Veintitrés de noviembre de 1944. Catorce horas. Tropas aliadas de la
división blindada del general Leclerc liberan Estasburgo de la opresión nazi.
Ocho días después, un grupo de soldados aliados descubre el horror practicado
por los verdugos de las SS: los cuerpos salvajemente mutilados de 86 judíos en
el subsuelo del instituto de anatomía de la universidad de Estrasburgo.
Esa simple crónica, desnuda, impersonal, anónima (una más de las
numerosas que ya se han escrito con respecto al exterminio de judíos por parte
de Hitler y sus oscuros camaradas), ha despertado en el corresponsal de Enlace
Crítico destacado en Europa un interés inusual: viajar en la misma dirección
por la que transitaron miles de prisioneros deportados durante el régimen nazi,
experiencia de la cual muy pocos pudieron escapar.
Viajamos en coche rumbo a Natzwiller, un pueblito perdido en una región oscura
y boscosa de la Alsacia francesa. Enclavada en el monte de Los Vosgos, en el
sur de Francia. El lugar fue la antigua y última parada de los prisioneros
destinados al único campo de concentración alemán que existió en el territorio
francés.
Pasando el puente que une las dos orillas del caudaloso Rhin, el
vehículo se adentra en la provincia de Alsacia. Atrás ya ha quedado Suiza.
En Mulhouse, la orilla francesa del río, los campos de cultivos verdes
se pierden en el horizonte inundado por una densa neblina que deja filtrar, de
a poco, los tibios rayos de un sol tardío. Es la mitad de marzo y el frío se
está despidiendo. Dos elegantes cigueñas que vienen emigrando en su largo vuelo
desde Marruecos, paradas sobre la torre de un campanario, traen desde África el
anuncio del final del invierno.
Llegando al pueblo de Andlau se respira un aire oxigenado de sol y con
olor a uvas secas. Preguntar a la gente del lugar alguna información acerca de
lo que sucedió en aquellos años de 1940 no es tarea fácil. Nadie sabe o intenta
recordar nada. Todos quieren olvidar, en especial los viejos.
Desde la carretera se observa el pueblo como una pequeña comarca
circundada por montañas lejanas y salvajes. El orgullo del pueblo está
representado en sus antiguas casitas de colores adornadas con madera, en sus
terrazas productoras de vino, y en la cúpula de una vieja abadía de origen
romano.
El vehículo japonés en que viajamos comienza a trepar pesadamente las
laderas de un monte cubierto de pinos, y el hilo de un arroyo de aguas claras
baja de la montaña, formando un limpio caudal que revienta entre las piedras
cubiertas de musgo.
Llegando a "Champ du Feu" hay que doblar a la derecha. Son 11
km de carretera en la cima de unos montes que forman una especie de valle. Es
la región de los Vosgos.
Rastros de una pesada nevada nocturna se dejan ver al costado del camino,
mientras la limpia cinta de asfalto negro serpentea entre árboles misteriosos.
Hielo blando y alto sol dominan el paisaje.
En medio de este lugar idílico, en el que todo parece extraído de un
cuento, aparece dibujado tras el parabrisas un cartel solitario: "Zona de
silencio y memoria. Antiguo Campo de concentración de Struthof-Natzwiller
(KZ-Na)". Hemos llegado a destino.
En las curvas estrechas puede uno imaginarse aquel camión que avanzaba balanceándose
desde un lugar llamado “Markirch”, donde pobres infelices vestidos en harapos
grises eran obligados a picar las piedras de granito rojo de una cantera, al
servicio de la infame codicia Nazi.
Al llegar al campo, las puertas están cerradas detrás de los alambres de
púas, y las torres de vigilancia de madera, color oscuro, dan al visitante una
extraña bienvenida. Una mezcla de naturaleza, pasado y silencio, inunda el
lugar.
Anteriormente a la ocupación alemana de Alsacia, en 1940, “Le Struthof”
era un sitio donde las familias francesas pasaban sus días de campo, esquiaban,
caminaban y disfrutaban del aire y del sol.
Pero en la primavera de mayo de 1940, un ingeniero de apellido Blumberg
que servía a las SS (en español significa: Escuadrón de Protección), descubrió
una veta de granito rojo en la cima del Monte Louise. La piedra sería utilizada
para la construcción de proyectos para el Tercer Reich.
Este campo de concentración de Struthof-Natzweiler fue creado para la
explotación de la cantera de piedra cercana, con la mano de obra esclava de los
miles de deportados por causas políticas y raciales que por él pasaron, y es el
único establecido en el territorio francés, como también el primero de los
campos de la muerte en ser liberado por las tropas aliadas en 1944.
La segunda excusa para la creación de este campo, fue el internamiento
clandestino de numerosos prisioneros políticos, considerados por los nazis
“criminales contra el estado alemán”, en el marco de un decreto llamado “Noche
y Niebla” (En alemán: Nacht und Nebel), en el cual se castigaba a todo aquel
francés, extranjero o alemán que estaba en contra del régimen de Hitler en el
territorio de Francia. Los prisioneros que más han sufrido el internamiento en este
campo, por causa del decreto “Nacht und Nebel”, fueron los miembros de la
resistencia francesa y los agentes de operaciones especiales aliados
desplegados en la Francia ocupada.
Los desgraciados que eran capturados bajo acusación o sospecha de algún
delito durante los operativos “Noche y Niebla”, fueron catalogados con las
siglas “NN” marcadas en sus raídas chaquetas rayadas, y sometidos a un brutal
tratamiento que incluyó la tortura física, el experimento “médico” con seres
humanos, la eliminación física por medio de la horca, el fusilamiento sumario,
la cámara de gas y la cremación de sus restos en hornos destinados a tal fin.
Según el registro alemán de matriculados de la extensa red de campos de
concentración, la mayor parte de las 51. 684 personas detenidas en este campo
de Struthof, fueron de origen polaco (13.606 personas), y soviético (7.586
deportados). Hay datos de 7 ciudadanos de origen suizo que colaboraban con la
resistencia francesa y también fueron asesinados aquí. Por este lugar pasaron 22.000
presos de 31 nacionalidades. La mayoría ha muerto durante su deportación.
Llegando al campo se puede observar que todo se mantiene intacto, como
antes había sido, y solo faltan los guardias con sus perros pastores ladrando a
diestra y siniestra, las ametralladoras M-G 42 instaladas en lo alto de las
garitas de vigilancia y apuntando hacia los seres humanos, y la corriente
eléctrica acechando en el perímetro a todo aquel que intentara escapar.
Los prisioneros llegaban en camiones, luego de un penoso viaje en tren,
generalmente engañados con la promesa de que iban rumbo a un campo en mejores
condiciones que el de Auschwitz. A su llegada a este campo de Struthof, el
nuevo grupo era internado en el bloque número 3 durante 15 días. Allí se los
“fumigaba”, con el pretexto de eliminar enfermedades como el tifus, de la cual
muchos terminaron muriendo finalmente. Se acomodaban en el lugar entre 2000 y
3000 presos por “temporada”, y cada una de esas temporadas significaba el
exterminio total de esos contingentes de deportados. La nefasta y famosa
“solución final al problema judío”, ideada por Heinrich Himmler y ejecutada
bajo las órdenes de jerarcas nazis como Rudolf Hess, funcionaba con la
precisión de un reloj suizo aquí, en la cima de este monte, en estas antiguas
instalaciones de lo que fue un campo de exterminio nazi, ubicado en el agreste
territorio alsaciano.
Con 18 barracones, este campo comenzó a funcionar el día 21 de mayo de
1941. Los primeros presos internados fueron 300 “criminales” alemanes, acusados
de colaborar con la resistencia francesa.
El primer comandante del campo fue un SS de nombre Josef Kramer, apodado
“la bestia de Belsen”, debido a sus métodos especialmente brutales y sádicos,
quien organizó el exterminio de numerosos judíos por órdenes superiores, pero
en especial la tortura de personas a quien él mismo consideraba “microbios
peligrosos”. Esos desdichados grupos de seres humanos, catalogados por este
individuo como “microbios”, eran todos aquellos que no poseían una raíz racial
de origen “ario puro”, o quienes tenían un estilo de vida simplemente diferente
a los suyos, y que por desgracia habían caído en manos de sus verdugos SS (del
alemán Schutzstaffel).
Kramer alternaba sus días entre la plácida vida en su casa alpina con
piscina de natación ubicada a pocos metros del campo (y que todavía se observa,
aunque ahora herméticamente cerrada), y el asesinato sistemático y selectivo de
polacos, gitanos, homosexuales, comunistas, testigos de Jehová y enfermos
mentales, especialmente seleccionados por órdenes suyas entre cada contingente
de nuevos prisioneros que llegaban al campo.
A comienzos de 1944 había unos 2000 prisioneros en Struthof, pero en
septiembre, cuando el campo fue evacuado, unos 7000 presos habitaban en él,
bajo condiciones sanitarias infrahumanas. Muchos de ellos procedían de otros
campos que ya habían sido evacuados.
Había en aquel tiempo un personaje oscuro de nombre August Hirt, y que tenía
por gusto coleccionar esqueletos de hombres y mujeres judíos, con el supuesto
interés de analizarlos “científicamente” con fines antropológicos. De estatura
media, más bien bajito, boca torcida y mirada incoherente, este íntimo amigo del
partido nazi había sido herido gravemente sirviendo como voluntario en la Primera
Guerra Mundial. Condecorado como héroe, se transformó luego en médico
especializado en anatomía y destinado a la universidad que el Tercer Reich
instaló en Estrasburgo.
Hirt soñaba con el delirio de estudiar los genes de razas “inferiores”.
Negros, gitanos, deficientes mentales y armenios, fueron los primeros cobayos de
sus “investigaciones”. Pero sobre todo, judíos.
Para ello, escribió una carta destinada a Heinrich Himmler con la
petición de que se le envíen 150 presos judíos “en buen estado”, para llevar a
cabo un proyecto que deje un rastro de la raza judía, una vez finalizada la
operación denominada “solución final”.
Himmler da su consentimiento, y en julio de 1943 parte de Auschwitz un
convoy de 87 presos judíos con destino a este campo nazi de Struthof-Natzweiller.
En su testimonio realizado ante la corte de justicia militar de Hamelín,
antes de ser condenado a morir en la horca, el comandante del Campo Josef
Kramer declaró lo siguiente:
"En agosto de 1943 recibí la orden de aceptar inmediatamente a 80 prisioneros desde Auschwitz. La carta llevaba la instrucción de contactar inmediatamente con el doctor Hirt de la facultad de Medicina de Estrasburgo. Viajé al instituto de anatomía en Estrasburgo donde Hirt me informó acerca de la llegada de prisioneros procedentes de Auschwitz con destino a Natzweiler-Struthof. Me dijo también que había que matar a estas personas en la cámara de gas del campo y que sus cuerpos deberían ser remitidos al Instituto de Anatomía y ser puestos a su disposición. El Dr. Hirt me entregó una especie de sales y me dijo la dosis que debería utilizar"...
Dentro del
campo todo parece moverse en cámara lenta. El tiempo se detiene. Se observa
primero la barraca número 13 (ahora convertida en museo), donde los presos
políticos eran hacinados como animales y forzados a trabajar hasta morir: de
hambre, de tifus o disparo de fusil.
Caminando
por la entrada principal llama la atención lo cerrado que es el tejido del
alambre de púas. Una de las personas responsables de guiar a los visitantes por
las instalaciones, nos comenta que el alambre alemán era más cerrado y duro que
el fabricado en Francia en aquellos años, por eso los comandantes hacían traer
especialmente las alambradas desde fábricas de acero ubicadas en el sur de
Alemania, en la Selva Negra.
Impacta de
manera especial un barracón aislado, apartado del resto de los demás
alojamientos, cercano al perímetro electrificado, donde eran recluidos los
prisioneros que cometían alguna “falta”. Esa barraca era denominada “la
cárcel”, y en ella se perpetraban torturas, bajo acusaciones tan absurdas, como
las de no saludar debidamente el paso de algún “kapo”, personajes que eran los celadores
del campo.
Cae la
tarde y el sol se filtra entre las ramas de los pinos que abundan en el lugar.
Una bandera francesa flamea solitaria en la brisa, y domina la explanada donde
relucen numerosas tumbas con cruces de granito blanco y placas anónimas, que
recuerdan vagamente el cementerio militar de Colleville-Sur-Mer, en Normandía,
donde se honra a los soldados muertos durante el desembarco del Día “D”.
Pero estas
no son tumbas de soldados. No hay honor alguno en este campo de mármol y
piedras sueltas. Son fosas donde descansan los restos de hombres y mujeres “Inconnu”
(de la palabra francesa “desconocido”), y que se han llevado a su última morada
el secreto de sus últimos momentos, sus identidades nunca más reveladas, y todo
el sufrimiento que la humanidad jamás podrá olvidar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario