Hace ya un tiempo, en el año 2005 y durante una misión junto a los
Cascos Azules argentinos de la ONU, yo estaba tomando jugo de frutas en un
hotel de Nicosia, en Chipre, cuando un sargento inglés de las fuerzas
especiales llamado Jackson me contó que, en situaciones extremas, aislados en
territorio enemigo, los soldados de origen latino siempre solían comportarse
mejor, estadísticamente, que los de origen anglosajón.
"Los ingleses y los norteamericanos funcionamos muy bien en equipo.
Más cohesionados, solidarios y disciplinados", me dijo aquella vez el
sargento Jackson.
Pero también confesó que "cuando falta el apoyo exterior, cuando las
cosas se van a la mierda y cada uno se queda solo y debe arreglárselas como
puede, los latinos llevan siempre la ventaja. Se las arreglan mejor, con más
ingenio"
Aquel sargento inglés me dijo que los latinos estaban hechos para la
iniciativa privada en mitad del cagadero. Acostumbrados a buscarse la vida en
pleno desmadre.
Recordé esa charla hace unos días, cuando vi por la tele las
declaraciones de un tal Donald Trump, un hombrecillo de aspecto nervioso, regordete
y gritón, que actualmente es uno de los candidatos a la presidencia de los Estados
Unidos, y que critica duramente a los mexicanos y a los inmigrantes en general.
Es que para él, esos individuos son una amenaza para el país.
Sucede que me tocó conocer a muchos de esos inmigrantes a los que este tipo critica hoy. Ellos eran "Marines" norteamericanos, y los conocí en algunos de los extraños países en los que me ha tocado estar.
Eran de origen latino esos hombres de apellido Sánchez, Gutiérrez, Rodríguez o González, con los que compartí alguna botella de algo en la cantina de algún cuartel, alegrías en bares o burdeles, o tristes tardes dentro de alguna trinchera barrosa inundada por la lluvia. Compartí con ellos momentos de trabajo pero también de vida, y ahora se han transformado en marcas indelebles en mi cabeza.
Esos apellidos eran moneda corriente en los identificadores pegados sobre el bolsillo superior derecho de los uniformes militares, norteamericanos, por supuesto.
Es que para él, esos individuos son una amenaza para el país.
Sucede que me tocó conocer a muchos de esos inmigrantes a los que este tipo critica hoy. Ellos eran "Marines" norteamericanos, y los conocí en algunos de los extraños países en los que me ha tocado estar.
Eran de origen latino esos hombres de apellido Sánchez, Gutiérrez, Rodríguez o González, con los que compartí alguna botella de algo en la cantina de algún cuartel, alegrías en bares o burdeles, o tristes tardes dentro de alguna trinchera barrosa inundada por la lluvia. Compartí con ellos momentos de trabajo pero también de vida, y ahora se han transformado en marcas indelebles en mi cabeza.
Esos apellidos eran moneda corriente en los identificadores pegados sobre el bolsillo superior derecho de los uniformes militares, norteamericanos, por supuesto.
Aquellos muchachos de piel trigueña, estatura más bien baja y ojos
negros, que hablaban en inglés con un fuerte acento español y que habían visto la
acción y la muerte en los desiertos de Irak y Afganistán, patrullaron junto a
mí la selva amazónica del Perú.
Yo estuve con ellos, y los conozco bien como para defenderlos.
Eran la carne de cañón de todos los batallones, asignados siempre para ir al frente como voluntarios, en las misiones más complejas y peligrosas. Eran soldados baratos y lo sabían, y generalmente vivían situaciones azarosas solo compartidas entre ellos.
Yo estuve con ellos, y los conozco bien como para defenderlos.
Eran la carne de cañón de todos los batallones, asignados siempre para ir al frente como voluntarios, en las misiones más complejas y peligrosas. Eran soldados baratos y lo sabían, y generalmente vivían situaciones azarosas solo compartidas entre ellos.
Los individuos de ascendencia latina que se incorporan al Ejército o la
Marina norteamericana, son enviados al frente inmediatamente luego de finalizar
su entrenamiento básico. Y es allí donde reside su orgullo, porque se sienten
parte de una raza fuerte y luchadora, habituados a soportar violentos golpes de
la vida de campaña, en diversos ambientes geográficos, usualmente muy lejos de
sus bases de origen, en extraños países alrededor del mundo.
En la selva donde nos tocó estar juntos, por ejemplo, las patrullas
tenían esa calidad de pesadilla que caracteriza a la mayoría de las operaciones
de pequeñas unidades en la guerra. El camino sucio se retorcía, serpenteaba, y
parecía no conducir nunca a ninguna parte. La sección aparentaba dirigirse
siempre al vacío, perseguida por algo intangible pero real, era una sensación
de estar rodeados permanentemente por algo que no se podía ver. Lo más
irritante era la imposibilidad de ver, y también de sumergirse constantemente
en cursos de aguas oscuras y de aspecto tenebroso.
En eso residía lo aterrador de aquella jungla: era una ciénaga que cegaba
y asfixiaba. Estimulaba el mismo instinto que nos vuelve temerosos en lugares
oscuros como caserones viejos y abandonados, o callejones oscuros.
En ese ambiente brutal los soldados mexicanos, dominicanos y
puertorriqueños eran los mejores, porque caminaban en silencio a pesar de ir dando tumbos en el
barro, no se quejaban nunca y soportaban como mulas de carga el peso del equipo
sobre sus espaldas encorvadas. Eran estoicos. Un ejemplo de voluntad y
resistencia.
Entonces me pregunto si alguna vez el señor Donald Trump ha vivido lo
que vivieron esos soldados latinos en aquella selva, porque también son ellos a
los que insulta. Me pregunto qué pensará ese tipo de traje y de mirada
despectiva, acerca de esos fulanos que hablan español, y que eligieron jurar lealtad
para jugarse la vida en alguna de las plazas olvidadas por Dios que posee
Estados Unidos alrededor del mundo.
Esos latinos bastardos, de espaldas mojadas, indocumentados y muertos de
hambre a los que él se refiere, llegaron desde el sur para ofrecer sus manos y juraron dar hasta su última gota de sangre en
pos de defender los ridículos valores morales y las jodidas buenas intenciones
que los apóstoles de la democracia predican.
Me pregunto si el hijo del señor Trump, con todos sus títulos de nativo
norteamericano y de buen estudiante feliz, ha tenido alguna vez los testículos que tienen esos latinos
(oscuros y trigueños parias que su padre desprecia), para ir a jugarse la piel
en algún callejón polvoriento, o en algún páramo desolado del culo del mundo, en nombre de la democracia y de
las buenas intenciones.
Pero, como ya se sabe, la idiotez mediática siempre puede más que las
historias verdaderas y las personas de carne y hueso, y entonces el olvido de estos
hombres me parece impropio.
Todos los soldados latinos que he conocido sirviendo en la Infantería de
Marina, poseen las mismas aptitudes que se exigen a los profesionales de las
fuerzas armadas en cualquier ejército serio del mundo: iniciativa y decisión
tácticas, firmeza en la ejecución y capacidad de buscarse la vida en territorio
hostil. Y si a esos atributos le agregamos coraje y un buen par de huevos, nos
encontramos frente al soldado perfecto.
En estos tiempos estúpidos y demagógicos, cuando miro la tele y veo a líderes como Trump diciendo viva la democracia y abajo los inmigrantes, me digo que pronto harán falta unos cuantos más de aquellos morenos bajitos. Por lo menos, para proteger alguna embajada norteamericana en África o en Medio Oriente, mientras evacuan a diplomáticos de corbata, amenazados por fanáticos yihadistas ilusionados en cortar alguna cabeza.
En estos tiempos estúpidos y demagógicos, cuando miro la tele y veo a líderes como Trump diciendo viva la democracia y abajo los inmigrantes, me digo que pronto harán falta unos cuantos más de aquellos morenos bajitos. Por lo menos, para proteger alguna embajada norteamericana en África o en Medio Oriente, mientras evacuan a diplomáticos de corbata, amenazados por fanáticos yihadistas ilusionados en cortar alguna cabeza.
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