Llegué una noche con el último vuelo de Lufthansa que venía desde
Frankfurt, Alemania.
El capricho de la llovizna molesta se empecinaba en caer sobre aquella
ciudad desconocida. Eran apenas las 5 de la tarde de un día helado de finales
de diciembre, y los negocios y los bares comenzaban a exhibir los alegres colores
de sus luces. Un aire limpio y gélido, desinfectado, se podía respirar a través
de las aberturas del túnel que conectaba el avión con el aeropuerto. Entonces descendí
a paso firme, aunque todavía con los músculos un poco endurecidos a causa de
las muchas horas de vuelo.
A mi lado iba un tipo flaco, seco de carnes, más bien bajito y con unos
ridículos bigotes teñidos de amarillo por la nicotina. Me habló en un francés
cerrado y yo le respondí que no entendía, en mi media lengua mezclada entre el sajón
aprendido a los ponchazos, y mi español de arrabal latinoamericano. Sonaba en
el aire un blues cadencioso, de esos que los negros tocan como ninguno, y de
repente me entraron unas ganas locas de tocar la armónica, pero las tenía a
todas dentro en la mochila y entonces no puede. Se me mezclaron los nombres en la
cabeza cuando traté de adivinar quien cantaba.
Lo primero que sentí al llegar fue el intenso frío. Una especie de frío
que parecía contraer los poros y aislar el organismo contra algunos males para la
salud. Por un momento creí imposible la supervivencia de ciertas enfermedades,
bacilos, virus, o bacterias en aquel gélido ambiente.
Enseguida vi los relojes en las vidrieras, sinónimos de la puntualidad,
y las publicidades de chocolates que se exportan a todo el mundo. La ciudad de
Zurich me estaba recibiendo, en el país que fue la inspiración del maestro Jorge
Luis Borges, y también su lugar elegido para morir.
Mi reloj marcaba las 17:15 y la capa oscura de la noche ya caída aparecía
serruchada por una fina llovizna. Rostros desconocidos de profundos ojos
azules, olores nuevos, y un cartel de "Willkommen in der Schweiz", me
daban la bienvenida a Suiza.
Borges amó ese rincón del planeta, y dijo que Suiza era "un ejemplo
para el mundo porque es un país que se ha formado con gente que conserva la
individualidad de su idioma y de su religión, respeta eso, vive en armonía y
formó un país, por la inteligencia y por la razón"
Y así llegué aquella tarde-noche a la Confederación Helvética, pequeño
país europeo, impactante, desconocido y misterioso, cargando mi mochila de
siempre (aunque ahora con pocos libros porque en la corrida del equipaje los
tuve que abandonar en Buenos Aires), y arrastrando mis muchas ganas de
descubrir el lugar.
En tren llegué a Lucerna esa misma noche.
La lluvia caía lentamente en forma de pequeños y adorables copos de nieve,
blancos e impolutos, desprovistos de maldad y con el sabor de los sueños junto
a una hoguera. Cuando nieva reina en el lugar un silencio absoluto, sordo y
librado de ruidos, y limpio de sonidos y de acústicas. La imaginación me hizo
creer que en alguna esquina encontraría sentado a un duende de larga barba
blanca, uno de esos tipos que en las noches cercanas a la navidad corren de
tejado en tejado repartiendo regalos a los niños.
Lucerna era una ciudad extraída de un libro de cuentos.
Recordando a Borges caminé por esas calles apreciando la prosperidad
generada desde la época medieval, y que ha quedado perfectamente reflejada en
las casas del centro y en los puentes de madera que cruzan el río Reuss, un afluente
del Rin. Para muchos, esa es la ciudad más bella de Suiza, porque enamora al
viajero con sus múltiples encantos.
El magnífico paisaje citadino estaba enmarcado sobre un valle entre dos
montes de nombres Rigi y Pilatus, protectores y rompevientos naturales de la
ciudad. Era la más populosa de las ciudades de la Suiza central.
Llegando a la estación central del tren (a la que llaman “Bahnhof”),
observé a la gente leyendo, en silencio, metidos en sus mundos que es un mundo
de orden y respeto por el otro, organizado y puntual. En los andenes vi mujeres
rubias con enormes mochilas de montaña a sus espaldas que hablan en inglés, y a
unos vendedores marroquíes que ofrecían tabacos con aroma en una tienda de fumar.
Un joven leía con fervor un libro de historia, con la imagen del senador romano
Cornelio Tácito estampado en la portada.
Algunas cosas allí marchaban distinto, en comparación con las regiones
de América Latina por mí conocidas, y si tuviera que enumerar en un inventario
lo que hasta ahora he visto, lo haría de la siguiente manera: los autos se
detenían y esperaban a que pasen los peatones tranquilamente. No se utilizaban las
bocinas y además se saludaban, agradecidos, ambos actores de la vía pública con
una gran sonrisa. Los residuos domiciliarios se depositaban correctamente en
bolsas de color azul celeste, que además eran reglamentarias, y tenían un valor
de 17 francos en los supermercados locales. La gente se saludaba con tres besos
en las mejillas, y el robo o el atraco era un dato curioso. Existían muy pocos
asaltos y simplemente no ocurrían.
El sector más popular y arrabalero de la ciudad estaba ubicado bajo la
sombra de una montaña baja (o más bien antigua), llamada Gutschwald. Era una
avenida de nombre Baselstrasse, donde residían muchas familias de extranjeros
inmigrantes y de bajos recursos llegados a esa zona de la ciudad con esperanzas
de un mejor futuro. Las corrientes migratorias del barrio habían mutado al
ritmo de las décadas y de los acontecimientos históricos o políticos ocurridos
en el mundo. A veces un mundo no tan lejano.
En los años noventa, la “Baselstrasse” albergó a ciudadanos de una Ex
Yugoslavia que ardía bajo las bombas y los morteros de las guerras
post-soviéticas. Muchos croatas huyeron de sus tierras natales escapando de los
carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas comunes y se refugiaron
allí. Luego fue el turno de numerosas familias que provenían de Sri Lanka quienes,
atormentados por la miseria, llegaron de la misma manera que los anteriores
refugiados, a convivir en comunidades cerradas, dándole un aspecto de grisáceo
y sombrío paisaje, a ese nuevo Guetto contemporáneo que persiste en subsistir
como una burbuja, rodeado por los Alpes y por esos puros vientos oxigenados.
Me sorprendí gratamente al descubrir que mi inglés aprendido en la calle
se entendía bastante bien, y que también podía comprender lo que la gente me
decía, dando inicio de ese modo a algunas interesantes conversaciones con personas
que hasta ese momento pertenecían para mí a un universo paralelo, separado por
la barrera del idioma. Es lapidario: definitivamente, los sajones han ganado la
batalla y han sometido al mundo bajo el peso de su lengua.
Viví tres meses en un barrio de monobloques cuadrados en las afueras de
la ciudad. Eran unos antiguos edificios europeos remodelados después de la Gran
Guerra, y tenían tejas rojas en todos los techos a dos aguas, y unas ventanitas
alpinas que desde cierta lejanía se confundían con las aberturas de un viejo monasterio.
Viví allí durante todo aquel invierno, y apenas la dulzura brillante de
un sol moribundo, puntual, y lentamente apagado, me recordaba que venía del
sopor pegajoso y cálido de la selva del nordeste argentino, tierra entrañable y
nunca olvidada, en la que el calor infernal solo se disipa con la primera
lluvia violenta de la tarde.
Había visto una ciudad con tantas bicicletas como personas. Las bicis se
quedaban afuera, esperando a sus dueños bajo la lluvia o la nieve. Dormían sin
candados y nunca andaban cansadas para seguir rodando. Entonces pensé que si
todas las personas pudieran ser tan dóciles como las bicis, seguro que el mundo
sería mejor.
Un día conseguí un trabajo temporal en Alemania, cerca de la frontera con Suiza, al otro lado del caudaloso río Rhin. Era leñador de pinos en una explotación forestal de un pueblito llamado Walshut-Tiengen. Haciendo eso ganaba algún de dinero para seguir con la vida y prepararme para los próximos pasos. Viajaba en tren rumbo al norte todos los días, hasta un puente que marcaba la frontera con el viejo país de los cuentos de Grimm. Me levantaba muy temprano, antes del alba, y todavía podía ver las marcas de las heladas nocturnas derritiéndose en las veredas. El invierno se estaba yendo, se sentía, y era una suerte para tipos buscavidas como yo.
Me gustaba viajar al norte en aquellas madrugadas solitarias, porque eran dos horas donde me encontraba conmigo mismo y con mis libros. El aire era seco y se desgarraba como una seda. El lucero del alba brillaba todavía. Cruzaba caminando por las calles desiertas y sentía que la bella y vieja ciudad medieval me devoraba y se volvía mía. Sentía que me pertenecía hasta que llegaba al barullo matutino del "banhoff", la estación de trenes.
Ya estaba volando en un tren, sobre las vías, cuando el sol comenzaba a nacer envuelto en paños sangrientos, recién salido del vientre de su madre, la noche. Y entonces soñaba que flotaba hacia un mundo diferente, donde todo era más sencillo y no existían tantas distancias ni tristezas. En ese tren olvidaba por un momento mis angustias, mis dudas y mis guerras inútiles, mis victorias que nunca fueron tales, y un día recordé a una mujer que quise mucho, porque la vi reflejada en la figura de una chica sentada de espaldas, frente a mi. Tenía los cabellos castaños, oscuros y opacos como esa fruta, y los ojos de ese color verde desganado que los ingleses llaman gris. Pensé en ella, y la extrañé por un momento.
Antes de finalizar aquel invierno nevó mucho, y los copos blancos no dejaron de caer durante días enteros, tapándolo todo. Una mañana me vestí sin ruido, me dije adiós frente el espejo, bajé a la calle tranquila y me puse a caminar. Aquel día tropecé en la nieve, caí de frente contra el suelo y pude sentir en mi boca todo el sabor de aquel país encantador. Era un sabor a hierba fresca y un aroma a tierra mojada de campo mezclada con los olores de los animales de la montaña.
Ese es el olor que para siempre asociaré con el país. Es el aroma de de la Suiza que conozco.
Me gustaba viajar al norte en aquellas madrugadas solitarias, porque eran dos horas donde me encontraba conmigo mismo y con mis libros. El aire era seco y se desgarraba como una seda. El lucero del alba brillaba todavía. Cruzaba caminando por las calles desiertas y sentía que la bella y vieja ciudad medieval me devoraba y se volvía mía. Sentía que me pertenecía hasta que llegaba al barullo matutino del "banhoff", la estación de trenes.
Ya estaba volando en un tren, sobre las vías, cuando el sol comenzaba a nacer envuelto en paños sangrientos, recién salido del vientre de su madre, la noche. Y entonces soñaba que flotaba hacia un mundo diferente, donde todo era más sencillo y no existían tantas distancias ni tristezas. En ese tren olvidaba por un momento mis angustias, mis dudas y mis guerras inútiles, mis victorias que nunca fueron tales, y un día recordé a una mujer que quise mucho, porque la vi reflejada en la figura de una chica sentada de espaldas, frente a mi. Tenía los cabellos castaños, oscuros y opacos como esa fruta, y los ojos de ese color verde desganado que los ingleses llaman gris. Pensé en ella, y la extrañé por un momento.
Antes de finalizar aquel invierno nevó mucho, y los copos blancos no dejaron de caer durante días enteros, tapándolo todo. Una mañana me vestí sin ruido, me dije adiós frente el espejo, bajé a la calle tranquila y me puse a caminar. Aquel día tropecé en la nieve, caí de frente contra el suelo y pude sentir en mi boca todo el sabor de aquel país encantador. Era un sabor a hierba fresca y un aroma a tierra mojada de campo mezclada con los olores de los animales de la montaña.
Ese es el olor que para siempre asociaré con el país. Es el aroma de de la Suiza que conozco.
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