Pero Buenos Aires además tiene otra cara, como todo, y cuando la caminas
o convives en ella observas que es también una ciudad desalmada y grosera,
martirizada bajo los neumáticos de miles de conductores insolidarios y
ruidosos. Cortes de calles, protestas, policías que trafican con todo y que
conviven con tenderos ilegales que venden hasta sus almas para poder regresar a
casa con algo de puchero que arrimar a la cazuela. Las putas malogradas de Plaza
Miserere. La Avenida Pueyrredón con sus borrachos de siempre esperando el
milagro acodados sobre el mostrador de “El Escorial”. Predicadores evangélicos
vociferantes que intentan, sin éxito alguno, salvar del infierno a pequeños
granujas que menudean estupefacientes enfundados en ropa de gimnasia. Los recuerdo a todos ellos; tan nítidos y coloridos como fotos en secuencia indeleble.
Hace diez años, cuando vivía en Zarate, el abajo firmante iba mucho a
Buenos Aires porque me gustaba ver el bullicio de la ciudad. Disfrutaba viendo los
reflejos de luz de las vidrieras y escaparates en el asfalto húmedo de las
avenidas, en pleno mes de julio cuando el viento inexorable de la sudestada
barría las veredas y el implacable azote te cortaba la cara. La gente saliendo
por la boca del subte a los empujones con abrigo y bufanda. Los mozos trabajando
en los cafés; pulcramente uniformados con aquellas camisas blancas y chalecos negros suyos, peinados a la gomina, tan elegantes y aplomados en medio de
aquel desmadre que parecían actores de cine, o muñequitos de torta.
En aquel tiempo, o sea, en 2008, la ciudad tenía un jefe de gobierno que
luego fue presidente del país. Un tipo flaco y con cara de buen chico que, como
todos los políticos que gobernaron la Argentina, comenzó amable, con promesas
de dignidad y toda la parafernalia, y que ahora es sufrido a diario por muchos
ciudadanos en sus carnes y sentimientos. Sin embargo, pese a dirigentes sin escrúpulos,
a la mala leche de algunos y a otros elementos que amenazan con afearla, a Buenos
Aires no han conseguido quitarle todos sus encantos.
Esos lugares encantadores suelen ser trincheras solitarias, aisladas y perdidas
en medio del caótico combate que se libra en la ciudad. Y es eso lo que hoy voy
contarles; sobre una de esas pequeñas reservas indias, uno de esos bastiones
que resisten más o menos victoriosamente el embate de la ordinariez, la
estupidez y la codicia, y aún ofrecen refugio a las gentes de buena voluntad.
Hace diez años se contaba todavía, gracias a Dios o a quien carajo sea, con la
Librería de Ávila.
Anoche, mientras rebuscaba un texto de espías entre los libros de mi
biblioteca, me reencontré con un ejemplar viejo y con olor a sótano; una de esas
afiladas y sabias dagas que tanto me gustan. Ahora que en el centro de Europa vienen
las frías y nubladas mañanas de domingo, cuando las ramas desnudas de los
árboles dejan que el sol se filtre y caliente la hojarasca caída, y los puestos
pintados de gris donde venden castañas calientes se escalonan calle arriba, acostumbro
a quedarme en casa releyendo libros de segunda mano; naufragios de bibliotecas
y saldos condenados al exilio que las editoriales arrojan como restos mortales entre
resacas de tinta y papel. Así me reencontré con este viejo libro de Jean
Larteguy, y recordé que lo había adquirido por unas pocas monedas en la Librería
de Ávila.
Si el viajero que llega a Buenos Aires es uno de esos felices
contaminados por el virus singular, incurable, que se adquiere al tocar las páginas
de un libro viejo, uno de sus itinerarios obligados se iniciará en el barrio de
Monserrat, con un cortado sobre las viejas mesas de mármol y madera del café Tortoni,
a esa hora en que hay pocos clientes y los mozos, entre bostezo y bostezo,
hojean el diario junto a la registradora y al mostrador con medialunas. Luego,
tras saludar en silencio a todos los venerables fantasmas que acechan entre
aquellas paredes elegantes y espejos señoriales, el viajero bajará en dirección
al río acompañado por uno de ellos (tal vez Borges, Gardel, Storni o cualquier
otro) hacia el Cabildo y la Plaza de Mayo, y bordeando esta última, sin prisas,
caminará por la calle Bolívar para luego, torciendo levemente a la izquierda,
bajar por Alsina deteniéndose frente al puesto de libros que allí aguardan, a
que un afortunado poseedor les dé calor, utilidad y vida.
Y tal vez, si ese día el buen fantasma de turno le sonríe por encima del
hombro, el paseante hallará, con un ligero sobresalto de placer emocionado, ese
volumen nuevo o amarillento como el mío, ese título que busca, que intuye o que
espera, destinado a él desde que alguien, quizá muerto hace siglos, lo imaginó
y escribió en la soledad de un estudio, en una mugrienta pensión o en la mesa
de un café, antes de darlo a la imprenta como quien pone un mensaje dentro de
una botella capaz de recorrer el curso del tiempo.
Después, con su botín maravilloso bien apretado contra el pecho, el
paseante agradecerá solemnemente al hombre encorvado que lo mira desde atrás
del mostrador; un anciano librero con lentes de marco metálico, un sabio de
guardapolvo o chaqueta azul con los bigotes y los dedos amarillentos por tantos
años de nicotina y café, que se calienta al amor de una estufa eléctrica. Un
hombre viejo como sus libros, pero metódico e implacable como un filósofo
alemán.
Así era hace diez años la Librería de Ávila; tal vez uno de los últimos
recintos antiguos, sabios y lúcidos que todavía funcionan en Buenos Aires.
Pues nada. Que había encontrado este librito revolviendo mi estantería y
quise contarles sobre aquel rincón en que lo compré; un lugar que fue mi
trinchera y mi oasis en aquella jungla de cemento y estupidez. Allí solía
encontrar indulgentes ancianos, pacientes asesores y corteses combatientes contra la ignorancia.
En
fin. Cultos compañeros de aventura.
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