Ocurrió hace unos años, mientras trabajaba como obrero de la
construcción en las montañas de Suiza.
Con el crepúsculo matutino habíamos entrado en un pequeño pueblo cerca de
Altdorf, en el Cantón de Uri. La cuadrilla de hombres montados sobre un
tractor. El conductor cruzando con cautela el borde de las cornisas y el sol
resplandeciendo rojizo entre la niebla. Las chimeneas de las cabañas y de la
única herrería se alineaban contra un cielo ceniciento y las luces globulosas
de las hogueras destacaban bajo la oscuridad de las colinas. Un campamento de
mineros dibujándose en el horizonte. Había llovido durante la noche anterior y
a lo largo del camino las casitas de madera proyectaban sus ventanas iluminadas
en charcas de las que unos cerdos chorreantes, como demonios zafios salidos de
un pantano, huyeron gimiendo al ver a los vehículos. Las casas de aquel pueblo
estaban protegidas por defensas y parapetos contra la nieve del invierno y el
aire veraniego iba cargado de vapores de humedad. Los lugareños habían salido a
la calle para ver a los hombres que llegaban a trabajar. “Auslaender”, llamaban
en alemán a los extranjeros. Aquellos viejos ciudadanos montañeses, todos ellos
muy solemnes junto al camino, se fijaban en los gestos que hacían los obreros
con expresiones de miedo, expresiones de asombro.
Normalmente y en todo el mundo, el ambiente de la construcción está
compuesto por buscadores de fortuna: hombres duros que nunca necesitan
pensárselo dos veces antes de utilizar los puños, única ley en los trabajos
manuales. Individuos curtidos, groseros y hoscos, intrusos en tierra extranjera
que permanecen aparte masticando el tabaco que les ha proveído su capataz o
fumando pequeños puros marrones que ellos mismos han adquirido, albañiles que
se escarban los dientes con una espina como si acabaran de comer. Hombres quienes
por la mera brutalidad y el peligro del trabajo que realizan, cobran un salario
bastante mejor pagado que la mayoría de las ocupaciones disponibles, pero que
cuando llega el fin de semana se lo gastan todo en alcohol, en putas y en
largas noches de juerga.
Allí estaba el abajo firmante, junto a aquellos honrados mercenarios
llegados desde todos los puntos de la tierra: antiguos traficantes de diamantes
provenientes de Senegal, pescadores portugueses, ex marineros rusos, carpinteros
alemanes, estibadores croatas y peones albaneses. Estábamos allí, en medio de
las montañas, trabajando codo a codo mientras picábamos piedras, bajo un sol vertical
que caía a plomo sobre los torsos desnudos brillantes de sudor, y ahogándonos de
a ratos en el polvillo que desprendían las mezcladoras de cemento.
A la hora del almuerzo caminamos cuesta arriba por la senda de tierra
que conducía a las barracas. Me senté sobre un tablón de madera entre un
africano y otro hombre de Armenia, un veterano de la última guerra. Este hombre
se llamaba Garnik y había llegado a las montañas para buscarse la vida dos años
atrás, luego de vivir un tiempo en el sur de España y varios años después del
genocidio de Xocali, una matanza de cientos de civiles azerbaiyanos en
febrero de 1992 durante la guerra en el sureste del Cáucaso, por parte de las fuerzas armadas de Armenia y Rusia.
Ahora este antiguo guerrero se plantaba en la puerta de
la barraca, solitario y extrañamente recatado, mirando por encima de las
cabezas de los obreros, y por las noches nos hablaba de los años pasados en el
frente, soldado afable, hombre reticente. Había estado en Nagorno Karabaj,
donde pelearon hasta que la sangre corrió a litros por las trincheras y las
zanjas y las faldas de las colinas, y nos contó cómo explotaban las frágiles
cabezas humanas cuando eran alcanzadas y como una vez, apoyado contra un árbol
con la pierna destrozada y estirada sobre la tierra, percibió una pausa en el
tiroteo que se prolongó en un extraño silencio y cómo en aquel silencio empezó
a crecer un rumor grave que él tomó por truenos hasta que apareció una granada
de mortero rodando con ruido sobre las piedras como un bolo descarriado y pasó
de largo y siguió colina abajo y se perdió de vista. Explicó como habían tomado
la región de Kelbajar, un ejército de irregulares que luchaban en harapos y lucían
bigotes y mugrientos gorros de lana, y explicó que las balas de las
ametralladoras eran de cobre macizo y saltaban por la hierba como soles
fugitivos y hasta el ganado aprendió a apartarse o echarse cuerpo a tierra para
dejarlas pasar, y contó como las mujeres bajaban de las colinas arrastrando a
los heridos y a los muertos y como veían desde allí abajo la batalla y que por
las noches, sentados alrededor de un fuego enterrado, podían oír los gemidos de
los moribundos a la luz de faroles moviéndose entre ellos como un coche fúnebre
salido del limbo.
Agallas no les faltaban a esos azerbaiyanos, dijo el
veterano, pero no sabían pelear. Aguantaban como podían. Cuentan que
encontraron a algunos encadenados a las cureñas de sus piezas de artillería,
incluidos los que se ocupaban de abastecer la munición, pero si fue como dicen
yo nunca los vi. Metimos granadas en los cañones y en los cerrojos. Reventamos
sus posiciones. Aquellos infelices parecían ratas despellejadas, eran los
hombres más blancos que hayan visto nunca. Los que sobrevivieron se tiraron al
suelo y empezaron a besarnos los pies y todo. El viejo Samuel los dejó a todos
libres. Bueno, es que él no sabía lo que habían hecho. Solo les dijo que nada
de robar. Por supuesto robaron todo lo que les cayó en las manos. Azotamos a un
par de ellos y los dos se murieron de eso, pero al día siguiente otro grupo
robó una vaca y Samuel los hizo colgar allí mismo. De lo cual fallecieron
también. En aquel momento nunca imaginé que terminaría aquí metido, trabajando
de obrero junto a ustedes. Ha pasado mucho tiempo.
Una breve charla a solas me reveló que aquel hombre era especial.
Hablaba español, alemán e inglés con la misma soltura que su lengua materna, el
armenio. Garnik era diferente. Hablaba de historia y de geografía, de antiguas
culturas, de música clásica y de sitios y lugares sobre los que jamás había yo escuchado
antes. Me contó acerca de la vida en la antigua
Unión Soviética, y de su trabajo como profesor de Historia en un pueblo cercano
a los Montes Urales llamado Novi Urengói, al norte de Rusia. Me habló del frío que allí
pasó, un frío atroz que bajaba de las montañas y se estancaba durante semanas
en el horizonte azul, sumiendo al sitio en un letargo de muerte. Cuarenta grados
bajo cero significan unos setenta grados bajo el punto de congelación. El hecho
se traducía en un frío desagradable, y eso era todo. Allí vivían hombres rudos
a quienes les resultaba difícil meditar sobre la susceptibilidad de la criatura
humana a las bajas temperaturas, o sobre la fragilidad general del hombre,
capaz sólo de vivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor.
Cuarenta grados bajo cero significaban quemaduras por hielo que provocaban dolor, y
de la que había que protegerse por medio de manoplas, orejeras, mocasines y
calcetines de lana. Aquel punto perdido en el mapa era pues el hogar de un
primitivo asentamiento de trabajadores que explotaban yacimientos de gas
natural, muy cerca del Círculo Polar Ártico. Él estuvo allí.
Era un hombre bajo y corpulento este Garnik. Sano y robusto, aunque bastante
avejentado, de rasgos pronunciados, nariz amplia, con esa piel dura y cuarteada
que es el resultado de largos años de exposición al sol y a los vientos. Tenía
la cara y los ojos inconfundibles del hombre que ha vivido mucho, con un surco
de amargura dibujado a cada lado de la boca; y entonces al instante se me vino
a la memoria un fragmento de la novela “Tambores de bronce”, de Jean Larteguy:
“Con la piel más curtida que la mayor parte de sus compañeros, pequeño,
de rostro alargado, este Chanda todavía tiene la vitalidad de un animal de
campo. Es tímido y reservado, y posee una ligera tristeza que no lo abandona
nunca; la tristeza de saber que no regresará nunca a su patria, la certeza de esos
viejos pueblos hostigados por invasores que llegaron del norte en oleadas
sucesivas”.
Aquel día de verano en las montañas de Suiza había llovido un poco y
luego había parado y luego salido nuevamente el sol. En nuestra pausa para el
almuerzo y mientras comíamos un rancho frío en la barraca dispuesta para los
trabajadores, reinaba una gran paz en los picos de las colinas repartidas allá
arriba en semicírculo todo alrededor. El lugar estaba lleno de un suave vapor
donde el color del sol aparecía junto al color de la sombra, cosidos los dos
juntos en un arcoíris como las franjas de una bandera. El viejo Garnik se
apartó un poco y comenzó a cantar sentado una canción en una lengua por mi
desconocida. Era un canto popular de su patria, Armenia, y lo entonaba con los
dedos de las manos entrelazados, como si rezara, en voz baja y ceremoniosa,
pero a la vez con un sentimiento que hacía mucho tiempo no escuchaba. Entonces
me acerqué para oír mejor y él me habló en español.
Me duelen los huesos, dijo el veterano.
Me estoy haciendo viejo. No llegues nunca a viejo, muchacho. Muérete
joven y fuerte o acabarás como yo. Te lo digo de verdad. Cincuenta y cinco años
tengo, y he servido a mi país como un hombre. Primero enseñé Historia, en la
Universidad de Ereván, y luego fui soldado en la guerra contra
Azerbaiyán. No me queda casi nada y ahora me gano la vida aquí, junto a ti,
trabajando de obrero.
Mira cómo será de perra la vida, muchacho.
(Foto: Lee Jeffries)
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