El otro día estaba en un bar con unos amigos y frente a la barra había una mesa con dos hombres mayores sentados a ella. Se veían elegantes y noté que hablaban español. Entonces afiné el oído. Comencé a escuchar la charla de aquellos dos tipos por simple curiosidad, para saber lo que decían y si me enteraba de algo. Hablaban de cultura. Ya saben; de libros, de escritores, de historia y cosas así. Y en un momento dado, uno de los viejos le dice al otro: "Oye, no saquemos ese tema ahora, no busquemos polémica, porque la cultura y la erudición por sí solas no nos hacen mejores personas". Entonces volví a pensar en situaciones que ya había visto antes. En aquella actitud tan cobarde, por ejemplo, de no querer opinar acerca de cierto asunto para no crear polémica. En la miserable posición de no arriesgarse nunca y de conformarse, de quedarse pasivo y tan tranquilo mientras se te viene encima el caos del mundo. Son actitudes despreciables que a veces tienen los seres humanos y que no me gustan para nada. Las detesto.
Y así fue como caí en cuenta de que la confrontación sirve y mucho, simplemente porque la polémica nos brinda una posibilidad única de ejercer nuestro legítimo derecho a expresar lo que pensamos. Eso significa que estamos vivos. Indica que somos seres inteligentes y no animales descerebrados o sometidos al yugo de una manada gregaria. Confrontar con inteligencia es sinónimo de cultura. Es un ejercicio muy útil que sirve para entrenar la cabeza, afinar la mirada y afrontar la vida.
La cultura debería de ser siempre la herramienta de la confrontación. Sirve, por ejemplo, para no gritar cuando se cae un avión. Y pensando en eso me acordé de una anécdota. Un día iba volando de Cuidad de México a Frankfurt. Cuando subí al avión, sabía que se podía caer, porque soy razonablemente culto, como cualquiera con un mínimo de vida y lecturas, y sabía que según la ley de la gravedad las cosas que pesan se caen. A veces se caen. Y cada Titanic tiene su iceberg. Porque he leído, y eso es ser culto: saber que cada Titanic tiene su iceberg o que cada avión se puede caer. Y ese día, volando en ese avión cayó un rayo, y al perder altura la gente empezó a gritar, y yo me dije: "que estupidez, estos idiotas gritando, no sé de qué se sorprenden, si los aviones se caen, ¿qué esperaban? Me voy a morir entre gente gritando, que forma más idiota de morir". ¿Por qué no grité yo? Porque sabía que los aviones se caen, y esos bobos creían de verdad que el avión no se iba a caer nunca. Suben al Titanic pensando que no se va a hundir. Lo creen de verdad. Creen que el auto en el que viajan no se va a estrellar contra el árbol, creen que son inmortales. Y la cultura te permite saber que no lo eres. La cultura da una actitud responsable y madura frente a la vida y la muerte. La parte positiva de la cultura es que, cuando llegan los bárbaros, tú estás en la pequeña biblioteca hecha de libros interesantes que has podido conseguir, apoyado en la ventana, viendo cómo gritan allá abajo los malevos que antes se las daban de guapos, y las vecinas chusmas, y ves cómo las violan, cómo arde Roma, y todo el mundo gritando, y tú dices: "Pero idiotas, ¿qué esperaban? Los bárbaros hacen estas cosas. Si hubieran leído sabrían que tarde o temprano pasan estas cosas".
Algunos relacionan cultura con algo parecido al estoicismo. Pero se confunden. Es que no es estoicismo, es lucidez, es decir: sé que me voy a morir y lo acepto sin chistar. Punto. He visto países castigados por la guerra, gente muriendo de hambre, crueldad, violencia, y todo eso. Aquello ha sido una escuela magnífica. La guerra es un lugar donde florecen los hijos de puta, pero también es una escuela de lucidez extraordinaria. No hay nada como la guerra para ver lo que es la vida de verdad. No hay nada como ver al ser humano usando la violencia para ver lo que es la vida de verdad. Y me refiero a sitios como México, Perú, Bosnia o la frontera entre Birmania y Tailandia, para que nos vayamos entendiendo. Entonces llegas allí y te dices que tal vez vas a morir, que todos vamos a morir, y lo aceptas con lucidez.
Volviendo a los viejitos del bar. Si aquel señor elegante, sentado frente a mi con las piernas cruzadas, la camisa planchada, la gorra Stetson ladeada sobre la ceja izquierda y saboreando su pinta de Guinness pudiera leer esta nota, le diría lo siguiente, con todo el respeto que se merece: "es verdad señor, un tipo que confronta quizá pueda ser tan pasivo y conformista como un cobarde. O incluso más".
La polémica no nos hace mejores personas, es verdad, pero en todo caso actúa como un analgésico frente a la epidemia de la estupidez. Nos reconforta, y a veces nos sirve para ser un poco más lúcidos.