"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 29 de abril de 2018

Los desertores de Córcega


Me lo contó el viejo Hans en la cocina de su casa, en Suiza, una tarde de invierno mientras tomábamos unas grapas junto al fuego.
El capitán de este relato nunca supo quién diablos era Hemingway, ni tampoco le importaba. 
Era un hombre que tenía dos oficios para ganarse la vida: uno legal y el otro clandestino. De día y cuando el clima le dejaba, era pescador; uno de esos tipos de piel tostada y camiseta agujereada que deambulan por los mercados de los puertos los domingos por la mañana, negociando sus botines de sardinas y atunes. Por las noches y sin ausentarse nunca, era contrabandista de whisky y licor desde Córcega a Cerdeña. Navegaba siempre, contra vientos, olas y mareas.
Su lancha y él habían visto de todo: el mar golpeando de verdad, cuando Dios se pone loco, el viento helado que muerde la piel cuando atraviesa una mala ropa de lana, y esos atardeceres rojos en el Mediterráneo, que son un espectáculo después de una larga jornada de faena bajo el sol, porque ayuda a descansar la vista en ese espejo de paz.
Era un italiano de unos 50 años y fumador de tabaco fuerte. Tenía la piel curtida como lija de carpintero, el pelo canoso y corto, y los ojos color del mar. Le gustaban las mujeres fáciles y los hoteles baratos, los buenos alcoholes, estar rodeado de sus compañeros y, sobre todo, le gustaba su barca, que se llamaba Pietro, igual que él. 
Era uno de esos italianos duros, sin apellido y sin pasado, que deambulan por los muelles de los puertos provinciales.
El hecho ocurrió en 1962.
Esa noche de junio, el capitán Pietro preparaba su barca para zarpar desde la orilla francesa del Estrecho de Bonifacio rumbo al sur, a Cerdeña, Italia. 
El mar era un salpicón de piedras que salían de entre las crestas canosas de las olas, despeinadas cada tanto por rachas de viento de fuerza siete. Era una de esas noches a las que hasta los piratas rudos temen, porque saben que la furia despiadada del agua puede romper de repente el timón, dejando sin gobierno la embarcación a merced de los vientos excitados, como si fuera un juguete de madera de once metros de eslora.
Junto al capitán de aquel barco iba Hans, aprendiz de marinero, un joven suizo soñador y artista de 25 años, de pectorales anchos y complexión recia, que tenía la sed de aventuras pegada a los huesos, y los rasgos regulares pero sin finura de los mercenarios italianos del renacimiento, que eran mitad bandidos, mitad campesinos.
Cerca de las veintitrés horas, desde las entrañas de la noche y bajo la lluvia, aparecieron tres hombres que negociaron unos instantes con Pietro, y que luego treparon a la lancha dando un salto ágil, por la banda de estribor. 
Hablaban una lengua tosca que gravitaba entre el francés y el alemán, y Hans reconoció enseguida esa jerga familiar: un austriaco y dos alemanes. 
Eran soldados de la Legión Extranjera Francesa que habían desertado de su cuartel y venían escapando. Lo hacían huyendo de las durísimas condiciones de la vida legionaria, más penosas aún en las calientes arenas, desiertos y montañas de Argelia, donde habían combatido. 
Eran hombres desesperados, náufragos de un pasado oscuro, enfrentados a un futuro incierto, pero con la esperanza compartida de alcanzar costas italianas, y aquella libertad tan soñada que les otorgaría el anonimato.
El destino buscado era Santa Teresa di Gallura, un puerto de mar en el norte de la Isla italiana de Cerdeña.
Navegarían con rumbo sur por el Estrecho de Bonifacio, que es una pintoresca lengua de agua de once kilómetros de largo, junto a las islas Lavezzi, y que parte en dos la tierra, separando la norteña y francesa Córcega de la italiana Cerdeña. Un faro aislado marcaba el peligro al sur de las Lavezzi, y a la bocana del puerto regresaban, rezagados, unos pequeños y desvalidos pesqueros, intentando poco a poco y entre olas de diez metros, ganar el abrigo de las piedras.
Zarparon aquel día al filo de la media noche, a pesar de la fuerte marejada que resultaba incómoda, porque el viento de fuerza seis preñaba la quilla y los empujaba por la proa, hacia atrás.
Penetraron en la noche vacilantes y minúsculos, aquellos cinco compañeros que el azar había juntado, a bordo de la lancha “Pietro”, que se perdía entre montañas de agua y pulverizaciones de espuma.
Iban los dos tripulantes maniobrando la barca a brazo partido, azotada de costado por olas desgreñadas y locas, que intentaban hacerles perder el control. 
El pasaje iba formado por esos tres gitanos rubios que llevaban el pelo cortado al rape, y que habían contratado los servicios del capitán con el deseo de evadirse de la isla de Córcega, de las guerras coloniales, de las penurias del desierto y de la Legión Extranjera.
Se supo luego que los hombres habían servido en un regimiento de paracaidistas con asiento en Calvi, que eran dos soldados rasos y un cabo primero, y que habían sido llevados y traídos por todos los rincones de Argelia, combatiendo y perdiendo junto al honor de aquel ejército derrotado, antes de subir por la pasarela de un barco de vapor en la rada de Mers-el-Kebir, que era el último enclave francés en la Argelia de 1962. Desembarcaron vencidos en Córcega, y ahora escapaban hacia el sur.
En ese tiempo, y al igual que ahora, se ingresaba por un mínimo de cinco años en la Legión Extranjera, y el período de servicio en la guerra era de dos.
Pero esa noche iban navegando a través de aquel mar de mil demonios convertidos en desertores, después de haber rodado por medio mundo jugándose la vida por Francia en ultramar, y luego de partirse el hígado en todos los bares desde el norte de Marruecos a Marsella. Escapaban aquellos gitanos rubios con la piel cubierta de tatuajes azules, de cicatrices hechas por la sífilis y de batallas pegadas al cuerpo y al corazón.
El capitán y su aprendiz ponían toda su energía en la lucha contra aquel violento estrecho de Bonifacio (que los tragaba de a ratos en múltiples y continuos temporales), enderezando poco a poco la proa de la lancha para evitar naufragar bajo el peso de la espuma.
Antes de ingresar en las pequeñas caletas de piedra que bordean la costa norte de Cerdeña, debieron evadir las luces de los guardacostas italianos que patrullaban la zona, con los motores apagados y la caña de emergencia lista para emprender la fuga. 
Ya habituados a la oscuridad y al brutal movimiento de la lancha, permanecieron así y allí, entablando conversaciones en voz baja. 
Tenían el vientre pegado al casco de la barca, y oían con las tripas los ruidos del mar que les subía a través del cuerpo hasta el entendimiento.
El viaje, que en condiciones normales debían haberlo hecho en poco menos de dos horas, había durado más de cinco en aquella madrugada tenebrosa, y, desviándose más de veinte kilómetros, por fin tocaron tierra firme en un peñasco de piedra en los alrededores de Santa Teresa. Todavía era de noche.
Los tres desertores arrojaron sus mochilas por la borda, y saltaron a tierra con esa misma agilidad de gatos con la que habían embarcado. Hablaron poco y antes de partir, uno de los tres gigantes rubios sacó una botella de su morral y la compartió con sus camaradas. Pietro y Hans los vieron desde la barca.
Aquellos viejos soldados no renovarían nunca más su alistamiento. Se les habían acabado las batallas y las aventuras. Se les había acabado la Legión. 
Destaparon la botella de alcohol barato y simbólicamente respiraron el olor a la cerveza de sus países: Alemania y Austria, donde iban a volver.
Pagaron el resto del dinero acordado en francos franceses, y engullidos por la opacidad de la noche que se entreabría y se cerraba como una cortina sin pliegues, se perdieron para siempre en la negrura de un camino sardo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario