Me lo contó el veterano capitán Vázquez, una
noche de guardia en Puerto Belgrano.
Hasta ese momento habían tenido suerte: las
granadas de la artillería inglesa pasaban altas o picaban cortas, roncando
sobre los pozos, con una especie de “rrraaakk” parecido al rasgarse de una
tela, antes de reventar con un ruido sordo, primero, y algo parecido a un
montón de fierros cayéndose después.
Cling-clang. Las esquirlas hacían cling clang
y eso era lo malo, porque en realidad el ruido lo levantaba la metralla
saltando por el aire de aquí para allá: algo muy desagradable. Y aunque aún no
habían recibido impactos directos sobre las posiciones, de vez en cuando alguno
de los hombres que recorrían las líneas de comunicaciones lanzaba un grito,
llamaba a su madre o insultaba, mientras rodaba por el suelo con una esquirla
clavada en el cuerpo. Poca cosa, de todos modos; apenas cuatro o cinco heridos
que, en su mayor parte regresaban cojeando a las trincheras excavadas en la
turba. Es curioso. En otras ocasiones, al primer rasguño que justificara el
asunto, cualquiera de nosotros se quedaría allí tumbado, dispuesto a quitarse
del medio. Pero aquella noche, en las islas Malvinas, en la ladera oeste de un monte llamando Tumbledown, nadie que pudiera mantenerse en pie se quedaba
atrás. Y escribir esto me parece una locura: todavía hoy hay quienes los llaman
nenes. Hay que ver las cosas que hicieron estos tipos.
La noche de aquel combate, 13 de junio de 1982,
había un humo de mil demonios suspendido en el aire mezclado con niebla en el
cielo negro, casi cerrado y sin luna, mientras los infantes de marina del
Batallón 5, el bravo BIM 5, se estrechaban cada uno contra el hombro del
compañero para paliar el frío, apretando los dientes y las manos crispadas
sobre el fusil con la bayoneta calada. Esperaban un asalto inminente, bien atrincherados
en sus posiciones defensivas.
Ra-ta-ta-bum-cling-clang una y otra vez: la
jodida artillería naval británica que seguía haciendo fuego de ablandamiento
desde los barcos fondeados en la bahía, y ellos procurando mantener la cordura
y no volverse locos dentro de los pozos, a pesar de lo que les estaba cayendo.
La cuarta sección de la Compañía "Nácar"
estaba desplegada en el extremo oeste de aquella altura llamada Tumbledown, y
su frente apuntaba hacia el Sur. Tenían la misión de batir con fuegos
preparados un flanco del valle que les quedaba enfrente, donde se localizaban también
la primera y la segunda sección: alrededor de 1000 a 1500 metros hacia atrás, a
retaguardia.
Desde los pozos de zorro excavados en la media
pendiente, los infantes de marina veían los cascos del suboficial segundo
Castillo (buen tipo, un provinciano valiente, bajito y duro como la madre que
lo parió), y del dragoneante Galarza (aquel joven campesino de 20 años,
apuesto, de sonrisa amplia y fanático de su guitarra).
A las 2300 horas sigue cayendo el cling-clang
y el bum de la artillería inglesa. La primera granada de obús acierta de lleno
en una posición de la sección, hace un agujero en el flanco izquierdo de la
formación y convierte en un colador de cuero al soldado Khin, el apuntador de
ametralladora de su grupo. Pobre soldado Khin. Todo aquel largo camino desde
Tierra del Fuego a las Malvinas volando en un Hércules de transporte al ras del
agua, y los cincuenta días malviviendo a la intemperie, tragando miseria en los
parapetos helados, y el deslomarse acarreando pertrechos militares de subida y de
bajada por las laderas de aquel cerro de mierda olvidado por Dios, durante
horas enteras, para terminar palmando frente a las puertas de Puerto Argentino viendo
a lo lejos la ciudad como un idiota, con el imbécil de Galtieri gritando
arengas desde un balcón en Buenos Aires y los otros generaluchos acurrucados allá
atrás de la colina, mirándoles a través de un anteojo de campaña.
En medio de todas aquellas explosiones
infernales no se oía un carajo, pero el teniente Vázquez tenía claro adonde
debía ir y para qué. A esa altura suponía que los guardias escoceses y los
fusileros Gurkhas y hasta la mismísima Reina de Inglaterra habrían visto ya sus
maniobras y que algo tenía que pasar, pero con tanto humo y tanto grito y tanta
oscuridad no tenía forma de saber lo que ocurría alrededor.
El teniente deja su fusil en su trinchera para
correr más rápido y corre hasta la posición del soldado Khin, casi en el
extremo izquierdo de la Sección. Lo encuentra de pie fuera del pozo, parado
bajo el fuego de la artillería agarrándose el vientre. Lo empuja hacia atrás,
hacia otra posición y lo venda, tratando de que no se le salgan las tripas
hacia afuera nuevamente. A las 2310 de la noche se detiene el fuego de artillería
y casi simultáneamente, tropas de infantería británicas pasan al asalto de la
posición. La pelea que sigue es feroz.
Primer asalto
Ven aparecer, surgidos entre la bruma desde el
pie de la colina, a un batallón de escoceses cargándoles de frente: fusiles a
la cadera disparando a una distancia de cinco metros, corriendo, gritando,
bayonetas en alto, bien dispuestos a masacrar. Los argentinos se miran unos a
otros como diciendo hasta aquí hemos llegado, un gusto haberlos conocido, compadres,
vayan a explicarles nada a éstos animales. Se acabó lo que se daba.
Les caen encima doscientos y pico de fulanos
mugrientos y embadurnados de camuflaje. Infantería ligera británica pasando al
asalto de las posiciones. Una horda pirata de casacas verdes y pardas, con sus
trescientos veinte años de tradición militar a cuestas peleando alrededor del
mundo, con precisión y crueldad. La muerte llega desde la ladera sur haciendo
molinetes con fusiles y bayonetas y cruza las líneas en dos olas. Una lo hace
de sur a norte, y la otra de oeste a este.
Toda la sección abre fuego iniciándose un combate
brutal que intercala el fuego de fusiles, granadas de mano, fuego de ametralladoras,
y peleas a bayoneta, a golpes de puño y a patadas.
Al ver a los primeros ingleses que cruzan
sobre el pozo donde estaban curando al soldado Khin, el teniente Vázquez saca
su pistola y una granada de mano y corre hacia su pozo de zorro en el centro de
la sección donde tenía su fusil y el equipo de radio para conducir el combate.
Corre hacia el pozo y toma conciencia de que está mezclado entre los ingleses. La
situación es un caos. Hace fuego contra ellos con su pistola a medida que los
cruza, hasta que en determinado momento debe hacerse el muerto cuando se
enciende una granada iluminante de artillería que alumbra totalmente el
perímetro de la sección. Los escoceses caminan casi encima suyo, por ambos
costados, hasta que se apaga la luz de la bengala y logra correr de nuevo hasta
su posición, para retomar la conducción de la lucha. A esa altura ya se combate
cuerpo a cuerpo en todo el frente y la retaguardia del perímetro.
El grueso de los ingleses los sobrepasa,
tomando posiciones a retaguardia. Hay gran cantidad de ellos mezclados entre
los argentinos, y comienza un combate por el fuego a distancias de entre cinco
y dos metros. Si no logran liquidar al defensor, los ingleses arremeten contra
el pozo y concluyen el trabajo a punta de bayoneta o a los golpes o como carajo
sea: acuchillando a mansalva, jadeando como perros, con las manos y los dientes
y las botas y el sudor y la sangre ajena y propia corriéndoles por el cuello y
por el borde de los cascos.
Al verse sobrepasado, el teniente Vázquez
solicita a la artillería recibir fuego sobre su propia posición. Los infantes
de marina argentinos resisten dentro de las trincheras mientras cae sobre ellos
una lluvia de plomo. Se cumple la orden, y los ingleses que estaban entre los
argentinos se retiran rápidamente.
A las 0130 de la madrugada del 14 de junio se
inicia una pausa de combate donde no hay ningún disparo hasta las 0200 de la
mañana.
Al percibir la retirada de los ingleses, una ola
de euforia recorre toda la sección y los infantes de marina comienzan a gritar
insultos, juramentos y blasfemias.
Segundo asalto
Alrededor de las 0300 de la madrugada del 14
de junio la temperatura es de 16 grados bajo cero y ha comenzado a nevar. Luego
de un corto pero infernal fuego de artillería comienza el segundo asalto a la
cresta oeste del monte Tumbledown. Se reinicia un combate igual al anterior y
con la misma intensidad.
El suboficial Castillo, que combate fuera de
su pozo, se da cuenta de que ya no hay manera de cerrar el espacio abierto
entre las brechas del perímetro. Los ingleses han roto el cerco y ya hacen pie
sobre el terreno. Entonces ordena, a gritos pelados, hacer fuego por pelotones y
esperar el contacto dentro de los pozos. Combate directo. Cuerpo a cuerpo. Porque
aquí ya no hay llanto que valga, hijos míos, así que ya nos rendiremos otro
día. Y en el momento justo de barrer una columna enemiga que avanza al trote
por la mitad del dispositivo, mientras la otra mitad se reagrupa detrás de unas
piedras con la lengua afuera, escucha el aullido del dragoneante Galarza que
resiste un ataque dentro de su trinchera. El cabo Gordon Hoggan, del 2do
Batallón de la Guardia Escocesa, se ha arrastrado sigilosamente hacia la
posición argentina pero hizo ruido y alertó a sus enemigos antes de entrar. Los
dos hombres que esperan dentro saltan como arañas sobre el cabo y entonces el
inglés hace fuego. Liquida a uno en el acto, partido el cráneo por la explosión
de la munición. Al enfrentar al segundo hombre su fusil se encasquilla y ni
siquiera tiene tiempo de sacar el cargador para resolverlo, asique se abalanza
con la bayoneta en ristra sobre el bulto que le sale al cruce. Acuchilla al
estómago y al plexo de aquella extraña figura una vez, dos veces, tres. El
bulto cae de rodillas, gimiendo y chillando en la oscuridad de la trinchera. Manantiales
de gloria escarlata fluyen a través de las orejas, de la boca y del abrigo de aquel
amasijo de carne flagelada que momentos antes solía ser el dragonenate Galarza.
El pobre hombre estira el pescuezo hacia arriba, boqueando en el aire helado, dando
sus últimos alientos para poder respirar, y entonces el cabo inglés le da una
patada al pecho, retira el cuchillo de entre los huesos del esternón y clava su
bayoneta en aquel cuello moribundo para rematar. No le da tiempo ni siquiera a
disparar. Así de urgente es la guerra. Requiescat
in pace, dragoneante de infantería de marina José Luis Galarza.
Pero el suboficial Castillo tiene los huevos
bien puestos, las cosas como son. Y es un profesional. Se para, gira hacia su
dragoneante, apoya el fusil en su hombro derecho, apunta al inglés gritando
"¡Hijo de puta!", y hace fuego. Casi de inmediato cae muerto. Una
enorme flor de pétalos color vino se abre a la altura de su omóplato izquierdo,
rajándole el overall.
Tercer asalto
A las 0500 de la madrugada la situación es
crítica. Pelean a la desesperada, por sobrevivir. El jefe de sección ha perdido
el enlace por radio entre todas sus fracciones. Los infantes de marina luchan
aislados, sin apoyo de fuego ni cobertura. La tercera y última ola de asalto es
ejecutada por una sección de la Brigada de Fusileros Gurkhas. Mercenarios nepaleses
al servicio de la Reina y de su puta madre.
Los argentinos resisten con todo lo que tienen
pero la munición es escasa. Horas antes han batido sus propias posiciones
tirando hacia arriba granadas de mortero. Con eso han frenado un poco la
primera ola de asalto inglés pero ahora ya es casi imposible. Las últimas
descargas de ametralladora parten al medio a esos enanos salidos del infierno y
abaten a una decena de Gurkhas, entre muertos y heridos, bultos inertes que
quedan tumbados sobre la tierra en grotescas posiciones. Los cuerpos de los
asiáticos forman un obstáculo para los otros ingleses que vienen detrás.
Y cuando escoceses y nepaleses están a cinco
metros, el suboficial Fochessato ordena una de las últimas descargas directas.
Ya casi no hay munición.
A pesar de todo, los infantes de marina siguen
combatiendo de manera ordenada y valiente. Los apuntadores muerden los últimos
proyectiles igual que muerden el miedo. Meten la cinta de munición trazadora de
7,62 milímetros en la recámara caliente del cañón de la MAG. Un golpe seco para
cerrar la tapa del cajón de mecanismos. La manivela de arrastre hacia atrás y
otra vez la culata de la máquina al hombro y a la cara mientras los fusileros,
ya arrodillados también a sus espaldas, cargan a su vez. Ahora son casi las seis
de la mañana del 14 de junio y cada trinchera pelea aislada por sí misma. Silencio
de radio. Sálvese quien pueda pero nadie se rinde ni abandona. No hay cuartel
ni piedad. Cristo voló en pedazos y yace mutilado o muerto en algún campo
minado. Están solos y lo saben.
La cuarta sección abre fuego nuevamente.
Muerdan esta mierda ingleses, y todo eso. Ráfagas controladas de cinco o seis
disparos. Una lluvia de plomo barriendo la madrugada helada. Piernas destrozadas
como ramas de árboles cuando sopla un tornado, aullidos por el aire, escoceses
y Gurkhas por el suelo a un palmo de ellos, angelitos al cielo. Pero siguen llegando
más y más secciones enemigas cuyos soldados tropiezan y se apilan sobre los
caídos, desordenados. Y la voz ronca del suboficial Fochessato (no es para
menos lo de ronca, con la madrugada de perros que lleva encima), se alterna con
la del teniente Vázquez mientras los soldados siguen soltando descarga tras
descarga.
El humo de pólvora negra cubre ahora la cima
del monte Tumbledown y las últimas andanadas de munición trazante parten a
ciegas, hacia el lugar de donde vienen los alaridos y los gritos, fusilando a
los ingleses a bocajarro.
Cinco minutos para las siete de la mañana del
14 de junio. Ahora ya no se ve nada de nada, y todos están prácticamente sin
municiones dentro de la humareda oscura y acre, disparando los últimos
cartuchos contra un muro de niebla del que brotan alaridos, lamentos y detonaciones.
La pólvora quemada se mete por las narices y aturde los sentidos, y ya no saben
dónde diablos están, y el único contacto con la realidad son las voces que les
llegan del teniente Vázquez desde la derecha, diciéndoles: "Prestar atención la Cuarta sección, soy el
teniente Vázquez. El combate ha terminado. Dejen sus armas y vengan hacia mi
pozo. Quédense tranquilos, las vidas van a ser respetadas".
Y el otro contacto con la realidad es la
culata, la cola del disparador y el hierro hirviendo del fusil que les quema
las manos al tocar el tubo cañón donde hasta la bayoneta parece al rojo.
Y entonces, de pronto, unos soldados ingleses
consiguen llegar hasta el flanco izquierdo. Hay fogonazos y alaridos y
cuchillazos que dan a los últimos rebeldes. La línea parece estremecerse por
ese lado y el teniente Vázquez ya no dice más nada y no se lo vuelve a oír más.
Y de repente se vuelve a oír su voz: un grito desgarrado y brutal. Los ingleses lo han capturado y le están
interrogando, sacándole información a las patadas.
Los que quedan en pie deambulan entre la
niebla oscura de la pólvora hasta tropezar con cuerpos mutilados de hombres que
yacen en extrañas posiciones, algunos inmóviles y otros agitándose violentamente
cuando les trepan por encima, cuando escalan el amasijo de carne y distinguen
brillos de acero entre la humareda espesa, y perciben sombras que también
gritan en otras lenguas. Ingleses, nepaleses y argentinos se revuelcan en el
mismo barro. Finalmente todos están unidos. El horror también hermana.
Por fin la niebla empieza a disiparse y se
inicia el amanecer. Los infantes de marina que quedan en pie comienzan a
marchar colina abajo con la garganta en carne viva de tanto gritar, y el cuerpo
destrozado de fatiga, para llegar hasta la otra punta del pueblo. Entonces un
soldado se apoya sobre el palo de un puentecito hacia el que convergen por
ambos lados cientos de otros hombres marchitos que bajan desde las otras colinas,
con gran estruendo de botas y de cascos y un eterno arrastrar de pies.
A estas alturas ya no hay órdenes ni mando alguno,
solo el entusiasmo porque acaban de cruzar con vida las puertas de Puerto
Argentino, que ahora se llama Stanley.
Pero a pesar de todo ese trajín, los infantes
de marina argentinos mantienen la calma. Caminan con la cabeza en alto y
lágrimas en los ojos, detrás de las boinas rojas de orgullosos paracaidistas
ingleses por la calle principal, escupiendo al suelo, maldiciendo y mascando la
bronca por haber sido obligados a rendirse.
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