"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 7 de febrero de 2016

Andares helvéticos

Llegué una noche con el último vuelo de Lufthansa que venía desde Frankfurt, Alemania.
El capricho de la llovizna molesta se empecinaba en caer sobre aquella ciudad desconocida. Eran apenas las 5 de la tarde de un día helado de finales de diciembre, y los negocios y los bares comenzaban a exhibir los alegres colores de sus luces. Un aire limpio y gélido, desinfectado, se podía respirar a través de las aberturas del túnel que conectaba el avión con el aeropuerto. Entonces descendí a paso firme, aunque todavía con los músculos un poco endurecidos a causa de las muchas horas de vuelo.
A mi lado iba un tipo flaco, seco de carnes, más bien bajito y con unos ridículos bigotes teñidos de amarillo por la nicotina. Me habló en un francés cerrado y yo le respondí que no entendía, en mi media lengua mezclada entre el sajón aprendido a los ponchazos, y mi español de arrabal latinoamericano. Sonaba en el aire un blues cadencioso, de esos que los negros tocan como ninguno, y de repente me entraron unas ganas locas de tocar la armónica, pero las tenía a todas dentro en la mochila y entonces no puede. Se me mezclaron los nombres en la cabeza cuando traté de adivinar quien cantaba.
Lo primero que sentí al llegar fue el intenso frío. Una especie de frío que parecía contraer los poros y aislar el organismo contra algunos males para la salud. Por un momento creí imposible la supervivencia de ciertas enfermedades, bacilos, virus, o bacterias en aquel gélido ambiente.
Enseguida vi los relojes en las vidrieras, sinónimos de la puntualidad, y las publicidades de chocolates que se exportan a todo el mundo. La ciudad de Zurich me estaba recibiendo, en el país que fue la inspiración del maestro Jorge Luis Borges, y también su lugar elegido para morir.
Mi reloj marcaba las 17:15 y la capa oscura de la noche ya caída aparecía serruchada por una fina llovizna. Rostros desconocidos de profundos ojos azules, olores nuevos, y un cartel de "Willkommen in der Schweiz", me daban la bienvenida a Suiza.
Borges amó ese rincón del planeta, y dijo que Suiza era "un ejemplo para el mundo porque es un país que se ha formado con gente que conserva la individualidad de su idioma y de su religión, respeta eso, vive en armonía y formó un país, por la inteligencia y por la razón"
Y así llegué aquella tarde-noche a la Confederación Helvética, pequeño país europeo, impactante, desconocido y misterioso, cargando mi mochila de siempre (aunque ahora con pocos libros porque en la corrida del equipaje los tuve que abandonar en Buenos Aires), y arrastrando mis muchas ganas de descubrir el lugar.
En tren llegué a Lucerna esa misma noche.
La lluvia caía lentamente en forma de pequeños y adorables copos de nieve, blancos e impolutos, desprovistos de maldad y con el sabor de los sueños junto a una hoguera. Cuando nieva reina en el lugar un silencio absoluto, sordo y librado de ruidos, y limpio de sonidos y de acústicas. La imaginación me hizo creer que en alguna esquina encontraría sentado a un duende de larga barba blanca, uno de esos tipos que en las noches cercanas a la navidad corren de tejado en tejado repartiendo regalos a los niños.
Lucerna era una ciudad extraída de un libro de cuentos.
Recordando a Borges caminé por esas calles apreciando la prosperidad generada desde la época medieval, y que ha quedado perfectamente reflejada en las casas del centro y en los puentes de madera que cruzan el río Reuss, un afluente del Rin. Para muchos, esa es la ciudad más bella de Suiza, porque enamora al viajero con sus múltiples encantos.
El magnífico paisaje citadino estaba enmarcado sobre un valle entre dos montes de nombres Rigi y Pilatus, protectores y rompevientos naturales de la ciudad. Era la más populosa de las ciudades de la Suiza central.
Llegando a la estación central del tren (a la que llaman “Bahnhof”), observé a la gente leyendo, en silencio, metidos en sus mundos que es un mundo de orden y respeto por el otro, organizado y puntual. En los andenes vi mujeres rubias con enormes mochilas de montaña a sus espaldas que hablan en inglés, y a unos vendedores marroquíes que ofrecían tabacos con aroma en una tienda de fumar. Un joven leía con fervor un libro de historia, con la imagen del senador romano Cornelio Tácito estampado en la portada.
Algunas cosas allí marchaban distinto, en comparación con las regiones de América Latina por mí conocidas, y si tuviera que enumerar en un inventario lo que hasta ahora he visto, lo haría de la siguiente manera: los autos se detenían y esperaban a que pasen los peatones tranquilamente. No se utilizaban las bocinas y además se saludaban, agradecidos, ambos actores de la vía pública con una gran sonrisa. Los residuos domiciliarios se depositaban correctamente en bolsas de color azul celeste, que además eran reglamentarias, y tenían un valor de 17 francos en los supermercados locales. La gente se saludaba con tres besos en las mejillas, y el robo o el atraco era un dato curioso. Existían muy pocos asaltos y simplemente no ocurrían.
El sector más popular y arrabalero de la ciudad estaba ubicado bajo la sombra de una montaña baja (o más bien antigua), llamada Gutschwald. Era una avenida de nombre Baselstrasse, donde residían muchas familias de extranjeros inmigrantes y de bajos recursos llegados a esa zona de la ciudad con esperanzas de un mejor futuro. Las corrientes migratorias del barrio habían mutado al ritmo de las décadas y de los acontecimientos históricos o políticos ocurridos en el mundo. A veces un mundo no tan lejano.
En los años noventa, la “Baselstrasse” albergó a ciudadanos de una Ex Yugoslavia que ardía bajo las bombas y los morteros de las guerras post-soviéticas. Muchos croatas huyeron de sus tierras natales escapando de los carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas comunes y se refugiaron allí. Luego fue el turno de numerosas familias que provenían de Sri Lanka quienes, atormentados por la miseria, llegaron de la misma manera que los anteriores refugiados, a convivir en comunidades cerradas, dándole un aspecto de grisáceo y sombrío paisaje, a ese nuevo Guetto contemporáneo que persiste en subsistir como una burbuja, rodeado por los Alpes y por esos puros vientos oxigenados.
Me sorprendí gratamente al descubrir que mi inglés aprendido en la calle se entendía bastante bien, y que también podía comprender lo que la gente me decía, dando inicio de ese modo a algunas interesantes conversaciones con personas que hasta ese momento pertenecían para mí a un universo paralelo, separado por la barrera del idioma. Es lapidario: definitivamente, los sajones han ganado la batalla y han sometido al mundo bajo el peso de su lengua.
Viví tres meses en un barrio de monobloques cuadrados en las afueras de la ciudad. Eran unos antiguos edificios europeos remodelados después de la Gran Guerra, y tenían tejas rojas en todos los techos a dos aguas, y unas ventanitas alpinas que desde cierta lejanía se confundían con las aberturas de un viejo monasterio.
Viví allí durante todo aquel invierno, y apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, y lentamente apagado, me recordaba que venía del sopor pegajoso y cálido de la selva del nordeste argentino, tierra entrañable y nunca olvidada, en la que el calor infernal solo se disipa con la primera lluvia violenta de la tarde.
Había visto una ciudad con tantas bicicletas como personas. Las bicis se quedaban afuera, esperando a sus dueños bajo la lluvia o la nieve. Dormían sin candados y nunca andaban cansadas para seguir rodando. Entonces pensé que si todas las personas pudieran ser tan dóciles como las bicis, seguro que el mundo sería mejor.
Un día conseguí un trabajo temporal en Alemania, cerca de la frontera con Suiza, al otro lado del caudaloso río Rhin. Era leñador de pinos en una explotación forestal de un pueblito llamado Walshut-Tiengen. Haciendo eso ganaba algún de dinero para seguir con la vida y prepararme para los próximos pasos. Viajaba en tren rumbo al norte todos los días, hasta un puente que marcaba la frontera con el viejo país de los cuentos de Grimm. Me levantaba muy temprano, antes del alba, y todavía podía ver las marcas de las heladas nocturnas derritiéndose en las veredas. El invierno se estaba yendo, se sentía, y era una suerte para tipos buscavidas como yo.
Me gustaba viajar al norte en aquellas madrugadas solitarias, porque eran dos horas donde me encontraba conmigo mismo y con mis libros. El aire era seco y se desgarraba como una seda. El lucero del alba brillaba todavía. Cruzaba caminando por las calles desiertas y sentía que la bella y vieja ciudad medieval me devoraba y se volvía mía. Sentía que me pertenecía hasta que llegaba al barullo matutino del "banhoff", la estación de trenes.
Ya estaba volando en un tren, sobre las vías, cuando el sol comenzaba a nacer envuelto en paños sangrientos, recién salido del vientre de su madre, la noche. Y entonces soñaba que flotaba hacia un mundo diferente, donde todo era más sencillo y no existían tantas distancias ni tristezas. En ese tren olvidaba por un momento mis angustias, mis dudas y mis guerras inútiles, mis victorias que nunca fueron tales, y un día recordé a una mujer que quise mucho, porque la vi reflejada en la figura de una chica sentada de espaldas, frente a mi. Tenía los cabellos castaños, oscuros y opacos como esa fruta, y los ojos de ese color verde desganado que los ingleses llaman gris. Pensé en ella, y la extrañé por un momento.
Antes de finalizar aquel invierno nevó mucho, y los copos blancos no dejaron de caer durante días enteros, tapándolo todo. Una mañana me vestí sin ruido, me dije adiós frente el espejo, bajé a la calle tranquila y me puse a caminar. Aquel día tropecé en la nieve, caí de frente contra el suelo y pude sentir en mi boca todo el sabor de aquel país encantador. Era un sabor a hierba fresca y un aroma a tierra mojada de campo mezclada con los olores de los animales de la montaña.
Ese es el olor que para siempre asociaré con el país. Es el aroma de de la Suiza que conozco.



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