En Bosnia, en el Perú, en Laos o en Cabo Verde siempre vi lo mismo; personas secuestradas por la violencia de una frontera impuesta por la guerra, diferentes tipos de guerras. Pero a la vez, en aquellos lugares tan dispares entre sí, se repetía a menudo una constante: la esperanza dibujada en forma de sonrisas en la cara de la gente. Entonces me dí cuenta de que todos los seres humanos éramos exactamente iguales entre nosotros, sin importar el color, ni la raza, ni la fe, ni la orientación sexual, ni la geografía.
Las fronteras se protegen casi siempre con armas, y en ellas se exigen documentos para pasar al otro lado. Durante la guerra fría, a toda esa enorme franja de tierra que quedaba entre Polonia (en el oeste), y el Mar de Ojost (en el este), la llamaban "cortina de hierro", porque era una frontera que, más que países, separaba mundos opuestos.
El Mar Mediterráneo es ahora una gran frontera en la que muchos mueren ahogados al intentar pasar de África a Europa. También sucede lo mismo con los latinoamericanos que se aventuran desde México a EE. UU. Africanos y mexicanos tienen entonces algo en común: son personas que están dispuestas a morir en el mar o en el desierto porque buscan algo. Llevo algún tiempo viéndoles pasar frente a mí; son recuerdos en forma de malas fotos que llevo pegadas en mi memoria. Aquellos pobres infelices que todavía veo al cerrar los ojos: hombres, mujeres y niños trotando, encorvados bajo el implacable sol, una columna irregular como de hormigas, tratando de esquivar las balas de los cazadores de fortuna y las patrullas de la "migra". Vi aquello cuando viví en México, a un paso de los pinches gringos.
He viajado por muchos países, incluidos árabes, asiáticos y africanos. Conocí a mucha gente. De todos ellos he aprendido siempre algo muy básico: la política mal ejercida (igual que la religión), es la peor herramienta de sometimiento inventada por el hombre para obtener el poder. El nacionalismo trae la guerra; y el socialismo la pobreza.
Aunque sigo conservando mi pasaporte argentino ya no sé muy bien de dónde soy. Dejé de creer en dogmas que antes eran para mi verdades supremas. Mi país, el que hoy me alimenta y me sostiene, lo componen barrios donde la gente habla distintos idiomas, casas de varios colores, el aroma de la comida que me gusta, muchos libros, algunas películas, música de blues y Jazz, algunos objetos que siempre quiero tener a mano, bares, restaurantes, islas como Chipre y Mallorca, el pueblito mexicano de San Pancho, la playita de Xametla, perdida en algún lugar de la costa del Pacífico, personas vivas y muertas, y, por supuesto, algunas mujeres memorables.
Tengo un síndrome llamado “inmigrante crónico”. Su síntoma principal es una sensación de no estar en ningún lado pero a la vez estar en todos. Es la paz y la alegría de saber que solo seré feliz en ese lugar creado por mi propia mente, con todos aquellos sitios, gentes y experiencias que anteriormente conocí, con todos los libros que leí.
El "síndrome del inmigrante crónico" me libra del flagelo de las fronteras. Es la enfermedad que me salva la vida.
Buen fin de semana.
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