"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 20 de agosto de 2017

Terrorismo en Europa: la conexión helvética

(Exclusivo para Enlace Crítico)

Hasta ahora, Suiza se ha salvado del terror. Pero esto tiene una lógica: durante décadas, el pequeño país alpino sirvió como un importante centro estratégico y logístico para las organizaciones terroristas.

Un nuevo y serio tropiezo han sufrido los servicios de inteligencia occidentales. Hace cuarenta y ocho horas que el Estado Islámico (DAESH, por su acrónimo en árabe), volvió a golpear con fuerza una capital de la Comunidad Europea. Luego de París, Londres, Bruselas y Berlín, ahora le ha tocado el turno a Barcelona. El último jueves por la noche vimos, en todos los telediarios alrededor del mundo, las imágenes de una furgoneta atropellando a una multitud en La Rambla de Barcelona. Trece muertos y más de cien heridos. El atentado más grave que sufre España desde el 11 de marzo de 2004.
El DAESH ya había amenazado varias veces a España con ataques terroristas, y como punto neurálgico turístico, el riesgo aumentaba probablemente en Barcelona. Hace poco más de cuarenta y ocho horas, esa pesadilla se hizo realidad.
Sin embargo, es demasiado fácil culpar a las autoridades de seguridad por no detener la amenaza terrorista. Esa es justamente una parte de la estrategia de DAESH: abarcar tantos países de Europa como sea posible con amenazas, y confundir así a las fuerzas de seguridad.
El hecho es que, igual que en muchas ciudades europeas, también hay una escena extremista en Barcelona. En 2015, las autoridades españolas ya estaban investigando a los seguidores de DAESH, porque entablaban intercambio y conexión con radicales suizos.
Durante los últimos cinco años, Suiza recibió un gran número de inmigrantes de los estados del Magreb (una región de África del Norte que comprende a los actuales territorios de Marruecos, Túnez y Argelia, aunque más modernamente se incluye también a Mauritania y Libia). 
Según la opinión que nos brindó este último viernes un agente encubierto de un grupo anti-terrorista del ejército suizo, con quien tuvimos la oportunidad de dialogar, "dentro de las fronteras de Suiza hay identificados unos pocos elementos radicales que podrían colaborar con células activas en futuros atentados. Pero esos pocos resultan ser extremistas peligrosos".
Pero ¿por qué los ataques terroristas ocurren en países como Alemania, Francia, España e Inglaterra, mientras que Suiza se mantiene a salvo?
Esta situación tiene una explicación clara. Suiza ha sido un centro de reunión para las organizaciones terroristas durante décadas. Aquí los terroristas pueden descansar y abastecerse, planear y ensayar sus operaciones, con leyes liberales que los protegen y un sistema de inteligencia débil que termina favoreciéndoles, como así también encuentran facilidades para proporcionar dinero y armas a las células activas que ejecutan luego las operaciones terroristas y los atentados sobre el terreno. Por lo tanto, Suiza es cuidada para el terrorismo y siempre se salva por razones estratégicas.
Pero, en cuestiones de seguridad internacional, hay un interrogante muy complicado de resolver para la policía, el ejército y los servicios secretos: ¿cómo luchar contra el terrorismo sin alterar demasiado la vida de los ciudadanos comunes, además de la importancia de que los efectivos estén cada vez más armados y civilmente mezclados en grandes festivales, manifestaciones y conciertos?. La burocracia estatal dice que es primordial preservar a la vez la calma y la normalidad en la rutina de la gente.
Mientras tanto, en la madrugada del sábado, en la localidad costera española de Cambrils (Tarragona), la Guardia Civil y los Mossos de Esquadra han abatido a tiros a un grupo de individuos fuera de la ley, cuyos miembros salieron de un coche armados con cuchillos tras atropellar a varias personas y saltarse un control. Cinco terroristas muertos. Según fuentes policiales, uno de los atacantes abatidos, que respondía al nombre de "Abdul", habría pasado una temporada en Suiza tras su ingreso a Europa, procedente de Argelia.

martes, 1 de agosto de 2017

Francia: el último hogar de los soldados



Cada vez que algún viaje o circunstancia me llevan a París, el abajo firmante aprovecha siempre para dar un paseo por el Hotel de Los Inválidos, aquella extraordinaria y antigua fortaleza militar de piedra color arena, creada en 1670 por orden de Luis XIV, para dar asilo a los viejos soldados inválidos y sin hogar que habían luchado y sangrado por Francia, en infames y olvidadas guerras coloniales que tuvieron lugar en distintos sitios alrededor del mundo.
Visité el castillo por primera vez siendo aún muy joven, un día de invierno, de llovizna y de bruma gris. Yo era cabo de la infantería de Marina y había desembarcado en la ciudad espejada por la lluvia, en una escala de avión rumbo a un campamento de los cascos azules argentinos desplegados en la isla de Chipre. Aquella visita había sido fugaz, pero sirvió para despertar en mí una profunda fascinación.
Regresé por segunda vez ocho años después, mientras intentaba enrolarme en la Legión Extranjera. Hoy, ya retirado de las armas, de la aventura militar y de todo aquello, regreso como un ciudadano civil pero con el mismo y viejo espíritu, con el mismo entusiasmo.
Siempre que llego al castillo (y luego de pasar por el control correspondiente de la guardia militar), se mezclan primero en mi memoria los recuerdos de todo aquello que viví y que leí: mis antiguos jefes de sección y los buenos compañeros charlando en torno al fuego, las noches de juerga en los burdeles, "Los Centuriones" de Jean Larteguy, un vivac improvisado en la montaña, "El húsar" de Pérez Reverte, una ración de campaña en el bolsillo de la mochila, mercenarios europeos peleando en el Congo, una larga marcha por la selva amazónica, un puesto de control en la frontera turca o la foto color sepia de un soldado de treinta y tantos años llamado Silvano Galarza, que luego sería mi abuelo, y que combatió en un desierto perdido en el culo de Sudamérica, luchando en una guerra vieja contra un enemigo invisible, contra la sed y los insectos y la miseria, en medio de una frontera polvorienta y cruel.
Los franceses han tenido el buen gusto de conservar intacto el castillo medieval del cual estoy hablando ahora, y donde además descansan los restos de Napoleón Bonaparte, en una cripta de caoba, ébano y roble.
Los muros del fuerte también contienen al Museo del Ejército, y allí reposan las memorias de cientos de miles de rudos combatientes (la mayoría de origen campesino), que se acuchillaron concienzudamente a lo largo de 200 años, de modo que hoy es posible visitarlo con un libro de Historia en la mano, paso a paso. Así, cada vez que llego al Museo del Ejército en Los Inválidos de París, puedo acompañar a los fantasmas de aquellos soldados desde la batalla de Champigny al asalto de las trincheras del Somme, y seguirlos después en su terrible retirada por las montañas del norte de Vietnam, perseguidos por infantería ligera comunista armada con machetes y fusiles checos que, exasperados por la carnicería, negaban cuartel y no hacían prisioneros. A veces llueve, y entonces camino con un paracaidista británico bajo la lluvia, empapado como él, con la boina bordó hecha una mierda y arrastrando el equipo y las municiones, pasando junto a los canales inundados de Normandía y a los cuerpos del ganado muerto y de sus camaradas heridos. 
Al atardecer observo desde lo alto de una atalaya, a los últimos legionarios empeñados en resistir el asedio de Dien-Bien-Phu (en la vieja colonia de Indochina, hoy llamada Vietnam), moviéndose como hormigas en sus pozos, cada uno con una granada en una mano y el cuchillo entre los dientes, con sus quepis blancos manchados de sangre todavía fresca, sus chaquetas camufladas y sus botas de asalto hundidas en el barro.

Allí puedo asistir también al caos de la retirada alemana de Colmar, en la Alsacia de 1945, y acompañarles por los caminos rurales, donde las maltrechas unidades de la Wehrmacht resistieron las descargas directas de la artillería aliada y el ataque frontal de la infantería, entre los bosques, ríos y canales cercanos a Mulhouse, donde se peleó por cada ladrillo de casa hasta llegar a Cernay, que terminó incendiada. Recorro luego con la vista las miserables posiciones cubiertas de espanto, los caminos embarrados, y me veo pisando la hierba mojada que pisaron aquellos soldados. Me retiro con ellos por el camino de Dijon imaginando a esos muchachos de diecisiete años (alistados a las apuradas un par de meses antes), tras su primer y último combate, huyendo de los fusileros marroquíes que acuchillaban sin piedad a los fugitivos.
Y entonces, en ese melancólico y privado momento de recuerdos militares y lecturas añejas, me detengo conmovido en un rincón, frente a una pintura. Es la representación del honor inútil y del pánico, y a la vez un canto a la amistad, donde se observa a un joven soldado malherido y a su compañero tendiéndole una mano, en un piadoso gesto de solidaridad. Es el “Honor al coraje infeliz”, de Edouard Détaille, una pintura que retrata la derrota, pero a la vez la humanidad.
En ella veo a un soldado francés echado sobre una piedra con la rodilla destrozada, la boca entreabierta y la mirada perdida. Parece un muñeco roto. Yace, solo y desamparado, con la mochila todavía puesta, sobre su propia sangre que comienza a convertirse en un charco, en el ángulo inferior derecho del cuadro. Le han herido en las piernas y sabe que morirá porque no puede seguir marchando. Todavía está lúcido y lo comprende, por eso presenta esa mirada de agotamiento, ese abandono y esa resignación. Está a punto de morir y lo sabe. A su izquierda aparece su compañero, su camarada, tendiéndole algo para intentar consolarlo en su desgracia. Su mirada es contemplativa y bondadosa. Es un soldado muy joven (igual que el herido). Lleva un clarín terciado a la espalda y el fusil cruzado y en apresto, pero aprieta las mandíbulas temiendo la cercanía de la muerte, esa tormenta fría y veloz que en cualquier momento puede arrastrarle a él también. Observo bien el cuadro y casi puedo oír el rechinar de dientes sobre el estrépito de los disparos y el ruido de la batalla. A la izquierda y más arriba (cerrando el cuadro), aparece de espaldas la silueta de un fusilero corpulento con aspecto de sargento, haciendo fuego desde el hombro con su fusil de chispa y su mochila y su gorra roja de granadero de un regimiento de dragones; infantería de línea francesa. Es el ángel que protege a los dos jóvenes guerreros. Pero mi vista siempre termina posada sobre los ojos del herido y de su solidario compañero: han matado y han visto matar. Han ejecutado y vivido en carne propia el acto más antiguo de la humanidad.

Salgo del Museo y camino lentamente sobre las piedras pulidas que conforman la enorme plaza de armas, bajo la marcial mirada del busto de bronce de Napoleón. Para hombres como yo, que llevan la vocación militar pegada a las tripas, Los Inválidos es un sitio que te deja sin aliento. Veo las placas conmemorativas que rodean las galerías superiores, y revivo mentalmente, sobre el suelo adoquinado, las circunstancias de todas las batallas.
Pienso, inevitablemente, en la demagogia estúpida que se niega a aceptar los ángulos de sombra que existen en la Historia y en la cruda condición del hombre: los campos de batalla pueden convertirse también en una extraordinaria escuela de lucidez, de solidaridad y de tolerancia.
Y que me perdonen los defensores de la paz; pero al abajo firmante le parece excelente que jóvenes colegiales en edad de formarse revivan lo que otros jóvenes de otro tiempo tuvieron que afrontar, cuando fueron juguetes de los poderosos, de las banderas y de las fanfarrias, o cuando pelearon generosamente por una fe o una idea. Que aprendan lo que otros dejaron de bueno y de malo, y a menudo de ambas cosas a la vez. Que pisen los inmensos cementerios que hay al final de los caminos alegremente abiertos por bocones y miserables, dispuestos a abrir la caja de sorpresas en su propio beneficio mientras se llenan la boca con palabras como patria, nación, ideología, cultura, raza, iglesia o dios. Pero también que aprendan que los estados, y las naciones, y el ser humano, se han hecho con lucha y con sangre. Que el acontecer de los siglos y sus sobresaltos desataron unos lazos y anudaron otros. Que no somos islas ni pueblos extraños, sino gente cuyos abuelos, y bisabuelos, y tatarabuelos, compartieron sueños, miedos, lluvias y sequías, amores y batallas; acuchillándose unas veces sin piedad, y enamorándose otras de lado a lado del río que algunos pretendían consagrar frontera. Y que de toda esa terrible y maravillosa saga de semen y sangre nacimos siendo lo que somos, fruto de una Historia de la que a veces debemos horrorizarnos y otras sentirnos orgullosos. Pero que es la nuestra.

Todo esto me sucede cada vez que visito el fuerte medieval de Los Inválidos, en París.
La experiencia en un museo de guerra puede ser mala o puede ser buena. Todo depende de quién te guíe por él.