainsurgencia", aunque este tipo de lucha se conoce mas usualmente con el nombre de "Guerrilla".
Antes de que me dieran ese boleto gratis rumbo a unas "vacaciones” al sur de Colombia, pasé lo mejor que pude el entrenamiento de combate simulando la guerra. Nos hacían vivir en una situación de guerra permanente, con el objetivo final del adiestramiento.
En la jungla transcurrían nuestras jornadas practicando técnicas de patrulla, marchando durante todo el día con un calor aproximado a los 40 grados de temperatura, una humedad del 90 % y una mochila de 25 kg a la espalda.
Pasábamos algunas noches avanzando bajo el hostigamiento de un enemigo fantasma, invisible, que golpeaba con fuego real sobre nuestras cabezas y se desvanecía luego sin dejar rastro, igual que un fantasma que tomaba la forma de helechos gigantes y de enormes árboles de caucho, para esfumarse luego entre la niebla.
Algunas mañanas amanecíamos hundidos hasta el cuello en ciénagas apestosas, intentando respirar entre miles de insectos que devoraban nuestros rostros.
La lluvia y la humedad no nos dejaban dormir secos. Caían incesantemente sobre nosotros como un látigo de cañas, de día y de noche. Dormir colgados y mojados en una hamaca de lona, era una actividad más parecida a la tortura que al descanso.
El entrenamiento se llamaba “líder de la jungla”, y consistía en enseñarnos a conservar la calma, y a concentrarnos bajo situaciones extremas o de máxima tensión. En dos semanas ya habíamos perdido entre 7 y 8 kg de peso corporal, a medida que la mochila aumentaba de peso, empapada por la lluvia caprichosa.
Era un campamento similar al que posee la Legión Extranjera francesa en la región del Camopí, en Guyana.
Lo que sigue es un fragmento del diario de campaña que escribí durante mi estadía en aquel lugar, entre mediados de mayo y fines de julio de 2004.
Julio 5. Miércoles.
Salimos a las cinco de la madrugada, la hora previa al comienzo de la claridad. Seguimos caminando por la margen del arroyo. Llovió mucho. El calor agobiante de la bóveda selvática dio paso a un viento fresco que nos alivió fugazmente el agotamiento. La deshidratación se sintió en el cuerpo. Estábamos cansados y empapados.
No logramos mantener limpios los mecanismos del fusil. La recámara del arma se ensucia muy a menudo por una especie de pasta que se forma con el barro y la humedad. Hay que limpiarla todo el tiempo. Todo transpira, hasta el metal. Es increíble, no había visto esto antes. Al caer la noche, a eso de las seis, llegamos al linde de unas chozas e hicimos un reconocimiento. Al ver que estaba vacía encendimos allí un fuego, para evitar enfermarnos por el frío de la mojadura. Hemos dejado atrás el arroyo por donde veníamos.
Julio 8. Sábado.
Pasamos el día caminando por una especie de manglar mezclado con pantano, nuevamente con espinas que nos desgarran la ropa y la carne. Infernal. No hay como cortarla, porque además tiene raíces. Al chocar con las raíces, el machete puede saltar y cortarte.
Sólo el sargento Mateo y Tari, probados macheteros, se atreven a abrir sendas en ese infierno terrenal.
¡Que estupidez! Y los curas nos quieren meter miedo con el otro infierno allá en el cielo.
Los militares la denominan "Guerra irregular" o "Contrainsurgencia", aunque este tipo de lucha se conoce mas usualmente con el nombre de "Guerrilla".
Antes de que me dieran ese boleto gratis rumbo a unas "vacaciones” al sur de Colombia, pasé lo mejor que pude el entrenamiento de combate simulando la guerra. Nos hacían vivir en una situación de guerra permanente, con el objetivo final del adiestramiento.
En la jungla transcurrían nuestras jornadas practicando técnicas de patrulla, marchando durante todo el día con un calor aproximado a los 40 grados de temperatura, una humedad del 90 % y una mochila de 25 kg a la espalda.
Pasábamos algunas noches avanzando bajo el hostigamiento de un enemigo fantasma, invisible, que golpeaba con fuego real sobre nuestras cabezas y se desvanecía luego sin dejar rastro, igual que un fantasma que tomaba la forma de helechos gigantes y de enormes árboles de caucho, para esfumarse luego entre la niebla.
Algunas mañanas amanecíamos hundidos hasta el cuello en ciénagas apestosas, intentando respirar entre miles de insectos que devoraban nuestros rostros.
La lluvia y la humedad no nos dejaban dormir secos. Caían incesantemente sobre nosotros como un látigo de cañas, de día y de noche. Dormir colgados y mojados en una hamaca de lona, era una actividad más parecida a la tortura que al descanso.
El entrenamiento se llamaba “líder de la jungla”, y consistía en enseñarnos a conservar la calma, y a concentrarnos bajo situaciones extremas o de máxima tensión. En dos semanas ya habíamos perdido entre 7 y 8 kg de peso corporal, a medida que la mochila aumentaba de peso, empapada por la lluvia caprichosa.
La base de entrenamiento estaba ubicada en una zona geográfica muy particular, hundida en la espesura de la selva fronteriza con Colombia.
Era un sitio en donde tropas de otros países ya habían entrenado antes, lo cual le daba al lugar una reputación espartana y brutal.
El campamento pertenecía a la Infantería de Marina del Perú, con apoyo logístico y equipamiento provisto por Estados Unidos.Era un sitio en donde tropas de otros países ya habían entrenado antes, lo cual le daba al lugar una reputación espartana y brutal.
Era un campamento similar al que posee la Legión Extranjera francesa en la región del Camopí, en Guyana.
Lo que sigue es un fragmento del diario de campaña que escribí durante mi estadía en aquel lugar, entre mediados de mayo y fines de julio de 2004.
Julio 5. Miércoles.
Salimos a las cinco de la madrugada, la hora previa al comienzo de la claridad. Seguimos caminando por la margen del arroyo. Llovió mucho. El calor agobiante de la bóveda selvática dio paso a un viento fresco que nos alivió fugazmente el agotamiento. La deshidratación se sintió en el cuerpo. Estábamos cansados y empapados.
No logramos mantener limpios los mecanismos del fusil. La recámara del arma se ensucia muy a menudo por una especie de pasta que se forma con el barro y la humedad. Hay que limpiarla todo el tiempo. Todo transpira, hasta el metal. Es increíble, no había visto esto antes. Al caer la noche, a eso de las seis, llegamos al linde de unas chozas e hicimos un reconocimiento. Al ver que estaba vacía encendimos allí un fuego, para evitar enfermarnos por el frío de la mojadura. Hemos dejado atrás el arroyo por donde veníamos.
Julio 8. Sábado.
Pasamos el día caminando por una especie de manglar mezclado con pantano, nuevamente con espinas que nos desgarran la ropa y la carne. Infernal. No hay como cortarla, porque además tiene raíces. Al chocar con las raíces, el machete puede saltar y cortarte.
Sólo el sargento Mateo y Tari, probados macheteros, se atreven a abrir sendas en ese infierno terrenal.
¡Que estupidez! Y los curas nos quieren meter miedo con el otro infierno allá en el cielo.
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