"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

jueves, 8 de diciembre de 2016

El niño del blindado


Fue en 2005, en Chipre. Ocurrió en una de esas patrullas de rutina que hacíamos en los territorios divididos entre los turcos y los griegos. Allí vivían campesinos toscos, hombres bajos y barbudos, de contextura gruesa, bigotes anchos y caras cuadradas y pálidas, que iban casi siempre a labrar la tierra sentados en la cabina de un tractor y armados con escopetas de caza. 
Allí vivían con sus familias, con sus mujeres gordas, sus perros lanudos y sus hijos chillones. Eran las semanas previas a la navidad. 
Unas noches atrás habíamos tenido el fin de semana libre y salimos de permiso (de jarana o de juerga, como quien dice), Miguel Cocca, Eduardo Estigarribia y yo, en busca de aventuras o diversión en los bares y burdeles que estaban pegados a los negros murallones de piedra de la ciudad vieja de Nicosia. Algunas veces, en aquellos sórdidos tugurios, en vez de putas terminábamos encontrando mucha lágrima de mujer violada o alguna que otra historia de hijos bastardos o huerfanitos abandonados, malos relatos de mujeres rumanas, serbias o chechenas ilegales, que se habían quedado ancladas entre el muelle de los barcos, el sueño roto de un porvenir mejor y las luces rojas de la ciudad.  

El otro día, revisando un archivo encontré unas fotos de aquel tiempo. Y entonces noté que mi recuerdo se mantiene intacto después de una década; perfecto, al detalle, nítido como en un video o un plano en secuencia.

Allí estamos nosotros, muy jóvenes y valientes, recién afeitados y listos para comer, sentados en la barraca que será nuestro hogar durante medio año. 
Llegamos hace 4 meses en un avión de transporte militar y conocemos bien la zona. A esta altura ya nos sentimos veteranos y creemos saber y haberlo visto todo. Acabamos de acondicionar, en los fondos de nuestra base y a punta de pala y músculo, un sector de tierra arcillosa y aplanada que hará las veces de helipuerto. Diariamente asistimos al despegue y al aterrizaje de las aeronaves, porque los rotores y las turbinas de las máquinas producen sonoros tornados en miniatura, que levantan nubes de polvo, ramas y piedras y que nos obligan a arrancarnos de la rutina para buscar refugio bajo cualquier alero, carpa, lona, o cosa que nos proteja los ojos de la tierra y los oídos de la sordera. Todos los días vemos la isla entera desplegada en un enorme mapa pegado con chinches a la pared de la oficina de nuestro jefe de compañía (un capitanejo flaco y desgarbado que fuma como un murciélago), y en las imágenes satelitales que nos muestran unos tipos de inteligencia. Para nosotros, esas imágenes del mapa siguen siendo solo líneas y puntos de colores que marcan las posiciones de las fuerzas en conflicto. Pequeñas posiciones turcas y griegas que se van moviendo hacia adelante o hacia atrás, según soplen los vientos políticos. Pero íntimamente sabemos que en el campo se vive y se siente diferente.
Anuncian que han comenzado los incendios y nos ordenan ir a ver, a controlar y a reportar. La sensación es rara, una mezcla de adrenalina, de cansancio y de vacío en el estómago. Es una nueva salida al terreno pero sentimos una tensión diferente. Nadie habla o se habla muy poco.
Tengo veintitrés años y voy a salir nuevamente de patrulla, una patrulla terrestre más en la Isla de Chipre. 
La mañana es sucia y gris cuando subo al vehículo blindado junto a mis compañeros, luego de cargar el armamento, las mochilas, comida y munición para 4 días, medicamentos, el agua, los rollos de alambre de púas para las barricadas de control, y más munición para la ametralladora. 
Viajamos rumbo al norte sentados sobre chalecos antibala (para intentar protegernos las bolas en caso de saltar por los aires cuando a algún explosivo desubicado se le ocurra cruzarse en nuestro camino), mientras escuchamos las frituras que emite el equipo de radio, y que enlaza las comunicaciones entre la base y nuestro convoy. 
Un joven teniente de artillería, de apellido Pegassano, va a cargo de la misión, y el resto del equipo está formado por cuatro cabos de la Infantería de Marina, un suboficial, dos Comandos peruanos y un enfermero del Ejército. Nos dirigimos hacia donde terminan las montañas y comienza el desierto, más allá de "Box factory", nombre en código con el que se indica el OP 32, nuestro puesto de avanzada y observación.
El poblado de Agios Giorgios es el primer caserío que dejamos atrás, cercano a la alambrada que marca el límite de la base. Hundido en el polvo, abandonado y minado luego de ser bombardeado, sus habitantes huyeron para no ser víctimas de la artillería turca. Los techos de las casas presentan enormes agujeros de obuses, y las paredes destruidas ya acusan el paso mudo del tiempo. El color predominante es el marrón oscuro, que se mezcla con el rojo amanecer a través de la ventanilla del vehículo. No hay en el lugar ningún rastro de la vida que debería verse en una aldea como esta: las voces ausentes de los niños que no juegan, los animales que no emiten ningún sonido. Es un pueblo fantasma, frente a una cantera de piedra abandonada sobre una brecha sucia y polvorienta. Ausencia y desolación. Silencio.
El convoy avanza. La bandera azul de las Naciones Unidas flamea al viento, bailando en la brisa. La radio suena, emitiendo frituras y órdenes en idioma inglés. En las cunetas hay cadáveres de animales, y una nube de humo negro flota suspendida entre el cielo y la tierra, con el fondo de un sol naciente sucio y rojo que es difícil de distinguir por sobre los incendios. A un costado del camino yace el esqueleto descuartizado de un tanque británico que voló por los aires cuando pisó una mina.
En la carretera de Nicosia a Dekhalia, cubiertos detrás de bolsas de arena y en trincheras excavadas a toda prisa, algunos soldados grecochipriotas, muy jóvenes y confiados, descansan aguardando la llegada de los tanques turcos, dispuestos a disparar sus escasas municiones y luego a escapar, morir o ser capturados. Pero los turcos nunca llegan ni llegarán, y entonces la espera se transforma en tedio. Ese es uno de los mayores enemigos de los soldados: la eterna espera, porque te obliga a pensar estupideces.
Es la primera vez que veo campos tan inmensos arder hasta el horizonte. Nos cruzamos con un pequeño convoy de dos camiones blancos, protegidos por banderas azules. A bordo van soldados ingleses y algunos palestinos refugiados junto a dos periodistas que buscan una base militar con teléfono para transmitir.
A bordo de nuestro vehículo de exploración, Damian Carrera, con un cigarrillo en la boca y tomando notas con su única mano libre, el Suboficial Taborda que acompaña al conductor, el cabo Gomez de Olivera con su fusil F.A.L apoyado en las rodillas y yo, vemos pasar el paisaje en cámara lenta. Pareciera que estamos dentro de una película. 
"Una patrulla eslovaca dio con un campo minado en la carretera a Famagusta. Transitar con precaución", anuncia la radio. Es el otoño de 2005, mi segunda incursión en "tierra de nadie". La anterior había sido en la frontera entre Perú y Colombia, el año pasado.
Nuestros vehículos pasan por un pueblo abandonado, donde el calor que difunden los incendios del campo sofoca el aire y te pega la camisa al cuerpo. 
Ya casi en las afueras, una familia de fugitivos nos hace señales desesperadas. Se trata de un matrimonio con cuatro niños de los que el mayor no tendrá más de doce años. Van cargados con maletas y bultos de ropa, todo cuanto han podido salvar de su casa destruida por el fuego. Nos hacen señales para que nos detengamos. La mujer sostiene al hijo más pequeño, con dos niñas agarradas a su falda. El padre va cargado como una bestia, y el hijo mayor lleva a la espalda una mochila. Tiene otra maleta a los pies. Saben que el fuego se acerca, y que somos su única posibilidad de escapar. Vemos la angustia en sus caras, la desesperación de la mujer, la embrutecida fatiga del hombre, el desconcierto de los niños. Pero el convoy se usa sólo para reportar incidentes y para las patrullas de observación.
El sargento que conduce nuestro vehículo pasa de largo a gran velocidad. "Son las órdenes", dice impasible.
Sigo mirando al grupo familiar que se queda atrás, en las afueras del pueblo incendiado. Entonces veo al padre que se sienta sobre una maleta y al niño que levanta el puño y que escupe hacia el convoy, mientras nos alejamos por la carretera. 
Lamento no haber podido siquiera dirigirle la palabra. Aquel era un niño valiente.

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