Gracias a esta fascinante herramienta con que
contamos hoy, llamada tecnología, finalmente logré dar con este material donde se
ve lo que viví personalmente en la isla de Chipre, durante mi despliegue de 6 meses junto a
los cascos azules de la ONU.
En el año 2005, las pequeñas localidades de
Denia y Mamari (ubicadas a ambos lados de un valle donde teníamos nuestro puesto de observación y base de patrulla),
eran semejantes a otros pequeños pueblos de Chipre situados en las zonas de
cultivo: una calle principal con sus tres cafés, su círculo de antiguos
combatientes, y algunos almacenes griegos y otros turcos enfrentados mutuamente.
Por todas partes había alambradas que delimitaban campos minados y los
musulmanes caminaban deslizándose pegados a las paredes, evitando tropezarse de
frente con los cristianos ortodoxos. El odio entre ellos se había vuelto una
cosa viva, palpable, y tenía su olor y sus costumbres particulares; por las noches gruñía en
las calles desiertas como un perro hambriento. Pero pocos veían eso.
Entre aquellos campesinos civiles y nosotros,
soldados de la ONU, había trincheras y puestos militares turcos y griegos, con
sus bolsas de arena apiladas sobre las posiciones, sus camiones, sus torres de vigilancia erizadas
de altavoces, y sus guerreros equipados con cascos y fusiles, gente convencida
y dispuesta a matarse ante la primera provocación del vecino.
Lejos de nuestro país de origen, nosotros
habíamos encontrado una patria artificial en la amistad de esos granjeros
orgullosos, y en los brazos de aquellas mujeres de ojos almendrados.
Hace algo más de una década estuve allí,
trabajando en nombre de una paz que nunca llegó. Porque el conflicto continúa
todavía hoy, en silencio, convirtiendo a la capital, Nicosia, en la última ciudad dividida de Europa.
Tengo la esperanza de que, algún día, en aquel rincón
tan hermoso del mundo vuelvan a reinar la calma y la tolerancia verdaderas. Pero siendo muy sincero, realmente no se si eso vaya a suceder alguna vez.
La crueldad y la guerra son las dos únicas formas que, a mi juicio, permiten observar el mundo de manera más clara y objetiva, porque la violencia es el estado natural donde el ser humano se muestra más sincero, más transparente, más vulnerable y a la vez más receptivo. De la maldad se aprende y mucho, porque es la esencia más primitiva y fundamental de todos los individuos, o sea, de todos nosotros.
Este documental es la otra cara de un Chipre que las
agencias de turismo nunca van a promocionar, simplemente porque este tipo de historias no
vende.
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