"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

miércoles, 30 de octubre de 2019

José Quiroga: obrero, inmigrante y pesimista


José Quiroga estaba muy seguro de que nada cambiaría ese domingo, pero igual se levantó a las 7 a.m. en su departamento de dos habitaciones de la Konradstrasse, en el distrito de Olten, y se puso el overol azul antes de entrar a la cocina a desayunar. Su mujer, Gretchen, le preparó huevos con jamón. Quiroga estaba en medio de su comida cuando recibió la llamada que estaba esperando. Era Roby Marbacher, el capataz de mantenimiento de la embajada de Argentina en Berna, Suiza, donde Quiroga trabaja desde hace 20 años para ganarse la vida. “José, ¿podrías estar aquí como a las once de la mañana?”, le preguntó su jefe. “Ya sabes a qué se debe”. Quiroga lo sabía. Colgó el teléfono, terminó su desayuno y dejó su departamento para disponerse a pasar el resto del domingo asistiendo a los votantes argentinos exiliados, que elegían nuevo presidente para su ahora muy lejana patria.
"No va a cambiar nada", se dijo Quiroga mientras viajaba en el tren con la nariz pegada al vidrio húmedo. "Siempre es igual. Si regresas al país después de una semana, todo ha cambiado. Pero si regresas después de 30 años, nada ha cambiado", pensaba ensimismado viendo transcurrir el paisaje neblinoso y pardo a través de la ventana.
Cuando Quiroga llegó al número 1 de la Jungfaustrasse había salido el sol y la fila de gente que aguardaba en la puerta de la embajada era importante. "Doscientas personas", calculó rápidamente. El señor Kaufmann y Simon Bachmann, el encargado del edificio, estaban esperándolo. "Disculpa por hacerte salir así un domingo", dijo Bachmann, "No esperábamos tanta respuesta". "Oh, no digas eso", respondió Quiroga. "¿Por qué?, es mi trabajo y mi deber es estar aquí". Quiroga estaba acostumbrado a ponerse detrás del volante de una excavadora. Era su oficio desde hacía 25 años. La excavadora era una máquina amarilla con un cubo metálico negro que cavaba la tierra en dirección al operario, no en dirección opuesta a él, como hace una grúa. Pero esta vez dejó la máquina estacionada en su cobertizo, y se dedicó a ayudar a repartir café y pasteles a la gente que esperaba para votar.
Las hojas marrones cubrían el césped, porque era otoño. Entonces Quiroga recordó aquel día en que salió por última vez de su casa en el barrio "La rana" del partido bonaerense de San Martín, rumbo al aeropuerto de Ezeiza y al axilio de México. "Era un día parecido a este", se dijo. "Aquel otoño hace 25 años". Luego vendrían los tiempos duros evadiendo a la policía migratoria y las incursiones clandestinas en Guatemala y El Salvador, los muertos en las fronteras inciertas y aquellos primeros años de trabajo en Europa, como albañil de la construcción, en comunidades deprimidas y habitadas mayoritariamente por inmigrantes turcos asentados en el oeste de Alemania. "Los tiempos duros llegan siempre en otoño", se repitió en silencio. "Otoño. Tiempos duros".
El señor Kaufmann sonreía alegremente mientras servía café y repartía tortas, ignorante de cuanto podría estar pasando por la cabeza de Quiroga. "Mírelos, están felices. Tienen esperanza", dijo. "Es bueno que la gente tenga esperanza, a pesar de todo". "¿Y usted no va a votar?", le preguntó a Quiroga que en ese momento observaba como una mosca había caído en la trampa de una araña y comenzaba a ser devorada por ésta. "No. No voto hace muchos años. Desde que salí de Argentina". "Pues debería", dijo el suizo. "Eso alimenta y ayuda a mantener en forma la democracia".
Quiroga seguía observando el espectáculo silencioso, anónimo y brutal que se desarrollaba en la esquina superior de la superficie blanca, justo en el vértice entre la pared y el techo. Entonces comenzó a pensar en las patas de la mosca arañando desesperadamente la tela, intentando escapar y hundiéndose cada vez más y más en una muerte inexorable y viscosa. "Son moscas", se dijo. "Los argentinos crédulos y optimistas son moscas". "Cientos de miles de moscas, millones, arañando esperanzas y patinando en la tela para siempre. Argentina es un sistema concebido para machacar el futuro y aplastar la inteligencia. Es la comarca del mundo donde solo el hecho de permanecer para vivir pone en riesgo la salud física y mental. El hambre, la moral y la dignidad son usados como tela, como arma arrojadiza, como ciénaga peligrosa en donde caer se transforma automáticamente en una sentencia de muerte. Es una trampa que hace mal y que hunde lentamente, muy lentamente, pero que a la vez mantiene conscientes a sus cautivos durante todo ese tiempo, para mostrarles su propio final con fría calma y disciplinado método. Una tierra tan extraña como cruel que condena a sus gentes al crimen masivo y popular de marchar todos juntos alegremente al matadero. Año tras año y gestión tras gestión". "Son moscas", se dijo. "Igual que nosotros. Todos somos moscas".
Cuando los votantes comenzaron a sufragar todo se desarrollaba en un marco de profunda paz y tranquilidad. En el recinto no había policía, ni soldados, ni fusiles ni armamento de ninguna clase. En la calle no había ruido, ni gritos, ni bocinas, ni música, ni olor de ningún tipo, ni se escuchaban peleas, y nadie hablaba de fútbol ni había camisetas de ningún equipo y el sol estaba cada vez más cálido y los individuos que esperaban en la acera comenzaron a quitarse los abrigos. Unas mujeres mordieron pasteles y bebieron café, y las hojas caídas en el suelo volaron de repente en una ráfaga de viento con el sonido de una trilladora, que pudo oírse por encima del ruido de los pájaros. Cuando terminaron de votar unas 300 personas, Simon Bachmann, el encargado del edificio,  se acercó y echó un vistazo. "Esta jornada es buena", dijo. "Me hubiera gustado votar también”, dijo el señor Bachmann. "La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás sistemas", añadió. "Ya saben, solía decirlo Churchill”.
Albert Lang, otro asistente de la embajada, asintió y dijo que ahora se necesitaban más hombres en el gobierno con los huevos de Churchill para terminar con el terrorismo y el caos en el mundo. "Era un hombre fuerte", dijo Quiroga. "Sí, sí que lo era", dijo Lang. "Ahora solo hay cabrones, cobardes y feministas en el poder. Toca defender cada uno su parcela y no confiar en nadie", remató. "Sabes, este tiempo me da asco".
Quiroga tenía 58 años. Era un hombre de cabello canoso cortado casi al rape, delgado pero correoso y con la mandíbula afeitada que nació en la provincia de Buenos Aires y cumplió servicio como soldado raso con el 7 de infantería en el Monte Longdon durante la Guerra de las Malvinas. Era un operador de maquinaria vial certificado con categoría 2, lo que significa que ganaba 35, 5 francos por hora. Era un hombre anónimo, un inmigrante y obrero manual que asistió a los votantes argentinos residentes en Suiza el domingo 27 de octubre de 2019 sirviéndoles café y tortas, mientras elegían al presidente número 50 de ese país. 
Un obrero vial que cobraba 35, 5 francos la hora y que no votó porque no regresaba a su país hacía 25 años y porque ya no creía en nada. Abandonó su día de descanso para ayudar en unos comicios gratuitamente, y dijo que el mantenimiento de la embajada era su trabajo y que una parte de su trabajo consistía en obedecer las órdenes de su jefe, y que por eso su deber era estar allí.

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