En el año 1630, los soldados croatas defensores de Zagreb luchaban, a brazo partido, entre los trigales, las granjas de cerdos y los templos cristianos.
Luchaban contra el invasor turco otomano para, y al decir de ellos mismos: “evitar la peste islámica, desterrar la herejía musulmana y ahuyentar la mala suerte de ese sucio sacrilegio religioso”. Andaban empeñados en cortar pescuezos, y así matando limpiaban de turcos el propio terreno ocupado.
En París, y luego del combate, su majestad Luis XIV recibió con honores al regimiento vencedor. Los esperó en una plaza para celebrar la victoria. El Rey estaba chocho de recibir a aquellos duros croatas, soldados baratos, simples labradores de la tierra y pastores de oveja, que habían sido siempre fieles a sus patrones franceses.
Y entonces, a esos soldados croatas se les ocurrió una idea. Agregaron a sus uniformes un pedazo de trapo que les daba vuelta al cuello. Querían verse distinguidos para la ocasión de aquella real felicitación, y usaron para tal efecto varios tipos de género: desde la tosca tela de sus ropas de campesino, hasta el suave algodón mezclado con finas sedas traídas desde otros mundos. Todos estaban parados en posición de firmes, frente a aquel palco de París, mientras esperaban al Rey bajo una llovizna molesta caía desde el cielo plomizo en finos hilos de plata.
Con el pecho afuera lleno de orgullo y sus coloridos trapos al cuello esperaban, a que el Rey los expusiera como los vencedores de Croacia, al honorable servicio del colonialismo francés.
A los galantes aristócratas franceses que presenciaban la ceremonia, poco les importó la victoria de aquellos pobres granjeros vestidos de soldados, pero quedaron inmediatamente conquistados por aquel “elegante” estilo croata, maravillados con el brillante arcoíris que formaban esos trapos colgando alrededor de los pescuezos, coloridos y vivaces trozos de género bailando en la brisa de aquel encapotado día parisino.
Ese fue el día en el que unos trozos de tela flotaron sobre los cuerpos magullados de unos desconocidos hombres balcánicos, guerreros baratos, y que marcaría el nacimiento de una prenda de vestir infaltable en el armario actual de todo buen caballero, alejado, naturalmente, de la sangre, de los cerdos y de los muertos de aquellas sucias batallas.
De esa manera, aquel pedazo de trapo que viajó prendido de los cuellos de un regimiento de varones anónimos, desde las costas del Adriático a París, fue convertido en moda y presumido al mundo entero como una obra más de la gloriosa industria del buen gusto francés.
Y ahora, ante la justicia de la historia debemos reconocer entonces, que Croacia es el país madre de la corbata, así como Brasil lo es del café, Portugal del puerto, Suiza de los quesos y relojes, y que Francia es la madre de la moda prestigiosa, aunque debamos perdonarle el robo de la corbata, a los croatas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario