Era un sábado gris y frío. El sol tímido arrancaba las nubes del cielo como si fueran un vendaje, y exhibía su reflejo sobre las extrañas y marrones aguas del Sena.
Luego de recorrer París durante cinco días, me decidí por fin a iniciar la marcha rumbo a las afueras de la ciudad.
Salí de Les Halles y viajé en metro 4 estaciones hasta Fontenay Sous Bois, un pequeño pueblito con aspecto tranquilo, sembrado de pequeños cafés, panaderías y residencias familiares.
Los habitantes de aquel lugar comenzaban a sacudirse la modorra de un frío sábado por la mañana, y las panaderías desprendían desde sus chimeneas sabrosos aromas de croissants, baguettes y café. Una señora coqueta paseaba a un perrito ridículo con aspecto nervioso.
Bajé del tren en una estación desconocida y el viento helado me sacudió la cara de un cachetazo. Subí a un colectivo de la línea 124 que me llevó hasta Noguent sur Marne, y allí vi el primer cartel que anunciaba mi destino.
Caminé unas pocas cuadras por el Boulevard Strasbourg y giré a la izquierda. Estaba temblando.
Un nuevo cartel de reclutamiento anunciaba el rumbo del cuartel, mientras una extraña sensación me ganaba las piernas, que parecían de goma.
Mientras caminaba me di cuenta de que un hombre me seguía fijamente con la mirada, desde una ventana, y con su taza de café en una mano .
En el camino hacia la guardia había un edificio de monobloques que se levantaba como un gran elefante color crema. Y entonces mi tiempo se detuvo.
Vi el acceso de la guardia con su reja de barrotes color negro, y en esa mañana gris llegué por fin al fuerte medieval.
Era el Fort de Nogent, el cuartel de la Legión Extranjera Francesa en la ciudad de París.
Un soldado legionario estaba parado en la penumbra del acceso, y montaba guardia con su fusil "FAMAS" terciado al pecho. Me heló con la mirada cuando me presenté frente a él. Su impecable uniforme de camuflaje y el lustre de las botas, relucían bajo su impoluto quepis blanco.
Era el comienzo y el final de un largo camino de sueños y de alegrías, de penalidades y de euforias, de rechazos e ilusiones, de pasiones, de distancias e idealismo por la vida militar.
Había cruzado todo el mar y medio mundo para llegar hasta allí, a aquel último bastión del soldado internacional. Y de repente me encontré parado con mi mochila al hombro sobre mis piernas de goma, frente a la puerta donde miles de hombres de todo el mundo habían escrito sus historias, a veces fantásticas y gloriosas, otras veces oscuras y sombrías, pero todas ellas persiguiendo una misma causa: la de sentirse parte de aquel selecto club, admirados por todos donde iban y los primeros en partir en caso de conflicto. Le estaba viendo la cara a aquella vieja realidad por mucho tiempo soñada, pero a la vez despreciada.
Parado frente a las puertas de la mítica Legión Extranjera, recordé el manto de misterio que cubre la historia de esa vieja unidad de élite del Ejército francés, que fue creada en 1831 para proteger y extender el imperio colonial durante el siglo XIX.
Era para mi el final de una alocada aventura militar de virilidad y fortaleza, pero también una alarma de soledad y lejanía, en pos de responder al llamado del guerrero. Detrás de aquella reja estaba la Legión, esa que ha sido cantada, filmada, pintada y escrita, y que ahora mismo recuerdo como un susurro doloroso en la voz de Edith Piaf.
Supe que los legionarios eran soldados venidos de todos los rincones del mundo, y que se reunían en ese regimiento para luchar por ellos mismos y no por una bandera, y que su lema era “Legio, patria, nostra”, o la Legión es nuestro hogar.
Durante muchos años había acunado la idea de unirme a ellos, porque soñaba con ser parte de aquel grupo de intrépidos aventureros. Ese día vi por fin la puerta de aquel mundo extraño, desconocido para mí a pesar de mi probada experiencia de soldado.
Aquello era distinto, porque un sentimiento de inquietud me invitaba a cruzar la reja, a experimentar la sensación de ser realmente anónimo, al menos por un tiempo, y a desentrañar la incógnita de si los legionarios eran en verdad héroes románticos, o unos simples mercenarios.
Aquel día sentí nuevamente el antiguo y fuerte deseo que creía haber superado: el de unirme a ese grupo heterogéneo de patriotas nacionalistas, de aristócratas, de criminales curtidos, de antifascistas y anarquistas, de creyentes, ateos y aventureros, todos reunidos buscando el refugio o la acción bajo el famoso quepis blanco y las charreteras escarlata.
Hoy, repasando esas vivencias, ya desengañado y descreído de causa alguna, pesimista en general ante la vida, recuerdo mis andanzas por aquellos rumbos. Pero las recuerdo con la sonrisa cómplice del adulto que ve jugar a los niños, y me pregunto asombrado como alguna vez pude tragarme esos cuentos chinos de soldados, de banderas, de honores vacíos y de causas perdidas por los que matar o morir. Una juventud ilusa, a la que recurren los poderosos cuando necesitan derramar sangre por tonterías.
Pero, a pesar de todo, me sigue atrayendo la idea de que exista una Legión Extranjera, porque sigue resguardando el sueño utópico de todo soldado que se precie de ser tal, y porque esos hombres (por valientes o por estúpidos), tuvieron el coraje de arriesgar el pellejo por lo que creyeron justo. Y eso es más de lo que podemos afirmar la mayoría de nosotros.
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