tos, calles y lugares emblemáticos estaban escritos únicamente en húngaro, y no lograba comprender nada. Me miraban sin gastar siquiera una sonrisa de amabilidad y me respondían en húngaro. Se encogían de hombros y continuaban su camino, o seguían sentados viendo pasar los tranvías frente al haz de sol que les bañaba la cara. Tuve la sensación de que sabían hablar inglés, pero que les interesaba un carajo hacer el esfuerzo de comunicarse. Tenían esa mirada de indiferencia que parecía decir “haz tú el esfuerzo de entenderme a mí, cabrón”. Entonces pensé que no les faltaba razón, y menos si uno mira hacia atrás en la Historia y descubre todos los esfuerzos que esa gente se ha visto obligada a hacer durante demasiados años.
Allí, en la capital de Hungría, antigua frontera occidental del bloque
soviético, enclavada en el núcleo central de Europa, junto al río Danubio que
aspira hacia el Mar Negro desde Alemania, se dibujaba frente a mí un terreno ondulado
lleno de colinas y de bosques, con más de siete siglos de antigüedad y que
había sufrido innumerables conquistas y destrucciones. Me resultó inevitable
que mi primera impresión de la ciudad girara en torno al gran río, los puentes
monumentales que lo cruzaban y la solemne estampa del Parlamento. El esplendor
de ese escenario inicial resumía buena parte del encanto de la ciudad, de su
decadente atmósfera imperial y de un carisma que ha sobrevivido a todos los
horrores que la acecharon, ya desde la antigüedad con las invasiones tártaras
del siglo XIII, la ocupación otomana durante siglo y medio o el posterior
dominio austriaco. Pero muy en especial a lo largo del siglo XX, pues en
Budapest dejaron su huella reciente las dos guerras mundiales, el Holocausto
judío, la Revolución de 1956, la invasión soviética y cuarenta años de
dictadura comunista. Toda esa carga marcó para siempre el carácter de su gente.
El anciano mendigo tenía libros al pie de su camastro y una insignia
metálica con la hoz y el martillo prendida a un bolsillo de su abrigo. Pero
¿quién era él? ¿Un simple nostálgico del comunismo? ¿Un marinero rezagado del
Partido Bolchevique? ¿Un místico? ¿Un adicto? ¿Un turista naufragado hace años?
¿Un aventurero? Era imposible saberlo.
Levanté mi gorra de lana descubriéndome la cabeza para saludar cuando
pasé frente a él, golpeando mis pies contra el suelo para combatir el frío,
viendo a otros mendigos igualmente cansados, agrietados por el viento y con los
vientres vacíos de rancho caliente durante meses, mientras pedían caridad
arrodillados en las esquinas de aquella hermosa ciudad europea.
Yo iba caminando por la Avenida Andrássy. Tenía tres días para recorrer
la ciudad en busca de historias de gente común que vivió bajo la dictadura
comunista; un peregrinaje narrativo a lo largo de una frontera invisible que
hoy es imaginaria, pero que hasta hace pocas décadas se llamó cortina de hierro,
y que fue real y brutal.
Caminar por países nuevos es habitar un estado de asombro diario. Así
que el viejo mendigo del parque, con sus libros rojos y su insignia soviética
prendida a la chaqueta no fue realmente una sorpresa para mí. Tampoco lo
sobresalté. El no me vio, pues estaba perdido en su mundo; balanceándose y
cantando en su idioma. Él ni siquiera abrió los ojos.
Miré hacia atrás.
El edificio gris ocupaba toda una esquina hasta la mitad de la cuadra. En
el número 60 de la avenida Andrássy surgió frente a mí el antiguo cuartel de la
Policía de Seguridad Política del Partido Comunista Húngaro ( hoy convertido en
museo); el famoso e infame AVO.
El 17 de enero de 1945, mientras el sitio de Budapest todavía estaba en
marcha, los comunistas nombraron a Gábor Peter (un aprendiz de sastre), para
dirigir el Servicio de Información Política al estilo soviético. Con sus mismos
métodos de secuestro, represión, tortura y eliminación sistemática de opositores,
el AVO era una policía similar a la GESTAPO alemana. En un tiempo relativamente
corto, esos elementos especiales establecieron una temida y notoria
organización cuya principal responsabilidad era rastrear a opositores del
régimen y llevarlos a juicio, considerando a civiles comunes como criminales de
guerra. Para estas tareas, el AVO utilizó las herramientas de la persecución y
el terrorismo de estado.
Los oficiales del AVO húngaro eran entrenados en una academia especial
ubicada en Budapest (por agentes tácticos venidos desde Tirgo Mures, Rumania),
donde básicamente se les enseñaba el “método Dzherzhinsky” ( llamado así
en honor al padre del “Terror Rojo”, Félix Dzherzhinsky, creador de la “Cheka”
en 1917, la policía secreta de Lenin que después se convertiría en el KGB).
La doctrina de esa academia se resumía a algo muy simple pero brutal; tener
odio despiadado contra los enemigos de la clase obrera y eliminarlos a toda
costa, utilizando técnicas metódicas, disciplinadas e implacables. Se
les enseñaba, por ejemplo, a aplicar “el interruptor”; una técnica que consiste
en colocar los dos dedos pulgares a cada lado del cuello de un enemigo y
presionar, muy fuerte, sobre la arteria carótida del infeliz cautivo. Quince
segundos de esa presión provoca un desmayo. Un minuto, la muerte. Utilizaban este
método luego de “ablandar” al detenido mediante brutales palizas con porras o a
puño limpio, e instigaban terror psicológico en el prisionero provocándole involuntarias
evacuaciones de vientre o vejiga, o desvanecimientos perfectamente calculados y
controlados por los interrogadores. Eran matones profesionales. Su arte era la
violencia.
Placas con fotografías de prisioneros rodeaban la fachada del muro. Un
monumento con cadenas herrumbradas recordaba la asfixia de los años bajo la
cortina de hierro, y un tanque soviético T-34 aparecía estacionado para siempre
dentro del edificio a modo de recordatorio, de que alguna vez en esas calles se
combatió casa por casa y granja por granja, entre minas anti-persona o trampas
explosivas que acechaban a todos por igual; soldados, obreros, campesinos o niños.
Dispositivos mortales que yacían en silencio esperando a que alguien saltase alguna
tapia para saquear un almacén o una casa, empujado por el hambre, y terminase
volando por los aires con los pies despedazados en medio de gritos y un solo estallido
sordo.
Ingresé en aquella fortaleza cuadrada y levanté la vista. Miles de
carpetas con archivos colgaban en ordenadas estanterías; cientos y cientos de
nombres de quienes fueron sospechosos de conspirar contra el régimen. Vidas
anónimas silenciadas y resumidas a números, tinta y papel.
Un monumento de piedra que enaltecía a los “valerosos soldados de la
revolución” dominaba la entrada al sótano y a las cámaras de tortura.
La
sugerente propaganda política se reflejaba en afiches que destacaban al
soldado, al obrero y al campesino, como constructores de un mundo nuevo y
perfecto. Estampas de hombres fuertes, sólidos y fiables, con antebrazos de
acero y miradas decididas que apuntaban hacia un horizonte socialista claro y
definitivo. La vieja utopía de la felicidad masiva. Ovejas marchando
alegremente al matadero popular.
Ingresé en una pequeña oficina. El cuarto se había detenido en el tiempo
hacía 60 años. Un escritorio de madera oscura, un calentador a vapor y una
lámpara de lectura sobre la mesa. Simple y básico pero efectivo, como el fusil Kalashnikov. El despacho del asesor
soviético, el comisario político; un individuo tenebroso y omnipotente sobre el que recaía todo el poder; inteligencia militar, deportaciones, control de la
economía, de la atención sanitaria, la educación, la comida, el transporte y
las comunicaciones. Absolutamente todo se manejaba desde allí, al pie de un
retrato de Stalin y entre libros de doctrina marxista. El último asesor
soviético abandonó ese pequeño recinto en 1989, tras cuarenta años de
dictadura.
En los países donde el Ejército Rojo expulsó a los nazis, la Unión
Soviética forzó un tipo de asentamiento socialista destinado a la población civil
que allí vivía. La cortina de hierro era una enorme frontera que comenzaba en
el noroeste de la antigua DDR (Deutsche Demokratische Republik, Alemania
Oriental), y terminaba en el sudoeste de Bulgaria. Era una frontera
herméticamente cerrada y asegurada con minas terrestres, donde la población
civil vivía literalmente atrapada. La mayoría de la gente optaba por no correr
riesgos y no intentaba traspasarla. Pero aquellos que, no obstante, trataron de
hacerlo, tuvieron que considerar, en el mejor de los casos, un largo tiempo en
prisión acusados de traición a la clase obrera. La famosa dictadura del
proletariado. Justicia popular, deportación o muerte. O, muchas veces,
directamente lo último. Pero también hubo algunos que decidieron lanzarse a la
aventura de cruzar la frontera y lo lograron, mientras que otros hicieron lo
mismo y encontraron la muerte en los campos minados, recibieron disparos
mientras huían o fueron capturados y ejecutados sumariamente en el mismo lugar.
En Hungría, los partidos políticos fueron abolidos y se introdujo un
sistema de partido único. La mayoría de las organizaciones sociales y las
sociedades fueron prohibidas, y solo los seguidores del Partido Obrero Húngaro
gozaron de representación política. Cada línea, teoría, o punto de vista que no
se ajustaba a la doctrina del partido se consideraba hostil y se debía
erradicar. El marxismo-leninismo y estalinismo extendió sus tentáculos sobre la
economía, la vida cultural, la educación y la vida cotidiana en general. El
gobierno parlamentario dejó de existir al igual que los debates políticos.
El mayor líder del comunismo húngaro fue Mátyás Rákosi, el “sabio
consejero”, como se hacía llamar. El principal alumno húngaro de Stalin gobernó
el Estado con disciplina espartana y la vida diaria se militarizó; un país
entero atrapado en una psicosis de guerra. Los comunistas cambiaron la
constitución, declarando a Hungría como República Popular. Abolieron la
propiedad privada y, como en todo resto de la Unión Soviética, introdujeron una
economía centralizada y planificada que pronto llevó al país a la bancarrota.
La escasez se convirtió en un rasgo económico permanente. Las estanterías de
las tiendas estaban vacías y la gente se veía obligada a esperar en largas
filas durante horas, bajo la nieve del invierno o bajo el sol vertical del
verano; el pan o el azúcar, los huevos o la manteca. La dignidad se escapaba
como el agua entre los dedos, junto a la esperanza de una vida mejor. Sólo algunos
soldados, campesinos u obreros afiliados al partido gozaban en ocasiones de
ventajas económicas mejores, comúnmente luego de realizar trabajos “especiales”
impuestos por sus capitanes o comisarios políticos. Normalmente esas tareas
consistían en delatar a desertores o posibles conspiradores. El terror siempre
proyectaba su sombra sobre la vida cotidiana.
Veía todo aquello mientras recorría lentamente los calabozos, bunkers y
habitaciones enrejadas, aisladas con placas acústicas para amortiguar los gritos
de los prisioneros que eran torturados hasta la muerte. Reflexioné un instante y
me dije a mi mismo que aquel sitio podría ser muy similar a los sótanos de la
ESMA que conocí en Buenos Aires, o a los calabozos de las bases navales del
interior de la Argentina donde alguna vez me tocó trabajar. Entonces reafirmé,
con serena certeza, mi vieja convicción de que todos los regímenes totalitarios
tienen la misma e infame raíz; la puerca condición humana. En esos agujeros
húmedos de la capital de Hungría comprobé una vez más que el mundo es un lugar
peligroso dominado siempre por los mismos hijos de puta; inescrupulosos que
hacen de la barbarie y del sometimiento un arte organizado, sistemático y
metódico, y que el mal puede tomar diversas formas, fronteras o banderas, pero
que siempre termina oliendo igual: a sudor rancio de prisionero, a miedo, a
orines y a mierda.
Cuando salí del sótano de la Avenida Andrássy ya era casi de noche, y
las luces amarillas que se iban encendiendo a través de la ciudad le daban al
sitio un aspecto de cuento. Un pálido disco de sol se había deslizado bajo una
grieta en las nubes de tormenta, y durante unos minutos todo brilló con luz
eléctrica. Haces de oro y plata rociaron la avenida, encendiendo las cúpulas de
los edificios que se extendían en filas alineadas hasta el borde del mundo.
Pasó un tranvía y miré mi reloj. Dieciséis con quince minutos. El hielo de una
charca crujió bajo mi bota y tragué un aire tan frío, fino y metálico que me
cortó la garganta como cuchillas de afeitar. Volví a golpear mis pies contra la
tierra dura como el hierro, y comencé a remontar la calle en aquel paisaje anochecido, soplándome las manos para infundirme calor rumbo al refugio del
hotel.
Las calles de Budapest, con
su historia retumbando de esquina a esquina como ecos silenciosos, parecían
susurrar palabras que podrían ser: doble ocupación, dictaduras, nazismo, Unión
Soviética, resistencia, ansias de libertad. Palabras que crean en el visitante
una sensación contradictoria, de terror y de heroísmo a la vez, de esperanza y
desesperación.
Hay que desnudar los sentidos
para notar eso, porque la modernidad caló fuerte en la ciudad, llena de zonas
con terrazas y bares vintage, festivales,
foodtrucks, y lugares donde calentarse contra el frío de finales de diciembre.
Pero aún así, en Budapest
es posible sentir todavía el dolor de sus fantasmas.
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