"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

lunes, 29 de agosto de 2011

Los pasajeros del "Santarém"


(Un viaje en barco rumbo a Leticia, Colombia, en el año 2004)

Mis manos se enrojecían al ajustar el nudo de la hamaca. 
Repasaba mentalmente la lista de aquellas pequeñas cosas que no podía olvidarme: un recipiente para llevar el agua, pastillas contra la malaria, mapas y libros para los momentos de ocio, mi cuchillo y la cámara fotográfica. 
Una tibia gota de transpiración rodó por mi frente y cayó sobre mi brazo. Las expectativas crecían en igual proporción que los nervios. Tiré por última vez de la soga y decidí ir a caminar para combatir la ansiedad que me sofocaba. Faltaban casi dos horas para zarpar y el barco permanecía vacío. Apenas un frágil rayo de sol se adueñaba de uno de los rincones.
Había dejado atrás, aunque sea por unos días, la vida a la intemperie y los peligros de la frontera. Disfrutaba de mi período de descanso y decidí viajar al este, buscando un oriente desconocido, exótico, casi clandestino. Había dejado las armas en el campamento y por un momento me sentí desnudo, inseguro en aquel lugar tan luminoso como sombrío. Pero pronto me serené.
Cambiar mi uniforme camuflado por ropas de civil, hacía que me viera como un turista, uno de esos tipos a los que todo les sorprende, y que van por el mundo sacando fotos y haciendo preguntas estúpidas en un difícil castellano. Ese no era un lugar muy conveniente para ser soldado, por lo que era necesario pasar desapercibido.
La noche anterior había intentado aplacar mi soledad en un bar oscuro en las orillas del mercado flotante. El sonido de cumbias y huaynos flotaba en el aire endulzando el ambiente junto a la atención esmerada de mujeres semidesnudas de piel tostada y grandes pechos. El olor a cerveza barata penetraba en el lugar y me sentí enfermo, quizás por el efecto de las pastillas de mefloquina que había tomado en la tarde, con el fin de evitar la malaria.  
Sentado en la barra de aquel burdel perdido, contemplé y aprendí acerca de esa realidad que me rodeaba. La noche en el trópico cae rápido, y la escasez de energía que asola a esos lugares le da a esa transición abrupta un cariz amenazador. El callejón de al lado emitía el resplandor azulado de televisores alimentados por generadores portátiles. Era la hora mágica en el mercado flotante de Belén.
Cuando regresé al dormitorio del barco, la serenidad se había extinguido: una infinidad de hamacas encimadas entre sí habían conquistado el lugar. Pendían en anárquicas hileras. No tuve más opción que colgar la mía más arriba por lo que inevitablemente dormiría más cerca del techo que del piso. Mientras los viajeros se instalaban, afuera se despedía gris, el puerto de Iquitos, capital del departamento de Loreto en el corazón de la amazonia peruana que comparte frontera con Leticia en Colombia. Unos perros escuálidos husmeaban en el barro, mientras un hombre descalzo con sus pantalones arremangados exponía una variedad de pescados. Al lado, una mujer de paso cansino cargaba frutas de brillantes colores. De pronto, todo comenzó a hacerse más pequeño hasta que desapareció: el espeso río Amazonas y la selva acapararon el cuadro. Ambos dominarán el mundo durante dos días hasta llegar a Colombia.
Desde la cubierta del barco clavé la mirada en el agua, esperando que se asomara algún delfín rosado que el monstruoso manantial no quiso regalarme. Resolví volver hasta mi hamaca y me recosté para comprobar si soportaba mi peso. De a cuotas, lentamente, descendí hasta casi llegar al cuerpo de un escocés que descansaba debajo mío. Evité la colisión con un salto a tiempo. Un joven de una poblada barba se acercó y con una simpleza exasperante amarró el nudo flojo de mi hamaca . Con él compartiría la mayor parte de mi estadía en el barco. Supe que había nacido en Chile pero vivía en Brasil, estudiaba Teología y se encaminaba a convertirse en sacerdote. Viajaba hacia unas comunidades de ribeiriños, pescadores pobres que viven en la orilla del río en medio de la frondosa e inmensa selva. Una templada indignación se infiltraba en sus palabras cuando se refería a las empresas que la estaban deforestando, explotando ilimitadamente sus recursos en aras de un progreso que nunca llegó. Escuché el grito desaforado de una selva moribunda. “A muchos pobladores las mismas empresas les pagan para callarlos y así destruyen todo”, escupió con una creciente bronca. Entendí que compartíamos una misma visión sobre el mundo a pesar de que nos alejaba su fe en la religión, y mi condición de guerrero.
Unas horas después de partir, nos detuvimos en un paraje orillero. No sería la única vez. Los barcos que transitan por el Amazonas conectan minúsculos poblados que se esconden en la selva. Además constituyen el único medio para acercar provisiones a estos lugares remotos. Traen consigo carnes, harina, legumbres, arroz y hasta medicinas. También algunos habitantes de estos pagos responden a la llamada de la sirena del barco acercándose para vender frutas y verduras.
El calor expandía sus lenguas de fuego y machacaba nuestros cuerpos; los mosquitos se burlaban de cuanto repelente se podía usar así que huí, esquivando hamacas y cuerpos, hacia el comedor para almorzar. Una olla humeante repleta de arroz con pollo seducía a los comensales. Comíamos en grupos de quince personas todos juntos en una mesa larga. Éramos anónimos y una numerosa familia a la vez. En el barco, compartíamos nuestras vidas, se mezclaban experiencias y se escuchaban secretos prohibidos. Nadie juzgaba. Se podía palpar la libertad.
A la noche, la cubierta se disfrazaba de cantina para encender un pasajero pero intenso festejo. Fumé un habano de tabaco puro que tosieron mis pulmones vírgenes. Entre gritos y risas, un colombiano moreno y un brasileño que hablaba castellano me enseñaron un juego que nunca aprendí y después de un rato quedamos solo el colombiano y yo. Se llamaba José y era la décima vez que viajaba en el barco. Se había casado hacía unos meses con una socióloga a la que veía poco por sus viajes. Después de nutrirse con un nuevo vaso de ron reveló que viajaba para investigar nuevas rutas para el tráfico de drogas. Decía que con la época de lluvias el río crecía e inundaba parte de la selva. Entonces las lanchas podían esconderse en la vegetación cuando las persigue la policía. 
“Te cuento esto porque cuando te bajes del barco no nos vemos más”, admitió.
El tiempo se congeló en un silencio insoportable. No supe como sostener la mirada ni fabricar una respuesta. Por un instante quise fugarme pero el misterio sometió a todo lo demás y seguí escuchando. Entonces, contó que uno de sus hermanos estaba preso. El otro había salido de la cárcel recientemente. José estaba cansado, quería parar. Anhelaba encontrar otra vida para su esposa y su hijo recién nacido.
El sonido suave de una calimba me despertó temprano. Se trata de un instrumento que consiste en una pequeña caja de resonancia que posee una fila de teclas de metal que al ser pulsadas producen un delicado sonido. Su dueño era un joven belga espigado que vagaba por el mundo sin una orientación pronosticada. Contaba que le repugnaba la opaca vida de las urbes y decidió, entonces, hacer de su vida un viaje perpetuo: hacía más de quince años que andaba errante por el mundo. Llevaba pocas cosas, una esmirriada mochila era todo su capital. Había que esforzarse para escuchar su voz, su presencia apaciguaba la atmósfera. Viajaba con dos suizos que conoció en Bolivia. Ellos eran dueños de una fábrica de chocolates, él un desposeído vagabundo solitario, y América Latina los había enredado.Mientras los suizos sacaban fotos repetitivamente, él me explicaba que su cámara eran sus ojos; le aterraba interrumpir la fragilidad de cada instante vivido.
Unas nubes grises envolvieron al cielo y el atardecer quedó atrapado entre la lluvia y el sol. El barco aminoró la velocidad hasta que los motores se apagaron. Flotábamos en silencio. El brasilero que me abrazaba la noche anterior, subió a una precaria lancha y se alejó del barco. No se veía ningún asentamiento cerca pero él y su lancha se encaminaban hacia la selva que en un momento los engulló. Los motores del barco volvieron a encenderse. Un chaparrón despidió el día y ahora navegábamos en la oscuridad. Aquella noche no hubo bailes en la cubierta. Un control de la policía naval interceptó el barco y durante casi dos horas se dispusieron a revisar minuciosamente a cada uno de los que viajábamos. Eran solo dos policías aunque sus gritos multiplicaban su presencia. Pedían pasaportes y despertaban abruptamente a todo el que dormía. Pude ver como a uno de los pasajeros le sacaban todo lo que llevaba en su mochila y se lo dejaban tirado, desparramado en el suelo. Tanta hostilidad parecía demasiado. Cuando terminó la inspección, volvió la calma. El suave vaivén de la hamaca hipnotizó los cuerpos y atrajo el sueño a la embarcación.
El cansancio de todo el viaje es ineludible durante el último día. El tramo final arroja el aroma de una despedida singular. Habíamos sido seres extraños en su pura cotidianeidad. Mundos alejados y opuestos se habían unido y ahora volvían a separarse pero mucho más enriquecidos que antes. Algunos esperaban ansiosos el reencuentro con su gente, otros buscaban alcanzar una nueva vida y también estabamos aquellos inquietos, ávidos de nuevas andanzas. Afuera comenzaban a dibujarse las casuchas de Leticia que yacía encerrada en la selva. El aire hervía y los mosquitos no dosificaban sus ataques.
Los motores pararon nuevamente. Se abría para mí una nueva ruta, nacían rumbos dispares por los que deambulaban los viajeros que habían compartido por un momento sus vidas. Al alejarme del puerto lentamente, veía el barco como un gran elefante blanco que echaba humo negro por su trompa con forma de chimenea. Descansaba sobre las aguas marrones del río, a la espera de nuevas historias para cobijar en su interior.

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