Se llama Salvador Manuel Ojeda y es un veterano de la guerra de las Malvinas que tuve la suerte de conocer. Fue mi instructor de tiro en la Escuela de Infantería de Marina durante el tiempo en que pasé por ella, en el año 2001.
En 1982 y durante la Guerra de las Malvinas, Don Salvador tenía el grado de Cabo Principal de la Infantería de Marina y servía en una sección de la Compañía de Ingenieros Anfibios destacada en Gypsy Cove, una pequeña bahía ubicada a dos kilómetros y medio al norte de Puerto Argentino (Port Stanley)
Debido a su posición estratégica (detrás de unos médanos de arena y muy cercana a ambos lados de Puerto Argentino y su aeropuerto), con playas capaces de soportar un desembarco anfibio esperado en la costa este de la Isla Soledad, la playa y la bahía que contenían a Gypsy Cove habían sido fuertemente sembradas por los ingleses con explosivos. Las fuerzas británicas finalmente marcharon hacia Puerto Argentino desde el oeste, abandonando tras ellos el terreno totalmente sembrado con cientos de minas (habían desembarcado en la bahía San Carlos)
Mientras en Buenos Aires continuaban las conversaciones entre autoridades argentinas y británicas sin conclusión positiva, las patrulla de infantes de marina e ingenieros anfibios realizaban tareas de reconocimiento y comenzaban las primeras misiones de combate terrestre. Una de las tareas de los Ingenieros Anfibios era realizar delimitaciones de campo minado, operación que consiste en sondear palmo a palmo y manualmente el terreno, con el objetivo de marcar posibles lugares donde se encuentran los explosivos.
El día 17 de abril de 1982 amaneció frío, el cielo estaba encapotado con espesos bancos de niebla y hacía mucho viento que azotaba desde el mar. Los helicópteros iban y venían transportando armamento, pertrechos y abastecimiento, mientras las tropas efectuaban ejercicios de adiestramiento. Alrededor de las cuatro de la tarde, el Cabo Principal Ojeda se hallaba en una misión de marcación. Avanzaba lentamente sobre una brecha despejada cuando escuchó un intenso rugido, y sintió un soplo de viento duro y caliente y una aguja que le pellizcaba la pierna; algo lo había golpeado en la parte mas baja del pie. Cayó boca abajo en el barro y le zumbaron los oídos. Tendido sobre el vientre, creyó oír por unos segundos el tableteo de una ametralladora y luego un grito:
-¡Enfermero! ¡enfermero!
Intentó levantarse pero no pudo. Había tropezado con una mina que estaba fuera de línea. La onda expansiva lo despidió violentamente del campo, arrojándolo hacia afuera del perímetro, amputándole el pié derecho y dejándolo inconsciente, tirado boca abajo sobre la tierra desnuda y helada. Su pié derecho había desaparecido y restos de cuero de su bota colgaban de un extremo de su pierna. El resto era una masa blanda y espesa de color escarlata.
Tenía la cabeza aturdida y el tintineo de sus oídos se había convertido en un débil zumbido. Sus compañeros lo arrastraron desde la hondonada y lo subieron al nivel de la superficie, cerca de un terraplén y de una línea de dunas que dominaba la playa. A lo lejos se escuchaban rotores de helicópteros.
Antes de ser evacuado al hospital lo rodearon sus camaradas pero en realidad estaba solo. Estaba solo en el mundo de los heridos graves, aislado por un dolor que nadie podía compartir con él y por el terror a una oscuridad que amenazaba envolverle.
Fue asistido en Puerto Argentino y luego repatriado al continente. Le otorgaron la medalla "La Nación Argentina al herido en combate", condecoración militar con que se distingue a todo el personal que resulta herido de consideración como consecuencia directa de los riesgos del combate.
Lo conocí diecinueve años después de aquella herida de guerra, cuando fue mi instructor en la Escuela de Infantería.
Luego de todo aquel drama y a pesar de faltarle una pierna, Don Ojeda, "el rengo" como le decíamos, continuaba vinculado a la Armada y transmitía con cariño sus enseñanzas a los jóvenes reclutas que, como yo, teníamos también el deseo de servir a la patria.
Recuerdo una noche en especial durante mis tiempos de aspirante, cuando me encontraba en un ejercicio de campaña cerca de una arboleda sin nombre en el fondo de Puerto Belgrano, haciendo guardia afuera de una carpa. Esa noche hacía un frío de mil demonios y el viento implacable cortaba la piel como si fuera un cuchillo. Yo estaba helado y comencé a temblar y apretaba con fuerza mi fusil para intentar calentarme las manos. Entonces escuché una voz que me llamaba desde el interior de la carpa: "vení pibe, tomate un poco de café y ayudame con la pierna"
Ese día aprendí a soportar el frío y a ser un poco mas estoico.
Don Ojeda nos daba otras lecciones aparte de manejar el fusil. Nos instruía acerca de esa gran virtud bastante olvidada ya por los seres humanos: nos enseñaba voluntad. Nos enseñaba a resistir.
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