Al mediodía el sol castigó con fuerza el embarcadero sobre el río Nanay.
Los hombres estuvieron listos desde muy temprano, con sus equipos preparados y la tensión reflejada en sus rostros pintados de camuflaje. Todos estábamos igual; curtidos por la deshidratación.
Alguien encendió un cigarrillo y se escucharon risas nerviosas pero nadie habló en voz alta. Era una de esas risas inseparables que nos acompañaban siempre para disimular el miedo. Era nuestra manera de aliviar la tensión y siempre estaba presente entre nosotros.
Me sentí enfermo, con el estómago cerrado y sensación de náuseas. Solo había podido tomar unos pocos tragos de agua para mojar la boca seca y seguir esperando sentado sobre mi mochila.
El panorama a mi alrededor era oscuro y húmedo. La quietud de la selva parecía tragarnos con sus colores verdes, pardos y negros. Mi uniforme era del mismo color y me confundía con ella.
En un instante me encontré sobre la lancha intentando acomodarme como podía sobre municiones, armas, equipos de radio, víveres y demás parafernalia guerrera. Me asignaron un lugar en la proa y traté de acurrucarme para que pudieran caber también el resto de mis compañeros.
Observaba como el río, embravecido y caudaloso, se perdía en estelas de espuma bajo el casco de la embarcación. La mirada fija en la jungla, el latir del corazón que galopaba dentro de mi pecho y el músculo tenso sobre el fusil, buscaban algún movimiento que indicara hostilidad.
Luego de un tiempo que no he podido calcular, salté a la costa y el barro se hundió bajo mis botas. Estaba empapado en transpiración y todavía no habíamos iniciado la marcha.
En tierra recibí la orden de ir de explorador, lo que significa marchar solo y delante de la patrulla, en la vanguardia. Miré hacia atrás y vi como los hombres del pelotón se encolumnaban detrás mío.
El calor era agobiante y se sentía al máximo. La camisa se me pegaba al cuerpo empapado en sudor y unas malditas hormigas rojas comenzaron a devorarme el cuello. En cada picadura sentía como si alguien me estuviera apoyando la brasa encendida de un cigarrillo. La mochila pesaba cada vez mas pero debía seguir. No había mucho tiempo para lamentarme.
Alguien tocó mi hombro y me indicó que volviera a la fila de hombres que avanzaban penosamente, doblados bajo sus equipos y con los tobillos hundidos en el barro.
Ahora marchábamos despacio. Íbamos retrasados con respecto a lo planeado. No corría aire y yo, con el cuello cerrado y las mangas bajadas, sentía que el calor de la selva me oprimía. Aquello era como querer correr en un baño turco. Cuando respiraba me parecía que no absorbía aire sino otra cosa que no llegaba a satisfacer a mis pulmones. La mochila, los cinturones con municiones, las armas, la lona, el cuero y el metal me ahogaban y daban la impresión de apretar mi cuerpo como si formaran un puño enorme. Al final, me desabroché el cuello y me arremangué. Tendría que cuidarme con más atención de las malditas hormigas.
Comenzó a llover de nuevo. Cada paso era más arduo que el anterior. El suelo de la selva estaba encharcado y estriado cada tanto por arroyos furiosos cuyas márgenes, resbalosas a causa de las hojas descompuestas, se deshacían bajo nuestros pies. Mateo, que iba adelante, con mucha cautela comenzó a bajar por una cuesta empinada pero ésta se desmoronó y lo arrastró treinta metros hasta que un árbol lo detuvo. No se había herido pero una de sus botas estaba tajeada hasta mitad de la pantorrilla. Ayudamos a levantar su cargamento cubierto de barro y lo limpiamos todo lo que pudimos antes de continuar la marcha.
La carga se nos resbalaba constantemente de la espalda mientras tropezábamos y nos deslizábamos sobre el lodo. Las gotas de lluvia golpeaban las hojas de los árboles semejantes a piedras que golpean sobre un techo. Teníamos que gritar para escucharnos entre nosotros.
Desde atrás veía a mis compañeros de patrulla mientras seguía caminando, doblado bajo mi mochila y hundido en esa humedad que lo devoraba todo. Parecíamos animales de carga que se avanzaban a los tumbos y se perdían en la niebla. En ocasiones sentía que flotaba en esa bruma. Todo era muy extraño. La lluvia continuaba cayendo pero el calor comenzaba a disminuir.
Nadie hablaba, y solo se oía el murmullo de la jungla. De repente hubo una señal. El brazo levantado del sargento nos indicaba clavarnos de cabeza en el barro y esperar.
Después de unos minutos volvimos a marchar. Falsa alarma, no era nada.
Vi la hora en mi reloj y me dí cuenta que habíamos avanzado solo un poco mas de dos km en cinco horas. Nos habían dicho en el entrenamiento que las condiciones en la selva eran duras, pero caminarla lo era aún mas. Mi cuerpo clamaba por descanso y mis nervios habían llegado a su extremo de resistencia. Me sobresaltaba por el solo hecho de quebrar una rama con la suela de la bota o de que otra me rozara la cara. Con todo continuamos avanzando durante horas, sin pronunciar una sola palabra.
La lluvia cesó en el momento en que atravesábamos un valle en medio de una oscuridad total. Alcanzamos un río que estaba transformado en un torrente. El vado que teníamos en vista probablemente en tiempo normal traía poca agua y era fácil de cruzar pero, después de las lluvias, estaba transformado en una corriente en la que nos hundíamos hasta el pecho, que ondulaba y hacía remolinos entre las rocas.
Allí nos detuvimos. Armamos nuestro refugio con palmeras y ramas de mocambo. Sería nuestra base de patrulla reducida para descansar un rato en ese fétido e inexorable lugar.
Me tocó hacer el primer turno de guardia y, sentado sobre un charco de barro me dispuse a abrir un paquete de comida de mi ración "charlie".
Me esperaban dos horas de tensa vigilancia con el visor nocturno y mi fusil M-16. Pensé en Judit tratando de luchar contra el sueño y el agotamiento.
Después de un tiempo que se me hizo eterno, alguien me tocó la espalda y entregué mi guardia con el visor. Acomodé la cabeza cobre mi mochila y abracé con fuerza mi M-16.
Todo se volvió silencioso y soñé que flotaba entre sábanas blancas y las piernas tibias de una mujer.
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