"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 9 de enero de 2016

El legionario de Mostar


Ocurrió en 1993. Me lo contó Manuel Hernandez, en Bosnia-Herzegovina.
Semanas y meses llevaba la gente viviendo la misma pena, la misma desesperanza. Los días de los musulmanes bosnios transcurrían a los tumbos, porque en cada esquina de calle acechaba la sombra de la miseria o del asesinato impune.
La tarea más cotidiana podía convertirse en aventura fugaz de vida o muerte: hacer la fila para el pan, cruzar la calle para buscar el agua, encender un fuego para calentarse.
Desde los techos y desde cualquier esqueleto de casa ruinosa y ennegrecida por las bombas, podía llegar de pronto una bala de francotirador emboscado cortando el aire, bordeando las derruidas siluetas de los edificios. La población civil estaba prisionera, obligada a tragar garganta abajo el espeso brebaje mezclado de odio y estupidez que sus vecinos cristianos urdían.
Eran forzados a vivir siempre en compañía del mismo miedo, del mismo temor. Porque primero habían sido los serbios, acribillando gente a mansalva por simple diversión, desde lo alto de las montañas que rodean Sarajevo, y ahora eran los croatas cristianos allí, entre los escombros humeantes de lo que había sido la bella Mostar. Porque Mostar, a pesar de la guerra, seguía siendo todavía una ciudad muy bonita, con sus bazares turcos forrados en artesanías de cobre, sus mercados de especias orientales y de frutas donde los hombres fumaban tabaco de sabor sentados en el suelo, sus minaretes en torre y ese azul cristalino del río Neretva, que atraviesa la ciudad.
En esa lucha de desgaste atroz por la conquista de aquella tierra bendita teñida de sangre, de violencia y de estupidez, la guerra psicológica imponía también el terror en cada esquina, en cada habitación de hotel o en cada casa hundida por las bombas.
Es que ese año en Mostar, había demasiado fanático con fusil colgado al hombro, demasiado hijo de puta suelto caminando impunemente por la calle, demasiado grito de huérfano herido y de mujer violada con el llanto ahogado por la indiferencia.
A fuerza de plomo y de artillería, los croatas iban echando abajo las hermosas mezquitas de azulejos de colores y el viejo puente otomano de la ciudad. Echaban abajo los símbolos más sagrados del Islam. Un genocidio humano a gran escala y una aberrante profanación cultural se desarrollaba en el patio trasero de una Europa fría e indiferente, en pleno siglo XX y a menos de tres horas de vuelo de Madrid o París.
“Limpieza étnica” era la frase con la que la gran prensa titulaba las noticias que llegaban desde los Balcanes, aunque en realidad haya sido una pena que no hicieran nada para evitarlo.
Aquella tarde del 11 de junio, Mostar estaba cubierta por unas nubes bajas que se retorcían contra el polvo gris, y que flotaban suspendidas en el aire ensuciando el cielo. La ciudad se doblaba sobre sí misma y preparaba sus defensas para la noche.
La noche sería nuevamente la hija bastarda del día, mal parida de hambre y de dolor, y reinaría en ella ese mismo silencio de tumba que habita en todas las ciudades sitiadas del mundo al caer la tarde: un silencio sordo, solo roto de vez en cuando por algún tableteo hueco y lejano de ametralladora.
En los barrios y en las ruinas de las casas arreciaban los combates entre defensores musulmanes y atacantes croatas. Porque ese año no existía la palabra neutralidad para los croatas que ocupaban la orilla cristiana del Neretva: estaban librando su propia cruzada. Se estaba con ellos o en su contra. Y mientras tanto, los musulmanes bosnios de Mostar sufrían el asedio, hora tras hora, día tras día.
No muy lejos de allí, unos cascos azules españoles viajaban en un convoy blindado de la ONU para asistir a los civiles atrapados en el fuego cruzado. Tenían la misión de transportar medicamentos, entre dos hospitales ubicados a uno y otro lado de la ciudad: el hospital bosnio carecía de insumos básicos (plasma, morfina, antibióticos), y en un gesto desesperado se los pidieron al hospital croata, que insólitamente aceptó la solicitud en un gesto de buena voluntad para la reconciliación y la paz entre croatas y musulmanes.
Ambas partes querían que el traslado y entrega de los medicamentos estuviera supervisada por los soldados españoles que cubrían la región. Una sección blindada transportaría las medicinas, y un equipo desplazado desde Madjugorje acompañaría el convoy para brindar seguridad.
Los cinco vehículos BMR de la tercera Compañía “Cobos”, de la Primera Bandera de la Legión, llegaron sin novedad al hospital croata. Allí cargaron medicamentos e insumos médicos hasta cubrir el techo, y partieron nuevamente hacia el sector musulmán.
Eran las seis y media de la tarde y la noche caía lentamente. Giraron por el bulevard hacia el puente de Tito para cruzar el río y regresar al barrio musulmán. El tiempo apremiaba. En el hospital musulmán muchos civiles necesitaban esos medicamentos con urgencia. Tic, tac. El reloj corría. Un lejano eco de explosiones aisladas se dejaba escuchar desgarrando el aire. Cruzaron el puente a gran velocidad y de inmediato recibieron un fuego nutrido de francotiradores apostados en algún lugar del sector croata.
Cling, clang, rebotaban los impactos en la coraza de acero del blindado. En el último vehículo, el que cerraba la columna, viajaba el teniente de la Legión Francisco Jesús Aguilar Fernández, un sevillano de 28 años, casado y sin hijos.
Iba parado de pie en la torreta superior, como corresponde a todo buen jefe de sección que comanda a sus tropas en batalla, con medio cuerpo expuesto fuera del vehículo, protegida su espalda por la tapa metálica de la escotilla abierta, y su pecho por bolsas de arena que atrincheraban el techo.
Su cabeza flotaba libremente sobre el blindado, gritando órdenes a sus hombres para conducirlos a un lugar seguro. El casco color azul del legionario relucía en el crepúsculo, como si de un viejo faro salvador de barcos se trataba, destinado a evitar naufragios, en las duras noches en que arrecia la tormenta.
La sección devolvió el fuego sobre el origen de donde lo había recibido, pero nunca lograron ver al supuesto tirador croata que lanzó el letal proyectil. En ese mundo, los soldados denominan “disparo feliz” a un tiro efectuado sin demasiado cuidado por la precisión, pero que acierta en su blanco por fortuna o por suerte de lotería.
Es, sencillamente, un disparo realizado sin mucha puntería, casi con desdén, solamente por el simple compromiso táctico de hostigar.
Las frituras de las radios que comunicaban los vehículos se cortaron, y entonces los soldados escucharon el desesperado mensaje: “¡Capitán, hay un herido! ¡Tenemos un herido!”.
La munición trazadora dibujaba arcos anaranjados en el aire, y aullaba al estrellarse en el suelo. Todo parecía un sueño. El teniente Aguilar había recibido una herida muy grave.
El “disparo feliz” le había entrado por la espalda, atravesado el chaleco anti fragmentación y salido por el cuello. Al caer sentado dentro del blindado, ya estaba muerto.
El tirador de su BMR gastó varias cintas de munición acribillando las ventanas de los edificios, pero nunca tuvieron noticias de que el sniper fuera alcanzado.
Tic, tac, las ocho de la noche. El cuerpo ya sin vida del legionario sevillano asesinado era bajado del vehículo por otros cascos azules, que iban cubiertos por la sangre de su propio compañero muerto. Apretaban el paso y los dientes cada vez que la metralla croata hacía Cling, clang, en la chapa del blindado.
A las nueve, el cuerpo era evacuado definitivamente de las ruinas de Mostar en una ambulancia militar. Al día siguiente volvería repatriado a su tierra natal, cubierto por una bandera de España. Había cumplido solo 20 días de su misión de 6 meses en la antigua Yugoslavia.
En aquellas tierras desoladas por la tragedia y la guerra, donde nada florecía más que el odio y la intolerancia, la labor de hombres como Aguilar fue realmente valiosa.
Esa noche polvorienta en Mostar había muerto un legionario, un soldado que cumplió con su deber. Era el tercer casco azul español caído en los Balcanes, un hombre convencido de la misión que estaba cumpliendo, un voluntario para todo sacrificio.
Descubrí esta historia cuando pasé unos días en Bosnia Central viajando a través de los Balcanes, y entonces quise compartirla para que no se pierda, como pasa casi siempre con la gente anónima que hace acciones buenas y luego nadie las recuerda.
En una pared vieja a medio revocar en el corazón del barrio musulmán, vi una pintada que decía “Viva España. Gracias por todo”. Esa pobre gente que sufrió la batalla les daba las gracias a esos hombres verdes que cubrían sus cabezas con extraños cascos azules. Es que aquella noche de junio de 1993, y mientras se moría el Teniente Aguilar en la torreta de su vehículo, dos niños musulmanes nacían en el hospital bosnio, con la ayuda de los medicamentos que esos guerreros les habían llevado.
Entonces, junto a aquellas piedras del barrio musulmán de Mostar, lamenté profundamente la muerte de ese soldado. 
Aguilar fue un muchacho valiente.

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