Cada vez que algún viaje o circunstancia me
llevan a París, el abajo firmante aprovecha siempre para dar un paseo por el
Hotel de Los Inválidos, aquella extraordinaria y antigua fortaleza militar de
piedra color arena, creada en 1670 por orden de Luis XIV, para dar asilo a los
viejos soldados inválidos y sin hogar que habían luchado y sangrado por
Francia, en infames y olvidadas guerras coloniales que tuvieron lugar en
distintos sitios alrededor del mundo.
Visité el castillo por primera vez siendo aún
muy joven, un día de invierno, de llovizna y de bruma gris. Yo era cabo de la
infantería de Marina y había desembarcado en la ciudad espejada por la lluvia, en
una escala de avión rumbo a un campamento de los cascos azules argentinos
desplegados en la isla de Chipre. Aquella visita había sido fugaz, pero sirvió
para despertar en mí una profunda fascinación.
Regresé por segunda vez ocho años después,
mientras intentaba enrolarme en la Legión Extranjera. Hoy, ya retirado de las
armas, de la aventura militar y de todo aquello, regreso como un ciudadano
civil pero con el mismo y viejo espíritu, con el mismo entusiasmo.
Siempre que llego al castillo (y luego de pasar
por el control correspondiente de la guardia militar), se mezclan primero en mi
memoria los recuerdos de todo aquello que viví y que leí: mis antiguos jefes de
sección y los buenos compañeros charlando en torno al fuego, las noches de
juerga en los burdeles, "Los Centuriones" de Jean Larteguy, un vivac
improvisado en la montaña, "El húsar" de Pérez Reverte, una ración de
campaña en el bolsillo de la mochila, mercenarios europeos peleando en el
Congo, una larga marcha por la selva amazónica, un puesto de control en la
frontera turca o la foto color sepia de un soldado de treinta y tantos años
llamado Silvano Galarza, que luego sería mi abuelo, y que combatió en un
desierto perdido en el culo de Sudamérica, luchando en una guerra vieja contra
un enemigo invisible, contra la sed y los insectos y la miseria, en medio de
una frontera polvorienta y cruel.
Los franceses han tenido el buen gusto de
conservar intacto el castillo medieval del cual estoy hablando ahora, y donde además
descansan los restos de Napoleón Bonaparte, en una cripta de caoba, ébano y
roble.
Los muros del fuerte también contienen al
Museo del Ejército, y allí reposan las memorias de cientos de miles de rudos combatientes
(la mayoría de origen campesino), que se acuchillaron concienzudamente a lo
largo de 200 años, de modo que hoy es posible visitarlo con un libro de
Historia en la mano, paso a paso. Así, cada vez que llego al Museo del Ejército
en Los Inválidos de París, puedo acompañar a los fantasmas de aquellos soldados
desde la batalla de Champigny al asalto de las trincheras del Somme, y
seguirlos después en su terrible retirada por las montañas del norte de
Vietnam, perseguidos por infantería ligera comunista armada con machetes y
fusiles checos que, exasperados por la carnicería, negaban cuartel y no hacían
prisioneros. A veces llueve, y entonces camino con un paracaidista británico
bajo la lluvia, empapado como él, con la boina bordó hecha una mierda y arrastrando
el equipo y las municiones, pasando junto a los canales inundados de Normandía
y a los cuerpos del ganado muerto y de sus camaradas heridos.
Al atardecer
observo desde lo alto de una atalaya, a los últimos legionarios empeñados en
resistir el asedio de Dien-Bien-Phu (en la vieja colonia de Indochina, hoy llamada Vietnam), moviéndose como hormigas en sus pozos, cada
uno con una granada en una mano y el cuchillo entre los dientes, con sus quepis
blancos manchados de sangre todavía fresca, sus chaquetas camufladas y sus
botas de asalto hundidas en el barro.
Allí puedo asistir también al caos de la
retirada alemana de Colmar, en la Alsacia de 1945, y acompañarles por los caminos
rurales, donde las maltrechas unidades de la Wehrmacht resistieron las
descargas directas de la artillería aliada y el ataque frontal de la infantería,
entre los bosques, ríos y canales cercanos a Mulhouse, donde se peleó por cada
ladrillo de casa hasta llegar a Cernay, que terminó incendiada. Recorro luego
con la vista las miserables posiciones cubiertas de espanto, los caminos
embarrados, y me veo pisando la hierba mojada que pisaron aquellos soldados. Me
retiro con ellos por el camino de Dijon imaginando a esos muchachos de
diecisiete años (alistados a las apuradas un par de meses antes), tras su
primer y último combate, huyendo de los fusileros marroquíes que acuchillaban
sin piedad a los fugitivos.
Y entonces, en ese melancólico y privado momento
de recuerdos militares y lecturas añejas, me detengo conmovido en un rincón,
frente a una pintura. Es la representación del honor inútil y del pánico, y a
la vez un canto a la amistad, donde se observa a un joven soldado malherido y a
su compañero tendiéndole una mano, en un piadoso gesto de solidaridad. Es el
“Honor al coraje infeliz”, de Edouard
Détaille, una pintura que retrata la derrota, pero a
la vez la humanidad.
En ella veo a un soldado francés echado sobre
una piedra con la rodilla destrozada, la boca entreabierta y la mirada perdida.
Parece un muñeco roto. Yace, solo y desamparado, con la mochila todavía puesta,
sobre su propia sangre que comienza a convertirse en un charco, en el ángulo
inferior derecho del cuadro. Le han herido en las piernas y sabe que morirá
porque no puede seguir marchando. Todavía está lúcido y lo comprende, por eso
presenta esa mirada de agotamiento, ese abandono y esa resignación. Está a
punto de morir y lo sabe. A su izquierda aparece su compañero, su camarada,
tendiéndole algo para intentar consolarlo en su desgracia. Su mirada es
contemplativa y bondadosa. Es un soldado muy joven (igual que el herido). Lleva
un clarín terciado a la espalda y el fusil cruzado y en apresto, pero aprieta
las mandíbulas temiendo la cercanía de la muerte, esa tormenta fría y veloz que
en cualquier momento puede arrastrarle a él también. Observo bien el cuadro y
casi puedo oír el rechinar de dientes sobre el estrépito de los disparos y el
ruido de la batalla. A la izquierda y más arriba (cerrando el cuadro), aparece
de espaldas la silueta de un fusilero corpulento con aspecto de sargento,
haciendo fuego desde el hombro con su fusil de chispa y su mochila y su gorra
roja de granadero de un regimiento de dragones; infantería de línea francesa.
Es el ángel que protege a los dos jóvenes guerreros. Pero mi vista siempre
termina posada sobre los ojos del herido y de su solidario compañero: han
matado y han visto matar. Han ejecutado y vivido en carne propia el acto más
antiguo de la humanidad.
Salgo del
Museo y camino lentamente sobre las piedras pulidas que conforman la enorme
plaza de armas, bajo la marcial mirada del busto de bronce de Napoleón. Para
hombres como yo, que llevan la vocación militar pegada a las tripas, Los
Inválidos es un sitio que te deja sin aliento. Veo las placas conmemorativas
que rodean las galerías superiores, y revivo mentalmente, sobre el suelo
adoquinado, las circunstancias de todas las batallas.
Pienso, inevitablemente, en la demagogia
estúpida que se niega a aceptar los ángulos de sombra que existen en la
Historia y en la cruda condición del hombre: los campos de batalla pueden
convertirse también en una extraordinaria escuela de lucidez, de solidaridad y
de tolerancia.
Y que me perdonen los defensores de la paz;
pero al abajo firmante le parece excelente que jóvenes colegiales en edad de
formarse revivan lo que otros jóvenes de otro tiempo tuvieron que afrontar, cuando
fueron juguetes de los poderosos, de las banderas y de las fanfarrias, o cuando
pelearon generosamente por una fe o una idea. Que aprendan lo que otros dejaron
de bueno y de malo, y a menudo de ambas cosas a la vez. Que pisen los inmensos
cementerios que hay al final de los caminos alegremente abiertos por bocones y
miserables, dispuestos a abrir la caja de sorpresas en su propio beneficio
mientras se llenan la boca con palabras como patria, nación, ideología,
cultura, raza, iglesia o dios. Pero también que aprendan que los estados, y las
naciones, y el ser humano, se han hecho con lucha y con sangre. Que el
acontecer de los siglos y sus sobresaltos desataron unos lazos y anudaron
otros. Que no somos islas ni pueblos extraños, sino gente cuyos abuelos, y
bisabuelos, y tatarabuelos, compartieron sueños, miedos, lluvias y sequías,
amores y batallas; acuchillándose unas veces sin piedad, y enamorándose otras de
lado a lado del río que algunos pretendían consagrar frontera. Y que de toda
esa terrible y maravillosa saga de semen y sangre nacimos siendo lo que somos,
fruto de una Historia de la que a veces debemos horrorizarnos y otras sentirnos
orgullosos. Pero que es la nuestra.
Todo esto me sucede cada vez que visito el fuerte
medieval de Los Inválidos, en París.
La experiencia en un museo de guerra puede ser
mala o puede ser buena. Todo depende de quién te guíe por él.
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